¿Cuántas células tiene, como media, el cuerpo humano? ¿Cuántas neuronas hay en el cerebro? ¿Cuántos miles de genes hay en el ADN humano? ¿Conocemos ya todas las partículas que forman los átomos?
Las respuestas a algunas de las anteriores preguntas, o a otras muchas miles de preguntas parecidas, han variado a lo largo de los años. Lo que ayer parecía verdad, hoy no lo es, porque un nuevo descubrimiento ha puesto en discusión lo “viejo” y empieza a imponer un “nuevo” dato sobre un aspecto de la realidad sensible.
Esto es algo propio de la ciencia experimental: de la más moderna, llevada a cabo con instrumentos cada vez más sofisticados; y de la “antigua”, que usaba menos instrumentos y que por lo mismo era menos exacta. Hoy como ayer unas teorías sustituyen a otras a partir de observaciones nuevas y de hipótesis más perspicaces sobre lo observado.
Por ejemplo, los medievales pensaban que el Sol giraba alrededor de la Tierra. A partir del siglo XVII empezó a avanzar con fuerza la idea de que la Tierra giraba alrededor del Sol de forma circular (así lo creía Galileo) o elíptica (según Kepler). Quizá algún día un nuevo dato nos obligue a corregir o precisar la teoría actualmente dominante respecto de la rotación terrestre en torno al Sol, lo cual no debe extrañarnos: la ciencia empírica depende en buena parte de la calidad de las observaciones y de la perspicacia de quienes las interpretan.
Al constatar este fenómeno puede surgir un cierto escepticismo a la hora de leer revistas con información científica. Lo que era considerado como verdadero en 1955 queda superado, en buena parte, en 1980. A la vez, el estudio de 1980, que resultó básico para corregir errores más o menos graves en 1955, seguramente ya ha sido superado por lo que se dice y se publica en el año 2010. ¿Y qué dirán el año 2050 al constatar, quizá con una sonrisa irónica en los labios, que las “verdades” científicas de 2010 se han convertido en piezas de museo?
Ocurre, además, que algunos intentan aplicar este hecho a todos los ámbitos: filosófico, religioso, político, literario, matemático. Las afirmaciones en cada uno de esos ámbitos valdrían sólo durante un tiempo, tendrían su fecha de inicio y su fecha de caducidad.
Pensar lo anterior significa incurrir en un doble error. En primer lugar, supone que todas las afirmaciones humanas se refieren a “verdades” de la misma naturaleza que los datos alcanzados por las ciencias experimentales. En realidad, una afirmación filosófica no depende de los laboratorios. Quien ha alcanzado tal verdad puede estar seguro de que la misma no caduca. En otras palabras, cualquier afirmación verdadera de Sócrates, Platón, Confucio o Mencio vale siempre, sin depender de la fecha en la que fue formulada.
El segundo error implica quitarse el suelo debajo de los pies. Porque si cualquier verdad va a ser superada (y desmentida) por lo que venga después de ella, esa misma afirmación será algún día superada y desmentida; es decir, es algo provisional y falso, llamado a ser cancelado en el futuro. ¿Y qué puede cancelar la idea que nos dice que todo puede ser cancelado con nuevos descubrimientos y nuevas reflexiones?
Hay que reconocer, sin embargo, que también en ámbitos como el filosófico pueden darse estados de mayor o menor acercamiento a la verdad. En ese sentido, quien está más cerca de conquistar una afirmación verdadera en campos como la metafísica o la ética supera y corrige a quien, en el pasado o en el presente (por desgracia, seguramente también en el futuro) haya conseguido sólo comprender una parte de tal afirmación, pero con algunos errores de mayor o menor importancia.
El acceso a la verdad, por lo tanto, tiene diversos grados y en muchos casos se consigue de modo incompleto. En el mundo experimental, este hecho es algo plenamente aceptado. En otros ámbitos, puede aplicarse de maneras diversas y no según un gráfico que avances orientados siempre hacia lo positivo, pues se dan en ocasiones retrocesos importantes y de graves consecuencias.
En otras palabras, las verdades, si lo son, no caducan. Caducan, en cambio, teorías e ideas humanas contingentes y provisionales, útiles en muchos casos, dañosas en otros, que podemos alcanzar desde nuestros límites y con la prudencia que nos lleva a reconocer que es relativo lo que es relativo, y que no puede ser relativo lo que llega a tocar, con los límites del lenguaje humano, aquellos ámbitos del saber que no caducan con el pasar de los años.
