Por Jose Arregui
Los discípulos/as eran más de doce, por supuesto. Pero parece bastante seguro que Jesús designó un grupo especial de doce (una razón importante para pensar así es que, si ese grupo lo hubiesen inventado los cristianos después de la muerte de Jesús, difícilmente hubiesen incluido en él al “traidor” Judas).
Pero ¿con qué finalidad designó Jesús al grupo de los Doce? Los designó para que fueran imagen y representación de las doce tribus de Israel, es decir, de todo Israel. A Jesús le gustaban los gestos simbólicos, las “profecías en acción”. El nombramiento de un grupo de doce discípulos fue uno de estos gestos simbólicos de Jesús (como los banquetes con los pecadores, la entrada en Jerusalén, la “destrucción” del Templo o la cena de despedida).
Jesús estaba firmemente convencido de que eran los últimos tiempos, y de que Dios habría de reunir a todo su pueblo disperso. Y él se sentía justamente llamado a ser el mensajero y el mediador de dicha reunificación: Dios le enviaba a anunciar la buena noticia del reinado de Dios a las “doce tribus”, a promover la restauración definitiva de Israel, a reunir por fin a los israelitas de Palestina y a los israelitas dispersos por todo el mundo (la Diáspora).
El grupo de los Doce representa al pueblo entero, al pueblo restaurado de los últimos tiempos. Jesús no los nombró para ser dirigentes o jefes del resto de discípulos, sino para representar al pueblo renovado y reconstruido de los últimos tiempos.
No les dio ninguna función jurídico-administrativa (no los hizo predecesores de los obispos y del Papa...). En cualquier caso, en vida de Jesús, los Doce no poseyeron una posición de superioridad o de autoridad entre los demás discípulos.
Y aun después de Pascua, los Doce no desempeñaron ningún cargo directivo en la comunidad de Jerusalén, salvo Pedro (pero Santiago, el hermano de Jesús, que no pertenecía al grupo de los Doce, tuvo en la comunidad de Jerusalén una categoría igual o superior a la de Pedro).
No sabemos que otros miembros del grupo de los Doce hayan gobernado comunidades cristianas. Por el contrario, Pablo, que no era de los doce, fue el dirigente carismático de muchas comunidades.
En los Hechos de los Apóstoles se les atribuye a los Doce la función de ser "testigos cualificados" de la vida y de la Pascua de Jesús. Así lo expresan las palabras puestas en boca de Pedro con ocasión de la elección del “sucesor” de Judas:
“Se impone que uno de los que nos acompañaron durante todo el tiempo que el Señor Jesús estuvo con nosotros (...), entre a formar parte de nuestro grupo, para ser con nosotros testigo de su resurrección” (Hch 1,21-22).
Pero es difícil saber qué función concreta tuvieron los Doce después de la Pascua. Su papel fue desapareciendo paulatinamente.
En conclusión, del hecho de que Jesús designase un grupo especial de doce no extraigamos conclusiones abusivas referidas a la “organización jerárquica” de la Iglesia. Sólo mucho más tarde se elaboró la “teología de la sucesión”, pero tiene muy poco que ver con la intención de Jesús y la historia de las comunidades cristianas hasta el s. III-IV.
Hablamos de “Doce Apóstoles”, como si “apóstoles” lo fueran únicamente los Doce. Sólo en Lucas es así, pues éste llama “apóstoles” exclusivamente a los Doce, tanto en el Evangelio como en los Hechos. Pero no sucede así en Pablo, que no era de los Doce y sin embargo se llama a sí mismo apóstol (cf. Ga 2,7-8); para Pablo, son apóstoles todos los enviados por Jesús a anunciar la buena noticia (cf. 1 Cor 15,5-7).
Tú y yo también somos tan apóstoles como Pedro y Pablo. Apóstol significa “enviado” y, puesto que Jesús nos envía a todos los que nos llama, todos los discípulos somos apóstoles.
