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sábado, 23 de abril de 2011

Domingo de Resurrección (Jn 20,1-9) - Ciclo A: «Cumplir con pascua»



No ocurre nada...

Esta frase se clavó en mi memoria desde niño: «Cumplir con pascua».

En mi pueblo, durante toda la cuaresma, el párroco insistía continuamente en ello: todo buen cristiano tiene la obligación de «cumplir con pascua». E invitaba a las mujeres a colaborar, urgiendo, convenciendo, impulsando, incluso forzando a veces a los más recalcitrantes (que siempre había alguno, incluso en las mejores familias)

De hecho muchos hombres, después de tantas insistencias, protestas, súplicas y hasta amenazas de sus mujeres, se decidían a «cumplir con pascua».

Se organizaba una función exclusivamente para ellos -¡habría sido demasiado humillante mezclarse con las mujeres... ! -, de noche, en plena clandestinidad.

Asumían un aire curioso para ocultar lo que les parecía una «debilidad».

Una confesión rápida y expeditiva (y embarazosa para el cura: lo experimenté desde mis primeros años de sacerdote) y una comunión entre el apuro y la resignación (mirando algunas caras, se sacaba la impresión de que estuvieran tragándose una medicina amarga).

Luego, tras alguna ocurrencia irónica, todos se iban enseguida a casa con la sensación de haberse liberado de un peso desagradable. Habían pagado el impuesto más oneroso -y hasta penoso- a lo que les quedaba de religión. Ahora todo estaba en orden, todo en regla. Como si se tratara de una pequeña intervención jurídica, desgraciadamente necesaria, pero que se tendía a retrasar lo más posible y que, de todas formas, se sufría en un estado casi total de anestesia. «Cumplir con pascua» era lo mínimo que se exigía a quienes tenían su nombre en el registro de bautizados.

... Al menos una vez al año.

«Ese ni siquiera cumple con pascua», se murmuraba en el corrillo de devotas a propósito de alguien que ni siquiera se acercaba a la iglesia en aquella ocasión.

... Al menos en pascua.

Oí a una vecina de mi casa que chillaba así a su marido: «¡Déjate de historias! Daño no te hace... Además, no pasa nada; estate tranquilo; ¡no se va a hundir el mundo por ello!».

Y el marido, tranquilizado, aunque moviendo la cabeza, se iba a hurtadillas a la iglesia.



Miedo a dejarse sorprender por la luz

Pero sí.

En pascua todo se viene abajo. En pascua es el fin del mundo. Si se «cumple con pascua», nada es ya como era antes. Todo cambia.

Se echan fuera los pensamientos habituales y se rumian otros pensamientos: «Ya que habéis resucitado con Cristo... aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra», advierte Pablo escribiendo a los Colosenses.

Se acaba con la levadura «vieja», rancia, incapaz de mover y de hacer fermentar a nadie, y se modela de una forma totalmente nueva la propia vida. «Barred la levadura vieja, para ser una masa nueva...», recomienda también Pablo a los cristianos de Corinto.

La limpieza a fondo, radical, de la pascua tiene que hacerse ante todo en el corazón.

En las familias judías, la víspera de la fiesta se hacía una atenta revisión de toda la casa, procurando acabar con el más pequeño trozo de pan fermentado. Nosotros hemos de intentar eliminar los viejos hábitos, los viejos rencores, las viejas tendencias, los viejos intereses.

No se cumple con pascua sin romper decididamente con el pasado. Una ruptura que encuentra su expresión más evidente en la confesión, a través de la cual manifestamos que queremos morir al pecado y resucitar a la vida, a la fe, a la paz, al perdón, al amor, al gozo, a la esperanza.

En la Eucaristía no se traga una medicina amarga, sino que nos acercamos al Pan que alimenta la vida nueva: un Pan de fraternidad, de sinceridad, de justicia, de solidaridad, de disposición a compartir.

«Cumplir con pascua» no significa cambiar de traje, sino cambiar de vida.

Encontrarse «fuera» de nuestros sepulcros, estupefactos, con muchas ganas de reír, de cantar, de bailar.

Dios hizo que «cumpliera la pascua» su pueblo, liberándolo de la esclavitud.

Dios, sobre todo, hizo que «cumpliera la pascua» su propio Hijo, al hacerle salir del sepulcro: «Dios lo resucitó al tercer día», anuncia Pedro al centurión romano Cornelio convertido, tal como se refiere en la primera lectura de hoy.

Si ser cristiano, tener fe, significa creer en la resurrección de Cristo, podemos añadir también que creer en la resurrección de Cristo significa aceptar que todo cambie.

Significa aceptar ser hombres y mujeres resucitados: muertos a nuestras tristezas, a las angustias, al miedo, a los lamentos; liberados de los resentimientos, de los egoísmos, de los intereses, de la violencia, e insertos en la vida nueva que nos ofrece Cristo; llamados a vivir, atónitos, en un mundo nuevo, totalmente por explorar.

Quizás sea ésta precisamente la paradoja de la pascua: volvernos a encontrar con las mismas cosas de antes, pero nuevas, «distintas». Me pregunto a veces por qué es tan difícil abrir ciertos labios y liberar, hacer que explote en ellos el Aleluya Pascual con toda su fuerza. Todo lo más se murmura un suspiro, un lamento, un balbuceo.