Las respuestas a algunas de las anteriores preguntas, o a otras muchas miles de preguntas parecidas, han variado a lo largo de los años. Lo que ayer parecía verdad, hoy no lo es, porque un nuevo descubrimiento ha puesto en discusión lo “viejo” y empieza a imponer un “nuevo” dato sobre un aspecto de la realidad sensible.
Esto es algo propio de la ciencia experimental: de la más moderna, llevada a cabo con instrumentos cada vez más sofisticados; y de la “antigua”, que usaba menos instrumentos y que por lo mismo era menos exacta. Hoy como ayer unas teorías sustituyen a otras a partir de observaciones nuevas y de hipótesis más perspicaces sobre lo observado.
Por ejemplo, los medievales pensaban que el Sol giraba alrededor de la Tierra. A partir del siglo XVII empezó a avanzar con fuerza la idea de que la Tierra giraba alrededor del Sol de forma circular (así lo creía Galileo) o elíptica (según Kepler). Quizá algún día un nuevo dato nos obligue a corregir o precisar la teoría actualmente dominante respecto de la rotación terrestre en torno al Sol, lo cual no debe extrañarnos: la ciencia empírica depende en buena parte de la calidad de las observaciones y de la perspicacia de quienes las interpretan.
Al constatar este fenómeno puede surgir un cierto escepticismo a la hora de leer revistas con información científica. Lo que era considerado como verdadero en 1955 queda superado, en buena parte, en 1980. A la vez, el estudio de 1980, que resultó básico para corregir errores más o menos graves en 1955, seguramente ya ha sido superado por lo que se dice y se publica en el año 2010. ¿Y qué dirán el año 2050 al constatar, quizá con una sonrisa irónica en los labios, que las “verdades” científicas de 2010 se han convertido en piezas de museo?
Ocurre, además, que algunos intentan aplicar este hecho a todos los ámbitos: filosófico, religioso, político, literario, matemático. Las afirmaciones en cada uno de esos ámbitos valdrían sólo durante un tiempo, tendrían su fecha de inicio y su fecha de caducidad.
Pensar lo anterior significa incurrir en un doble error. En primer lugar, supone que todas las afirmaciones humanas se refieren a “verdades” de la misma naturaleza que los datos alcanzados por las ciencias experimentales. En realidad, una afirmación filosófica no depende de los laboratorios. Quien ha alcanzado tal verdad puede estar seguro de que la misma no caduca. En otras palabras, cualquier afirmación verdadera de Sócrates, Platón, Confucio o Mencio vale siempre, sin depender de la fecha en la que fue formulada.
El segundo error implica quitarse el suelo debajo de los pies. Porque si cualquier verdad va a ser superada (y desmentida) por lo que venga después de ella, esa misma afirmación será algún día superada y desmentida; es decir, es algo provisional y falso, llamado a ser cancelado en el futuro. ¿Y qué puede cancelar la idea que nos dice que todo puede ser cancelado con nuevos descubrimientos y nuevas reflexiones?
Hay que reconocer, sin embargo, que también en ámbitos como el filosófico pueden darse estados de mayor o menor acercamiento a la verdad. En ese sentido, quien está más cerca de conquistar una afirmación verdadera en campos como la metafísica o la ética supera y corrige a quien, en el pasado o en el presente (por desgracia, seguramente también en el futuro) haya conseguido sólo comprender una parte de tal afirmación, pero con algunos errores de mayor o menor importancia.
El acceso a la verdad, por lo tanto, tiene diversos grados y en muchos casos se consigue de modo incompleto. En el mundo experimental, este hecho es algo plenamente aceptado. En otros ámbitos, puede aplicarse de maneras diversas y no según un gráfico que avances orientados siempre hacia lo positivo, pues se dan en ocasiones retrocesos importantes y de graves consecuencias.
En otras palabras, las verdades, si lo son, no caducan. Caducan, en cambio, teorías e ideas humanas contingentes y provisionales, útiles en muchos casos, dañosas en otros, que podemos alcanzar desde nuestros límites y con la prudencia que nos lleva a reconocer que es relativo lo que es relativo, y que no puede ser relativo lo que llega a tocar, con los límites del lenguaje humano, aquellos ámbitos del saber que no caducan con el pasar de los años.
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