Efectivamente, todos los discípulos somos enviados a constituir una nueva humanidad que reúna a todos los pueblos. Cuando todos los pueblos de la tierra, grandes y pequeños ¾y no ya las “doce tribus” de Israel¾ se reúnan en dignidad e igualdad, y cuando todas las criaturas formen realmente una gran comunidad, entonces se constituirá el “nuevo Israel” y la nueva creación de los últimos tiempos, y ése es nuestro encargo y nuestra meta.
¿Y qué hay de Pedro?
En todas las listas de los Doce (Mc 3,16-19 y paralelos), Simón Pedro aparece en primer lugar (y Judas Iscariote en el último), y este dato es significativo. Es señal de que Pedro era “el primero” entre los Doce.
El nombre mismo de “Pedro” expresa algo de eso. Jesús le dio a Simón el sobrenombre de Kefa (es decir, “piedra” o “roca”), seguramente porque fue él, juntamente con su hermano Andrés, el primero en ser llamado por Jesús o el primero en haberle seguido. El nombre aparece 10 veces en el NT en su forma helenizada (Cefas) y pone de manifiesto, en cualquier caso, que ocupaba el primer puesto entre los Doce.
El sobrenombre Kefa (o Cefas) fue traducido al griego como Petros, es decir, “Piedra”; por lo demás, en Mt 16,18 se pone en boca de Jesús un juego de palabras entre Petros (piedra) y petra (roca): “Tú eres ‘Pedro’ y sobre esta ‘roca’ edificaré mi iglesia”, como dando a entender que Jesús puso a Simón Pedro como cimiento de la Iglesia.
Pero dicen los expertos que esas palabras y las siguientes (“te daré las llaves del reino...”) no son palabras pronunciadas por Jesús, sino puestas posteriormente en su boca (por lo demás, sólo aparecen en el Evangelio de Mateo).
De todos modos, es claro que Pedro ocupaba un puesto singular y destacado entre los Doce. Aparece siempre como portavoz.
Pedro, imagen del discípulo con sus luces y sus sombras
Pedro es imagen y espejo de todos los discípulos o seguidores. Y debemos mirar a la figura de Pedro que nos trazan los evangelios para aprender lo que somos, para conocer nuestras propias luces y sombras:
· Se pone en camino hacia Jesús antes que ningún otro, pero en cuanto aparece el peligro le entra el miedo y empieza a hundirse, y no tiene más remedio que gritar a Jesús: “Señor, sálvame” (Mt 14,30).
· La confesión de Jesús le brota fácilmente de los labios y del corazón: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios...” (Mt 16,16); pero a la vez es de poca fe y dubitativo: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado? (Mt 14,31). De confesión en confesión y de duda en duda, deberá aprender que la fe es don del Padre del cielo (Mt 16,17).
· Está, sí, decidido a ser enteramente seguidor de Jesús, y lo es, pero una y otra vez pretende que el camino de Jesús sea un camino fácil de éxitos, y habrá de escuchar de labios de Jesús las palabras más duras que en los evangelios se dirigen a nadie: “¡Apártate de mí, Satanás!” (Mt 16,23).
· Daría, sí, la vida por Jesús: “Señor, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y hasta la muerte” (Lc 22,33); pero no ha llegado más allá del patio del sumo sacerdote, y declara una y otra vez que no tiene nada que ver con Jesús (Mc 14,66-71).
· Confiesa a Jesús como Maestro y Señor, pero no se le mete en la cabeza que el señorío de Jesús consiste en ser servidor, en lavar los pies; tendrá que consentir en que Jesús le lave los pies, y aprender a lavar también él los pies a los otros (Jn 13,6-15).
· Quiere a Jesús sin duda, pero tendrá que abandonar declaraciones de amor demasiado grandilocuentes y aprender a hacer declaraciones de amor más humildes y verdaderas: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).
· Le corresponde confirmar a sus hermanos temerosos, pero para ello tendrá que vivir convirtiéndose constantemente a Jesús:“Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22,32).
· Está habituado a disponer de sí y de los demás, pero tendrá que aprender a que otro le ciña y le conduzca a donde no quiere, tendrá que aprender a servir y a dar su vida (Jn 21,18).
