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sábado, 23 de octubre de 2010

El perdón primero



Hace pocos días, un periodista de Madrid preguntaba a un obispo de estas tierras: “¿Es posible perdonar?” El obispo, no sé si pensándolo y sopesando o sin pensarlo, como si tal cosa, respondió: “El perdón conlleva primero una dinámica de que quienes han infligido el daño, se arrepientan. Que sean conscientes del mal causado, que tengan la capacidad de pedir perdón. Pero tiene que ser un deseo sincero de reparar. Solo entonces, quienes han sufrido serán capaces de presentar esa grandeza de ánimo de poder otorgar el perdón”.

Estas palabras me estremecieron. Sentí como si de pronto el evangelio quedara en blanco, como si el mundo quedara a la deriva, sin perdón, sin revelación, sin Dios. ¡Dios mío, un mundo sin perdón, un mundo sin piedad, un mundo sin quicio! Y corrí a verlo en el libro santo, por si las palabras más sagradas hubieran desaparecido, por si el evangelio ya no fuera más que un triste recuerdo. Pero no, allí estaban las historias y las palabras que trastornan el mundo y, a la vez, lo llenan de consuelo. Allí estaban las palabras de Jesús en Mateo 5: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por diente’. Pero yo os digo: a quien te abofetee en la mejilla derecha, preséntale la otra”. Allí estaba la oración de Jesús en Mateo 6: “Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Allí estaba la respuesta del Maestro en Mt 18: Entonces se acercó Pedro a Jesús y le preguntó: “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?”. Jesús le respondió: No te digo siete veces, sino setenta veces siete”. Allí estaba el insólito mandamiento de Jesús en Lucas 6, sin concesión ni resquicio: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a quienes los aman”. Y allí estaba Jesús, al final, asfixiándose en la cruz entre dos crucificados y diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. En esas palabras renace el mundo, en ellas se sostiene, en ellas se vuelven a iluminar las tinieblas de la cruz y del caos. ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Y, a pesar de todos los males, todo era bueno. Besé el libro.

También el obispo besa el evangelio con ternura y ceremonia antes de explicarlo a los fieles desde su cátedra. Pero hace unos días –era la víspera de su toma de posesión–, el obispo hablaba ante un periodista, y un periodista formula preguntas insidiosas, es su oficio, y la pregunta sobre el perdón era seguramente insidiosa, y tal vez buscaba hurgar en las heridas de este pueblo vasco con su historia dolorosa, con su presente crucial. Comprendo que el obispo deba calcular su respuesta y que, ocasionalmente, hable más para los partidos que para las personas, y mire a los políticos a izquierda y derecha antes de hablar. Así tendrá que ser, pero es una pena, y yo sigo sin comprender las palabras que dijo, si las dijo así.

¿Es posible perdonar? Jesús lo hizo. Él sí, pero a nosotros ¿solo nos será posible perdonar a posteriori y con condiciones? Pues no lo sé, pero Jesús pensaba de otro modo. Y si existe en el mundo un perdón como el de Jesús, habrá de ser gratuito y sin condiciones, por inverosímil que nos pueda parezca. Las condiciones pueden facilitar el perdón, ¡y ojalá se dieran siempre! ¿Pero dejaremos este mundo a la deriva cuando no se den las condiciones deseables? Jesús no lo hizo. Jesús creó las condiciones perdonando primero, y a eso nos llamó. Si Jesús, antes de perdonar, hubiera exigido que los soldados y los sumos sacerdotes y Poncio Pilato se hubieran arrepentido y fueran conscientes del daño causado y fueran capaces de pedir perdón y tuvieran deseos sinceros de reparar, si Jesús hubiera puesto todas esas condiciones para perdonar, yo os aseguro: se habría prolongado hasta hoy la noche negra de aquel viernes, aquel viernes no hubiera sido santo y todavía estaríamos esperando la pascua, el evangelio y no el sepulcro hubiera quedado vacío. Pero Jesús perdonó primero. “Perdónales porque no saben lo que hacen”. Perdonó, es decir, supo mirar con bondad a sus malhechores; es decir, supo ponerse en su lugar; es decir, los excusó; es decir, los rehabilitó; es decir, los curó; es decir, los humanizó. El perdón fue primero. Y entonces se curaron también todas las heridas de Jesús, y en la cruz floreció la Pascua. El hombre se hizo Dios.

