El concepto de justicia es uno de los pilares del lenguaje moral y de la organización social. En el lenguaje común, el término justicia arrastra consigo la intuición de que las personas deben recibir el trato que se merecen, es decir, la virtud de la justicia es el hábito consistente en dar a cada uno lo suyo; y esto referido tanto a los individuos como al orden social en general.
La existencia de un poder judicial, autónomo e independiente, ciego, en el sentido de no guiarse por preferencias sino por la aplicación ecuánime e igual para todos, es una exigencia de la salud social. Su mediatización por el poder económico o político es una desviación que le hace perder credibilidad y confianza en la población, que ve en él, debe verlo, como el garante del equilibrio social.
Observamos en nuestra sociedad una mano dura para algunos casos. La situación deprimente de las cárceles, los retardos judiciales, la manera de elegir a los jueces y magistrados, genera una sombra de dudas que en nada ayuda a la salud social. Si a esto agregamos la manera de actuar del poder judicial en los casos de actores políticos o ligados a la actuación pública, descubrimos una parcialización que arrastra consigo una merma del cuidado de los derechos humanos fundamentales, sobre todo el de la integridad de la vida, la celeridad en los procesos, y el precario estado de respeto a una vida digna y humana, aunque sea tras las rejas.
Hay hechos notorios, irrefutables, que exigen la actuación de los poderes públicos para garantizar un mínimo de respeto no sólo a las leyes y a la población sino al orden moral, a la estima por la verdad y la trasparencia, al igual que el celo por controlar el comportamiento de quienes tienen responsabilidades públicas.
No basta con achacar a otros los males ni hacer que la población padezca más de lo normal la ineficiencia o descuido de los servidores públicos. Los políticos en el poder tienen la obligación de ofrecer resultados prontos y eficaces. La crisis eléctrica, las miles de toneladas de alimentos putrefactos que indican una cadena de complicidades sin parangón, la inseguridad que sume a la población en una actitud permanente de zozobra y miedo, deben ser averiguados ex officio por quienes fueron elegidos o nombrados para ello.
No hay peor huracán que el permitir que la justicia se convierta en una estatua que tiene un ojo abierto y otro cerrado, para ser blando con los amigos y duro con quienes no comparten sus andanzas. La primera obligación de la justicia es legitimarse, es decir, demostrar la justicia –la igualdad y rectitud-, de sus normas e instituciones.
La existencia de un poder judicial, autónomo e independiente, ciego, en el sentido de no guiarse por preferencias sino por la aplicación ecuánime e igual para todos, es una exigencia de la salud social. Su mediatización por el poder económico o político es una desviación que le hace perder credibilidad y confianza en la población, que ve en él, debe verlo, como el garante del equilibrio social.
Observamos en nuestra sociedad una mano dura para algunos casos. La situación deprimente de las cárceles, los retardos judiciales, la manera de elegir a los jueces y magistrados, genera una sombra de dudas que en nada ayuda a la salud social. Si a esto agregamos la manera de actuar del poder judicial en los casos de actores políticos o ligados a la actuación pública, descubrimos una parcialización que arrastra consigo una merma del cuidado de los derechos humanos fundamentales, sobre todo el de la integridad de la vida, la celeridad en los procesos, y el precario estado de respeto a una vida digna y humana, aunque sea tras las rejas.
Hay hechos notorios, irrefutables, que exigen la actuación de los poderes públicos para garantizar un mínimo de respeto no sólo a las leyes y a la población sino al orden moral, a la estima por la verdad y la trasparencia, al igual que el celo por controlar el comportamiento de quienes tienen responsabilidades públicas.
No basta con achacar a otros los males ni hacer que la población padezca más de lo normal la ineficiencia o descuido de los servidores públicos. Los políticos en el poder tienen la obligación de ofrecer resultados prontos y eficaces. La crisis eléctrica, las miles de toneladas de alimentos putrefactos que indican una cadena de complicidades sin parangón, la inseguridad que sume a la población en una actitud permanente de zozobra y miedo, deben ser averiguados ex officio por quienes fueron elegidos o nombrados para ello.
No hay peor huracán que el permitir que la justicia se convierta en una estatua que tiene un ojo abierto y otro cerrado, para ser blando con los amigos y duro con quienes no comparten sus andanzas. La primera obligación de la justicia es legitimarse, es decir, demostrar la justicia –la igualdad y rectitud-, de sus normas e instituciones.
Por Mons. Baltazar Enrique Porras Cardozo
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