· Por fin, a él le corresponde apacentar las ovejas, pero no el controlar a nadie: “Señor, y éste ¿qué?”... “¿A ti qué te importa? Tú sígueme” (Jn 21,20-22).
Señor Jesucristo, sólo nos encontramos a nosotros mismos en tu Espíritu y tú mismo estás en nosotros cuando en ti nos perdemos.
Tu lejanía, la lejanía del Dios eterno, la lejanía de tu luz deslumbrante, la lejanía de tu santidad inmaculada, la lejanía de tu amor devorador, de tu incomprensible e impetuoso amor, se ha vuelto próxima.
Todo esto ha entrado en contacto con nuestro corazón porque poseemos el Espíritu Santo.
El es quien da plenitud a todos los abismos insondables de la vida.
El se hace fuente de Vida en nosotros.
El es la dicha sin fronteras, una dicha que ha reconducido a sus originales fuentes los riachuelos de nuestras lágrimas, aun cuando en alguna ocasión hayan amenazado con inundar el valle de nuestra existencia.
El es el Dios de nuestra interioridad, la santidad del corazón, su júbilo oculto y singular, incluso en aquellos momentos en que rozamos la desesperación y decaen nuestras fuerzas.
El se hace cargo de nuestro ánimo, infundiéndole esperanza en los instantes de abatimiento y desconfianza.
El nos llena de amor como amor que nos ama, y así nos habilita para que amemos con generosidad y alegría, aunque tantas veces parezca nuestro corazón frío, pequeño y estrecho.
Vive en nosotros. Que tu Espíritu nos llene.
Creemos que tu fuerza llevará a la victoria nuestra propia flaqueza.
Creemos que tu verdad se ha sobrepuesto ya a nuestros engaños.
Creemos que tu libertad nos está liberando de nuestras estrecheces.
Vive en nosotros. Haz que tengamos el coraje de creer que tu bendición se derrama sobre esta tierra nuestra, pues no sólo el cielo está lleno de tu gloria. Amén.
Pero ¿con qué finalidad designó Jesús al grupo de los Doce? Los designó para que fueran imagen y representación de las doce tribus de Israel, es decir, de todo Israel. A Jesús le gustaban los gestos simbólicos, las “profecías en acción”. El nombramiento de un grupo de doce discípulos fue uno de estos gestos simbólicos de Jesús (como los banquetes con los pecadores, la entrada en Jerusalén, la “destrucción” del Templo o la cena de despedida).
Jesús estaba firmemente convencido de que eran los últimos tiempos, y de que Dios habría de reunir a todo su pueblo disperso. Y él se sentía justamente llamado a ser el mensajero y el mediador de dicha reunificación: Dios le enviaba a anunciar la buena noticia del reinado de Dios a las “doce tribus”, a promover la restauración definitiva de Israel, a reunir por fin a los israelitas de Palestina y a los israelitas dispersos por todo el mundo (la Diáspora).
El grupo de los Doce representa al pueblo entero, al pueblo restaurado de los últimos tiempos. Jesús no los nombró para ser dirigentes o jefes del resto de discípulos, sino para representar al pueblo renovado y reconstruido de los últimos tiempos.
No les dio ninguna función jurídico-administrativa (no los hizo predecesores de los obispos y del Papa...). En cualquier caso, en vida de Jesús, los Doce no poseyeron una posición de superioridad o de autoridad entre los demás discípulos.
Y aun después de Pascua, los Doce no desempeñaron ningún cargo directivo en la comunidad de Jerusalén, salvo Pedro (pero Santiago, el hermano de Jesús, que no pertenecía al grupo de los Doce, tuvo en la comunidad de Jerusalén una categoría igual o superior a la de Pedro).
No sabemos que otros miembros del grupo de los Doce hayan gobernado comunidades cristianas. Por el contrario, Pablo, que no era de los doce, fue el dirigente carismático de muchas comunidades.