Me hago cargo de que esto es demasiado, para mí mismo en primer lugar. Pero ¿qué es el evangelio sin este exceso? ¿Para qué llamarnos cristianos si no es para eso? ¿Y a dónde puede caminar este mundo, si no hay perdón que lo cure? Solo el que perdona puede curarse, sólo el que perdona puede curar. Y si perdonas solamente al que te pide perdón y al que “expía sus culpas”, ¿qué mérito tendrás? Perdonar no es ignorar, ni consentir, sino confiar en el otro. Perdonar tampoco es absolver a un culpable, sino mirar en el otro el bien en lo más profundo de su mal. El que perdona no humilla, sino que se pone en el lugar del otro. Como antes Confucio y Buda y Mahavira y como luego Rabbí Hillel y el Profeta Muhammad, Jesús dijo: “Trata al otro como querrías que el otro te tratara a ti si tú te encontraras en su misma situación”. Y en eso consiste la magnanimidad o la grandeza de ánimo: ensanchar la propia alma hasta el alma del otro.

Sin duda, el que hizo daño algún día deberá pedir perdón, y solo entonces podrá curar la herida que se infligió a sí mismo cuando hirió al otro; ahora bien, tanto más fácilmente llegará a pedir perdón –como el centurión junto a la cruz de Jesús–, cuanto más incondicionalmente se sienta perdonado –como el centurión junto a la cruz de Jesús– . Pero ¿habrá esperanza en este mundo, habrá esperanza de otro mundo, mientras todos los heridos exijan de sus respectivos victimarios el arrepentimiento, la petición de perdón y la reparación como condición previa para el perdón? No digo que no deba existir el Derecho, y no me atrevo a decir que en este mundo tal como es no deba existir el castigo. Sea, si así debe ser, pero ¡cuán triste me parece que tenga que ser así! El Evangelio no es así. Dios no es así, por mucho que nosotros lo hayamos deformado con nuestros viejos esquemas de culpa y castigo o de ritos penitenciales para obtener el perdón. Jesús no fue así. Y creo que el Evangelio del perdón que restaura y cura es la única alternativa, y que de ese evangelio estamos llamados a ser sacramento todos los seguidores de Jesús.

Y creo además que todas las cosas, de lo más hondo de sí, nos gritan el Evangelio del perdón primero. También el humilde riachuelo de Arroa Behea oculto entre matas y alisos que pasa aquí debajo sin apenas murmurar. También el bobtail peludo y bonachón que va y viene junto a un niño pequeño, llevado de la mano por su madre y su abuela. ¿Y el lobo? Sí, también el lobo, como aquel de Gubbio. El hermano Francisco vivió algún tiempo en esa bella ciudad medieval de la Umbría italiana, cerca de Asís. Y cuentan las Florecillas que allí, con su mansedumbre y llamándole “hermano”, amansó a un lobo hambriento y feroz que hacía estragos. Lo amansó con su mansedumbre, ¿cómo si no? Y logró que la gente de la región, amansada también, se aviniera a dar de comer al lobo, que sin hambre es como un bobtail pacífico y juguetón.

¿Es duro este lenguaje? ¿Es ilusorio? Tal vez. Pero creo que es lo único razonable. No habrá paz en este pobre mundo sin perdón primero.



Para orar: CAÍN

Lleva el destino a cuestas, con el saco,
muerto el amor y la tristeza viva.
Le escuece el alma en el mirar opaco.
Es una soledad a la deriva.

Ha cruzado la Isla, el Araguaia,
la sociedad, el tiempo, el mal. Rehúye
la luz del sol y el sueño de la playa.
Huye de todos, de sí mismo huye,

condenado a vivir su vida muerta.
Si ha violado la ley, la paz presunta,
a él le hemos matado la paz cierta.

Quizás sea un Caín, pero es humano,
Y por él Dios, celoso, nos pregunta:
–Abel, Abel, ¿qué has hecho de tu hermano?
(Pedro Casaldáliga)

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