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jueves, 23 de septiembre de 2010

XXVI Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 16, 19-31) - Ciclo C: LOS HERMANOS DEL RICO



Se llamaba Lázaro (nombre derivado del hebreo 'el 'azar, que significa «Dios ayuda»), aunque en vida no gozó, al parecer, de la ayuda divina. Le tocó en desgracia ser mendigo, estar postrado en el portal de la casa de un rico sin nombre, uno de tantos, al que tradicionalmente se ha calificado de 'epulón' (banqueteador). El rico epulón se vestía de púrpura y lino, según los patrones de la alta costura de la época.

Lázaro o Dios-ayuda «habría querido llenarse el estómago con lo que tiraban de la mesa del rico; más aún, hasta se le acercaban los perros a lamerle las llagas.» Imposible mayor marginación. Nada dice el evangelio de las creencias religiosas de este hombre, que tendría serias dudas de la reconocida compasión divina para con el pobre y el oprimido.

A los dos les llegó la hora de la muerte: «Se murió el men digo, y los ángeles lo pusieron a la mesa al lado de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron.» Menos mal que en el más allá se cambiaron las tornas. Aunque, dicho sea de paso, con esto del 'más allá', quienes hacían de la religión ba luarte de conservadurismo e inmovilismo han invitado mil veces a la resignación, a la paciencia y al mantenimiento de situaciones injustas a los que las sufrían; en el más allá -se decía-, Dios dará a cada uno su merecido, pero siempre ca bía preguntar: ¿y por qué no en el 'más acá'?

Pero sigamos con la parábola: «Estando en el abismo en medio de los tormentos, el rico levantó los ojos, vio de lejos a Abrahán, con Lázaro echado a su lado, y gritó: -Padre Abrahán, ten piedad de mí; manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua; que me atormen tan las llamas. Pero Abrahán le contestó: -Hijo, recuerda que en vida te tocó a ti lo bueno y a Lázaro lo malo; por eso ahora él encuentra consuelo y tú padeces. Además, entre nosotros y vosotros se abre una sima inmensa; por más que quie ra, nadie puede cruzar de aquí para allá ni de allí para acá.»

Para muchos predicadores la parábola terminaba aquí. Era una invitación a aceptar cada uno su situación, a resignarse, a cargar con su cruz, a no rebelarse contra la injusticia, a es perar en el 'más allá', donde Dios arreglará los desarreglos humanos. Entendida así la parábola, el mensaje evangélico se hermana con un conformismo a ultranza que ayuda a mante ner el desorden establecido, la injusticia humana y las clases sociales enfrentadas.

Pero esta parábola no es una promesa para el futuro. Mira a la vida presente, va dirigida a los cinco hermanos del rico, que andaban en la abundancia y el despilfarro. Por eso el diá­logo continúa: «-Entonces, padre», replicó el rico, «por fa vor, manda a Lázaro a mi casa, porque tengo cinco hermanos:

que los prevenga, no sea que acaben también ellos en este lugar de tormento. Abrahán le contestó: Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen.»

Me temo que el consejo no debió agradar al rico. Los profetas decían cosas como éstas: «Os acostáis en lechos de marfil, arrellanados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José. Pues encabezarán la cuerda de cautivos y se acabará la orgía de los disolutos» (Am 6,4-7).

«El rico insistió: -No, no, padre Abrahán, pero si un muerto fuera a verlos, se enmendarían. Abrahán le replicó: -Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no le harán caso ni a un muerto que resucite» (Lc 16,19-31).

Para cambiar la situación en que viven sus hermanos, el rico epulón piensa que hace falta un milagro: que un muerto vaya a verlos. Crudo realismo evangélico de quien conoce la dinámica del dinero, que cierra el corazón humano a la evi dencia de la palabra profética, al dolor y al sufrimiento del pobre, a la exigencia de justicia, al amor e incluso a la voz de Dios. El dinero deshumaniza. Me remito a la experiencia de cada uno.

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