En los Hechos de los Apóstoles se les atribuye a los Doce la función de ser "testigos cualificados" de la vida y de la Pascua de Jesús. Así lo expresan las palabras puestas en boca de Pedro con ocasión de la elección del “sucesor” de Judas:
“Se impone que uno de los que nos acompañaron durante todo el tiempo que el Señor Jesús estuvo con nosotros (...), entre a formar parte de nuestro grupo, para ser con nosotros testigo de su resurrección” (Hch 1,21-22).
Pero es difícil saber qué función concreta tuvieron los Doce después de la Pascua. Su papel fue desapareciendo paulatinamente.
En conclusión, del hecho de que Jesús designase un grupo especial de doce no extraigamos conclusiones abusivas referidas a la “organización jerárquica” de la Iglesia. Sólo mucho más tarde se elaboró la “teología de la sucesión”, pero tiene muy poco que ver con la intención de Jesús y la historia de las comunidades cristianas hasta el s. III-IV.
Hablamos de “Doce Apóstoles”, como si “apóstoles” lo fueran únicamente los Doce. Sólo en Lucas es así, pues éste llama “apóstoles” exclusivamente a los Doce, tanto en el Evangelio como en los Hechos. Pero no sucede así en Pablo, que no era de los Doce y sin embargo se llama a sí mismo apóstol (cf. Ga 2,7-8); para Pablo, son apóstoles todos los enviados por Jesús a anunciar la buena noticia (cf. 1 Cor 15,5-7).
Tú y yo también somos tan apóstoles como Pedro y Pablo. Apóstol significa “enviado” y, puesto que Jesús nos envía a todos los que nos llama, todos los discípulos somos apóstoles.
Efectivamente, todos los discípulos somos enviados a constituir una nueva humanidad que reúna a todos los pueblos. Cuando todos los pueblos de la tierra, grandes y pequeños ¾y no ya las “doce tribus” de Israel¾ se reúnan en dignidad e igualdad, y cuando todas las criaturas formen realmente una gran comunidad, entonces se constituirá el “nuevo Israel” y la nueva creación de los últimos tiempos, y ése es nuestro encargo y nuestra meta.
¿Y qué hay de Pedro?
En todas las listas de los Doce (Mc 3,16-19 y paralelos), Simón Pedro aparece en primer lugar (y Judas Iscariote en el último), y este dato es significativo. Es señal de que Pedro era “el primero” entre los Doce.
El nombre mismo de “Pedro” expresa algo de eso. Jesús le dio a Simón el sobrenombre de Kefa (es decir, “piedra” o “roca”), seguramente porque fue él, juntamente con su hermano Andrés, el primero en ser llamado por Jesús o el primero en haberle seguido. El nombre aparece 10 veces en el NT en su forma helenizada (Cefas) y pone de manifiesto, en cualquier caso, que ocupaba el primer puesto entre los Doce.
El sobrenombre Kefa (o Cefas) fue traducido al griego como Petros, es decir, “Piedra”; por lo demás, en Mt 16,18 se pone en boca de Jesús un juego de palabras entre Petros (piedra) y petra (roca): “Tú eres ‘Pedro’ y sobre esta ‘roca’ edificaré mi iglesia”, como dando a entender que Jesús puso a Simón Pedro como cimiento de la Iglesia.
Pero dicen los expertos que esas palabras y las siguientes (“te daré las llaves del reino...”) no son palabras pronunciadas por Jesús, sino puestas posteriormente en su boca (por lo demás, sólo aparecen en el Evangelio de Mateo).
De todos modos, es claro que Pedro ocupaba un puesto singular y destacado entre los Doce. Aparece siempre como portavoz.
Pedro, imagen del discípulo con sus luces y sus sombras
Pedro es imagen y espejo de todos los discípulos o seguidores. Y debemos mirar a la figura de Pedro que nos trazan los evangelios para aprender lo que somos, para conocer nuestras propias luces y sombras:
· Se pone en camino hacia Jesús antes que ningún otro, pero en cuanto aparece el peligro le entra el miedo y empieza a hundirse, y no tiene más remedio que gritar a Jesús: “Señor, sálvame” (Mt 14,30).