El hecho es que, a pesar de las apariencias, no es la muerte la que nos da miedo. Muchos tienen miedo de nacer.

Pocos tienen el coraje de realizar, ya desde ahora, el experimento de la resurrección.

«Cumplir con pascua» no es lo mínimo de la experiencia cristiana, sino lo máximo.

Probablemente, lo intuyeron ya algunos hombres de mi pueblo. Que se apresuraban a volver a casa, de forma clandestina, después de haber cumplido con su «deber».



¿Por qué tantas prisas?

Quizás es que tenían miedo de dejarse sorprender por la luz... Tenemos que resucitarlo. Y es preciso que también lo resucitemos. Que lo hagamos salir del sepulcro en que lo habíamos metido. Que lo liberemos del vendaje de nuestros prejuicios, de nuestros rencores, de nuestras desilusiones, de nuestras frustraciones. Que lo limpiemos de las imágenes caricaturescas con que hemos deformado su rostro. Que le permitamos romper los esquemas y las visiones mezquinas en que lo hemos aprisionado.

Dios segregado en la iglesia. Rehén de nuestros ritos formales. Adormilado por nuestras cantinelas lastimeras. Sometido a estrecha vigilancia para que no perturbe la tranquilidad pública y se atenga escrupulosamente al programa de los «homenajes» que hemos establecido nosotros.

¿Queremos que este Dios vuelva a ser Dios en nosotros? ¿Queremos que se manifieste, no como pretendemos nosotros, sino tal como es?

¿Queremos darle la libertad de realizar, no ya las cosas que decidimos nosotros -y que nosotros, muchas veces, seríamos capaces de hacer-, sino las cosas «imposibles» que sólo él es capaz de realizar?

¿Aceptamos que se revele mucho mejor de como nosotros nos hemos acostumbrado a describirlo, más cercano de como nosotros logramos imaginarlo?

¿Aceptamos que nos regale un gozo, una paz, una calidad, una amplitud y una intensidad de vida, que nosotros ni siquiera nos atrevemos a sospechar?

Quizás la pascua sea también esto.

Descubrir que Dios no soporta el sepulcro en que lo hemos encerrado ni la cárcel (las infinitas cárceles) en que lo hemos arrestado. Inspeccionar aquel sepulcro, no para encontrarlo, sino para descubrir que afortunadamente ya no está allí.

Y siguiéndolo en la luz pascual, encontrar el coraje de murmurar:

-Dios mío, ¡qué hemos hecho contigo!...

Y tomar en serio lo que dice a María de Magdala:

-No me retengas... (Jn 20, 17).

Quizás logremos resistir a la tentación de tocarlo, de hacerle volver atrás, de reapropiárnoslo, de tenerlo bajo estrecha vigilancia. ¿Conseguiremos alguna vez no echarle la mano encima? «Cumplir con pascua» quiere decir aceptar el riesgo de un Dios que no se resigna a estar muerto, que no cumple con el papel que nosotros le hemos dado.

Tenemos que contarlo

«Id a comunicar» (Mt 28, 9).

«Cumplir con pascua», finalmente, significa contar, llevar la noticia.

Deberíamos imprimir esa noticia en nuestro rostro.

San Agustín, en una página sugestiva, cuenta cómo en la noche de pascua los paganos no podían conciliar el sueño, presas de la agitación, de una extraña inquietud, ¡y quizás también de un poco de envidia!.

A la mañana siguiente, por la calle, se cruzaban con los neófitos cristianos, que presentaban un rostro radiante, trasfigurado por la luz de Jesús Resucitado.

«En esta aparición -asegura Agustín- muchos reconocieron a Cristo».

Puede ser que se hayan cargado las tintas oratorias en este relato. De todas formas, lo cierto es que, para saber si uno «ha cumplido con pascua», no debería ser necesario preguntárselo. ¡Se lo deberíamos notar en la cara!

En mi pueblo, cuando yo era niño, no era eso precisamente lo que ocurría.

Ahora no sé. Ni sé si pasa lo mismo en otras partes.


Más adelante e inasequible

...Dejemos de una vez de mirar ese sepulcro vacío y de hacer especulaciones sobre él.

Lo específico de la fe cristiana en la resurrección de Cristo no se basa en el hecho de que la tumba esté vacía.

Una tumba vacía equivale a una tumba sellada. Puede haber sido un robo, un engaño, un truco.

Al cristiano «se le pide creer en el poder de Jesús Resucitado sobre la muerte y en su presencia en el mundo de los hombres. Comienza entonces una vida nueva que va de sorpresa en sorpresa».

Es inútil detenerse por los alrededores del sepulcro vacío, como curiosos que no tienen nada que hacer. Allí sólo se capta su ausencia. Jesús está «en otra parte». Y sigue manifestándose de manera imprevisible.

Jesús Resucitado siempre está «en otra parte», más allá, de manera inimaginable. Y nunca se le aferra por completo.

En esta perspectiva, «cumplir con pascua» no concluye jamás.

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