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viernes, 17 de septiembre de 2010

XXV Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 16, 1-13) - Ciclo C: PARA VIVIR LO QUE YA SOMOS



Nos hallamos ante una parábola que parecía poner en aprietos a algunos predicadores, que se esforzaban por explicar que Jesús no alababa la injusticia cometida por el administrador.

Su carácter “escandaloso” nos prueba que se remonta al propio Jesús; no es probable que un discípulo se hubiera atrevido a atribuírsela. Pero el sentido común nos señala que tiene que ser leída como lo que es: una parábola, un cuento impactante y provocativo, que ayude a “despertar” al oyente o lector.

Para sus oyentes, la figura del administrador debía resultarles familiar: se trataba, con frecuencia, de personas de toda confianza, que habían sido previamente esclavos crecidos en la propia familia; se les conocía con el nombre de “ben bayit”, “hijo de la casa”.

Podemos traducir también las cifras de que habla la parábola: cien barriles (baños) de aceite corresponderían a 3.300 litros, la producción de 150 olivos; por su parte, cien fanegas (koros) de trigo equivalen a 40.000 kilos, la producción de 40 hectáreas.

Pero de lo que se trata en la parábola no es de la injusticia cometida ni de la deshonestidad del administrador, sino de su astucia. Y es ahí donde encontramos la clave de comprensión del relato: necesitamos actuar de un modo inteligente, utilizando todos los recursos en función de la Vida.

Tras la parábola, se suceden una serie de “advertencias”, sin una vinculación clara entre sí, debido sencillamente a una asociación de ideas, en torno a la “riqueza”. Este modo de hacer era bastante habitual en una cultura en la que prevalecía la memoria oral: una palabra concreta hacía de “eje”, en torno al cual se memorizaban diferentes sentencias.

El dinero, denominado “injusto”, es personificado como el dios Mammón. Con ese nombre puede encontrarse en algunos comentarios judíos a la Torá. Pero, curiosamente, así aparece también en el Bhagavad Gita, el libro más importante de las Escrituras hindúes: “Ignorantes de quien es su verdadero dueño, los siervos necios gastan su valioso tiempo sirviendo a mammón”. Y en la Edad Media, Pedro Lombrado escribía que “Mammón es el nombre de un diablo que se identifica con las riquezas”. (Tomo los datos de Isabel Gómez Acebo, Lucas, Verbo Divino, Estella 2008, p.448).

La última sentencia, que habla de la inevitabilidad de tomar partido cuando se tienen dos amos, coincide con un pensamiento frecuente entre varios filósofos griegos: “Es imposible para la misma persona amar a Dios y al dinero” (Demófilo).

La parábola y las sentencias recogidas a continuación vienen a plantear la cuestión de la riqueza en el camino espiritual, con un subrayado fundamental: dado el riesgo de absolutizarla (endiosarla), se requiere lucidez (astucia) para usarla como instrumento al servicio de la Vida.

El riesgo es grande y tiene una doble fuente: la necesidad de seguridad y el carácter vacío del yo. En realidad, las personas no buscamos el dinero, sino la sensación de seguridad asociada a él. Porque del dinero podemos prescindir, pero no de la seguridad.

Ahora bien, mientras busquemos la seguridad en el yo, será imposible alcanzarla. Porque el yo es vacío, esencialmente inconsistente y, por ello mismo, radicalmente incapaz de sostenernos. Absolutizar el dinero es síntoma de permanecer identificados con el yo y encerrados en la ignorancia.

A partir de esa identificación, todo lo demás es fácil de explicar. Lo más característico del yo es decir “mío”. Y donde se dice “mío”, la visión se hace estrecha y el comportamiento, egocentrado. La divinización del dinero (Mammón) no es sino expresión de la divinización del yo.

La “astucia” que propone la parábola es, en realidad, sabiduría. Pero no se trata de un comportamiento para “ganarnos” un cielo futuro, en recompensa por nuestras privaciones de hoy –ésa es la lectura mítica y egoica-, sino de un crecimiento en comprensión, es decir, en consciencia. Es esta comprensión de lo que realmente somos la que, abriéndonos a percibir, saborear y vivir nuestra verdadera identidad como identidad “compartida”, mostrará el engaño de etiquetar algo como “mío” y nos capacitará para usar el dinero al servicio de todos.

De ese modo, en el lenguaje de la parábola, el “dinero injusto” se convierte en medio para “ganar amigos” y ser recibidos en las “moradas eternas”.

Para Jesús, como para los sabios, todo dinero es “injusto” en cuanto es apropiado en exclusividad. Porque la apropiación egoica olvida nada menos que nuestra verdadera naturaleza e identidad. A partir de ahí, no hay sino ignorancia básica, con todas las consecuencias de injusticia y de sufrimiento.

“Ganar amigos”, por el contrario, remite, de una forma metafórica, a lo que realmente somos. Porque no se trata de algo a conseguir, sino de reconocer.

Quienes son enemigos o distantes, saben que tienen que hacer un esfuerzo si quieren modificar esa situación. Pero cuando reconocemos que nuestra verdadera naturaleza es “amistad”, lo que se nos pide no es sino vivir lo que ya somos. Eso conllevará el “esfuerzo” de remover los obstáculos, psicológicos y mentales, que nos impiden reconocerlo, pero en la certeza de que, al hacerlo, estamos posibilitando la Vida que somos.

Esa Vida no es otra cosa que las “moradas eternas”, de que habla el texto.

Porque “eternidad” no hace referencia a un futuro proyectado indefinidamente. La Vida eterna es la Vida atemporal, plena, que experimentamos, al venir al aquí y ahora, como Presencia. En ese desnudo estar, donde todo cesa, nos apercibimos de nuestra verdadera identidad: más allá de la “forma” momentánea (ola), nos reconocemos en nuestra naturaleza más profunda que se expresa en aquélla (agua).

Desde esta comprensión –que es la Sabiduría esencial-, nace el desapego y la más sensata indiferencia ante lo que nos pueda ocurrir. Desapego e indiferencia que son consecuencia de la sabiduría y fuente de libertad. Por eso, quiero concluir este comentario con un viejo cuento taoísta, que lo expresa bien.

Un día, un campesino regresó silbando de la feria, con una magnífica potranca que había comprado, gastando lo que había ahorrado en muchos años.

Unos días más tarde, el caballo se escapó y desapareció. Los vecinos del pueblo acudieron para compadecer al granjero por su mala suerte. Este se encogía de hombres y contestaba imperturbable:

― Las nubes tapan el sol, pero también traen la lluvia. Ya veremos.

Tres meses más tarde, la yegua reapareció con un magnífico semental. Estaba preñada. Los vecinos acudieron para felicitar al dichoso propietario, que les contestó:

― Las nubes traen la lluvia, y en ocasiones la tormenta devastadora. Ya veremos.

El hijo único del campesino domó al semental y se aficionó a montarlo. No tardó en caerse del caballo, rompiéndose una pierna. A los vecinos, que fueron a comunicarle su pesar, el campesino les respondió:

― Calamidad o bendición, ¿quién podrá saberlo? Ya veremos.

Unos días más tarde, se decretó la movilización general en el ejército para rechazar una invasión. Todos los jóvenes partieron a la guerra. El hijo del campesino, al estar impedido, se libró de ir a filas…



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