· La confesión de Jesús le brota fácilmente de los labios y del corazón: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios...” (Mt 16,16); pero a la vez es de poca fe y dubitativo: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado? (Mt 14,31). De confesión en confesión y de duda en duda, deberá aprender que la fe es don del Padre del cielo (Mt 16,17).
· Está, sí, decidido a ser enteramente seguidor de Jesús, y lo es, pero una y otra vez pretende que el camino de Jesús sea un camino fácil de éxitos, y habrá de escuchar de labios de Jesús las palabras más duras que en los evangelios se dirigen a nadie: “¡Apártate de mí, Satanás!” (Mt 16,23).
· Daría, sí, la vida por Jesús: “Señor, estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y hasta la muerte” (Lc 22,33); pero no ha llegado más allá del patio del sumo sacerdote, y declara una y otra vez que no tiene nada que ver con Jesús (Mc 14,66-71).
· Confiesa a Jesús como Maestro y Señor, pero no se le mete en la cabeza que el señorío de Jesús consiste en ser servidor, en lavar los pies; tendrá que consentir en que Jesús le lave los pies, y aprender a lavar también él los pies a los otros (Jn 13,6-15).
· Quiere a Jesús sin duda, pero tendrá que abandonar declaraciones de amor demasiado grandilocuentes y aprender a hacer declaraciones de amor más humildes y verdaderas: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).
· Le corresponde confirmar a sus hermanos temerosos, pero para ello tendrá que vivir convirtiéndose constantemente a Jesús:“Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22,32).
· Está habituado a disponer de sí y de los demás, pero tendrá que aprender a que otro le ciña y le conduzca a donde no quiere, tendrá que aprender a servir y a dar su vida (Jn 21,18).
· Por fin, a él le corresponde apacentar las ovejas, pero no el controlar a nadie: “Señor, y éste ¿qué?”... “¿A ti qué te importa? Tú sígueme” (Jn 21,20-22).
José Arregi
Para orar.
VIVIR POR LA GRACIA
VIVIR POR LA GRACIA
Señor Jesucristo, sólo nos encontramos a nosotros mismos en tu Espíritu y tú mismo estás en nosotros cuando en ti nos perdemos.
Tu lejanía, la lejanía del Dios eterno, la lejanía de tu luz deslumbrante, la lejanía de tu santidad inmaculada, la lejanía de tu amor devorador, de tu incomprensible e impetuoso amor, se ha vuelto próxima.
Todo esto ha entrado en contacto con nuestro corazón porque poseemos el Espíritu Santo.
El es quien da plenitud a todos los abismos insondables de la vida.
El se hace fuente de Vida en nosotros.
El es la dicha sin fronteras, una dicha que ha reconducido a sus originales fuentes los riachuelos de nuestras lágrimas, aun cuando en alguna ocasión hayan amenazado con inundar el valle de nuestra existencia.
El es el Dios de nuestra interioridad, la santidad del corazón, su júbilo oculto y singular, incluso en aquellos momentos en que rozamos la desesperación y decaen nuestras fuerzas.
El se hace cargo de nuestro ánimo, infundiéndole esperanza en los instantes de abatimiento y desconfianza.
El nos llena de amor como amor que nos ama, y así nos habilita para que amemos con generosidad y alegría, aunque tantas veces parezca nuestro corazón frío, pequeño y estrecho.
Vive en nosotros. Que tu Espíritu nos llene.
Creemos que tu fuerza llevará a la victoria nuestra propia flaqueza.
Creemos que tu verdad se ha sobrepuesto ya a nuestros engaños.
Creemos que tu libertad nos está liberando de nuestras estrecheces.
Vive en nosotros. Haz que tengamos el coraje de creer que tu bendición se derrama sobre esta tierra nuestra, pues no sólo el cielo está lleno de tu gloria. Amén.
K. Rahner
No hay comentarios:
Publicar un comentario