Por Fernando Torres Pérez cmf
Entre la idolatría y la compasión
De tanto visitar museos y ver documentales o películas en televisión nos creemos que lo de los ídolos pertenece nada más a civilizaciones antiguas o a culturas premodernas, hombres y mujeres con taparrabos, armados con lanzas y mazas en escenarios exóticos. Como mucho nos vamos al tiempo de los romanos. Pero los ídolos han existido y existen.
¿Qué o quiénes son? Es sencillo: todo aquello que ponemos en el lugar de Dios sin ser Dios. Dejarse llevar por los ídolos, adorarlos, tiene un efecto curiosísimo: si el Dios de Jesús es el Dios de la libertad, el Dios que nos convoca a la vida y a la fraternidad, los ídolos nos terminan llevando exactamente a lo contrario. Exigen de tal manera nuestra adoración que nos convierten en esclavos suyos, perdemos la libertad y nos convertimos en una pura apariencia de aquello a lo que el Abbá de Jesús nos ha llamado a ser: personal libres, adultas, responsables, capaces de vivir y relacionarnos con los demás y con todo lo creado de una forma armoniosa y que lleve a toda la creación a su cumplimiento.
Lo que pasa es que los ídolos de las películas, los documentales y los museos se identifican con facilidad y los que seguimos en nuestra vida a veces no son tan fáciles de poner el hombre adecuado. Pero, ¿no es un ídolo cuando una persona, hombre o mujer se entrega de tal modo a su trabajo que se olvida de las relaciones humanas, de su familia, de sus amigos? ¿No es un idólatra el que busca única y exclusivamente el éxito en su vida y para ello no duda en sacrificarlo todo?
El Dios que nos libera
Podíamos seguir poniendo ejemplos. Pero no hay espacio. Basta con releer la primera lectura y darnos cuenta de que no sólo el pueblo de Israel en el desierto se fabricó un ídolo hecho de metal y lo adoró. También nosotros tenemos nuestros ídolos, los adoramos, sacrificamos en su altar demasiadas cosas y al final nos encontramos pobres, esclavos y habiendo perdido lo mejor de la vida: nuestra libertad. Y todo eso por habernos dejado llevar por los cantos de sirena de esos ídolos que nos prometían libertad, riqueza, prestigio, felicidad... pero que luego sus promesas se convierten en cenizas que nos manchan las manos y nos dejan hundidos en la miseria.
El Dios de Jesús es liberador, nos ofrece la libertad liberándonos de nuestras más propias e íntimas esclavitudes. El Evangelio de hoy nos lo recuerda en esas tres parábolas que nos cuenta, dos breves –la oveja perdida y la moneda perdida– y una larga –la historia del hijo pródigo–. Pero no hay que olvidar el comienzo del relato. Jesús no hace sino responder a la acusación de los fariseos y escribas que le culpan de “acoger a los pecadores y comer con ellos.” ¡Claro! ¿Cómo podía Jesús actuar de otra manera?
Su misión consistía básicamente en acoger a los pecadores, tratarlos como personas, devolverlos la confianza en sí mismos, hacer que se sintiesen amados por Dios, que experimentasen la misericordia inmensa de Dios, que la reconciliación llegase hasta lo más honde de sus heridas, que descubriesen e identificasen a los ídolos que les habían llevado a esa postración. Jesús por la sencilla razón de que ellos, los pecadores, son la oveja y la moneda perdidas de Dios. Ellos son los que de una manera especial necesitan la cercanía y el cariño de Dios.
Por la compasión y la misericordia
No hay pecado que se resista a ese amor de Dios. No hay vida, por depravada que sea, que no se pueda curar, reconciliar, reconstruir ante el bálsamo del amor, la misericordia y la compasión de Dios. Y si no lo creemos, ahí tenemos el ejemplo de Pablo en la segunda lectura. Dice de sí mismo que era un blasfemo, un perseguidor. Pero también está convencido de que Dios tuvo compasión de él. Y nos invita a fiarnos de él cuando nos dice que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. Lo dice que absoluta seguridad, porque se siente, por su historia, el primero de los pecadores. Pablo lo cuenta sin pudor porque para él es una forma de alabar y agradecer a Dios por el amor recibido.
¿Hemos experimentado ese amor y esa misericordia? La cuestión no es baladí porque sólo los que han experimentado la compasión de Dios podrán hacérsela llegar a los demás. Hoy somos nosotros los brazos y las manos de Dios para acoger a nuestros hermanos y hermanas. Hoy somos nosotros la lengua de Dios para comunicar al mundo que Dios no es Dios de muerte sino de vida, no de opresión sino de libertad, no de condenación sino de salvación. Ahí está nuestro compromiso. O, dicho de otra manera, nuestra forma de agradecer a Dios por el amor con que nos ha amado y nos ama cada día.
De tanto visitar museos y ver documentales o películas en televisión nos creemos que lo de los ídolos pertenece nada más a civilizaciones antiguas o a culturas premodernas, hombres y mujeres con taparrabos, armados con lanzas y mazas en escenarios exóticos. Como mucho nos vamos al tiempo de los romanos. Pero los ídolos han existido y existen.
¿Qué o quiénes son? Es sencillo: todo aquello que ponemos en el lugar de Dios sin ser Dios. Dejarse llevar por los ídolos, adorarlos, tiene un efecto curiosísimo: si el Dios de Jesús es el Dios de la libertad, el Dios que nos convoca a la vida y a la fraternidad, los ídolos nos terminan llevando exactamente a lo contrario. Exigen de tal manera nuestra adoración que nos convierten en esclavos suyos, perdemos la libertad y nos convertimos en una pura apariencia de aquello a lo que el Abbá de Jesús nos ha llamado a ser: personal libres, adultas, responsables, capaces de vivir y relacionarnos con los demás y con todo lo creado de una forma armoniosa y que lleve a toda la creación a su cumplimiento.
Lo que pasa es que los ídolos de las películas, los documentales y los museos se identifican con facilidad y los que seguimos en nuestra vida a veces no son tan fáciles de poner el hombre adecuado. Pero, ¿no es un ídolo cuando una persona, hombre o mujer se entrega de tal modo a su trabajo que se olvida de las relaciones humanas, de su familia, de sus amigos? ¿No es un idólatra el que busca única y exclusivamente el éxito en su vida y para ello no duda en sacrificarlo todo?
El Dios que nos libera
Podíamos seguir poniendo ejemplos. Pero no hay espacio. Basta con releer la primera lectura y darnos cuenta de que no sólo el pueblo de Israel en el desierto se fabricó un ídolo hecho de metal y lo adoró. También nosotros tenemos nuestros ídolos, los adoramos, sacrificamos en su altar demasiadas cosas y al final nos encontramos pobres, esclavos y habiendo perdido lo mejor de la vida: nuestra libertad. Y todo eso por habernos dejado llevar por los cantos de sirena de esos ídolos que nos prometían libertad, riqueza, prestigio, felicidad... pero que luego sus promesas se convierten en cenizas que nos manchan las manos y nos dejan hundidos en la miseria.
El Dios de Jesús es liberador, nos ofrece la libertad liberándonos de nuestras más propias e íntimas esclavitudes. El Evangelio de hoy nos lo recuerda en esas tres parábolas que nos cuenta, dos breves –la oveja perdida y la moneda perdida– y una larga –la historia del hijo pródigo–. Pero no hay que olvidar el comienzo del relato. Jesús no hace sino responder a la acusación de los fariseos y escribas que le culpan de “acoger a los pecadores y comer con ellos.” ¡Claro! ¿Cómo podía Jesús actuar de otra manera?
Su misión consistía básicamente en acoger a los pecadores, tratarlos como personas, devolverlos la confianza en sí mismos, hacer que se sintiesen amados por Dios, que experimentasen la misericordia inmensa de Dios, que la reconciliación llegase hasta lo más honde de sus heridas, que descubriesen e identificasen a los ídolos que les habían llevado a esa postración. Jesús por la sencilla razón de que ellos, los pecadores, son la oveja y la moneda perdidas de Dios. Ellos son los que de una manera especial necesitan la cercanía y el cariño de Dios.
Por la compasión y la misericordia
No hay pecado que se resista a ese amor de Dios. No hay vida, por depravada que sea, que no se pueda curar, reconciliar, reconstruir ante el bálsamo del amor, la misericordia y la compasión de Dios. Y si no lo creemos, ahí tenemos el ejemplo de Pablo en la segunda lectura. Dice de sí mismo que era un blasfemo, un perseguidor. Pero también está convencido de que Dios tuvo compasión de él. Y nos invita a fiarnos de él cuando nos dice que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. Lo dice que absoluta seguridad, porque se siente, por su historia, el primero de los pecadores. Pablo lo cuenta sin pudor porque para él es una forma de alabar y agradecer a Dios por el amor recibido.
¿Hemos experimentado ese amor y esa misericordia? La cuestión no es baladí porque sólo los que han experimentado la compasión de Dios podrán hacérsela llegar a los demás. Hoy somos nosotros los brazos y las manos de Dios para acoger a nuestros hermanos y hermanas. Hoy somos nosotros la lengua de Dios para comunicar al mundo que Dios no es Dios de muerte sino de vida, no de opresión sino de libertad, no de condenación sino de salvación. Ahí está nuestro compromiso. O, dicho de otra manera, nuestra forma de agradecer a Dios por el amor con que nos ha amado y nos ama cada día.
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