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miércoles, 20 de octubre de 2010

El poder en la Iglesia


Por Diego M. MOLINA, SJ*
Publicado por Pastoral SJ

Hablar de «poder» en la Iglesia no tiene buena prensa. Normalmente se trata este tema desde la perspectiva del servicio, la organización o la estructura de la Iglesia, pero rara vez encontramos una reflexión sobre la realidad del poder tal como se presenta teórica y prácticamente en la comunidad eclesial. No es raro que se identifique «poder» con una determinada manera de ejercerlo que lo acerca al dominio, por lo que se prefiere hablar más bien de «autoridad», concepto que subrayaría el aspecto servicial que se puede (y se debe) dar en el ejercicio del poder.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que el poder existe en todo grupo humano. El poder atraviesa todas las relaciones que constituyen un grupo humano, y en todos los niveles nos encontramos con relaciones de poder efectivas y operantes. La Iglesia no escapa a esta norma general. El hecho de que la Iglesia tenga una estructura sacramental, por la que el Espíritu usa de un cuerpo social estructurado de una determinada manera para llevar adelante su obra, y que ambas realidades (el Espíritu y la sociedad visible, el carisma y la institución) le sean esenciales, implica que en la Iglesia se encuentran todas las realidades que aparecen en cualquier grupo humano (aun cuando la Iglesia no se agote en dichas realidades).
Cuando aquí hablamos de «poder», lo entendemos como la capacidad que se tiene de influir en otras personas y de hacer que se cumplan determinados mandamientos1. Es evidente que cualquier persona en la Iglesia puede entonces tener poder, ya que la capacidad de influencia puede venir determinada por muy diversos factores.
Es ya clásico hablar de dos tipos de poder que coexisten en todas las religiones y también en la Iglesia. Existe lo que podemos llamar el «poder carismático» y existe también el «poder institucional». El poder carismático sería ejercido por quienes tienen el poder venido de lo alto. Son personas cercanas a lo sagrado, que han tenido una experiencia fundante de encuentro con Dios y se convierten en sus testigos. Poseen el poder por sí mismos y no por ocupar un determinado lugar en la estructura concreta del grupo. Son personas creativas, y no pocas veces son iniciadores de un movimiento dentro de la Iglesia (aquí habría que situar desde los profetas del Antiguo Testamento hasta los fundadores de congregaciones religiosas).
El poder institucional, por su parte, es ejercido por aquellos que ocupan un lugar concreto en la estructura de la Iglesia. Ellos no crean, sino que administran lo que han recibido de acuerdo con una determinada organización, por lo que aparecen como los funcionarios del grupo (aquí se sitúan desde los sacerdotes hasta todos cuantos ejercen una responsabilidad institucional en los distintos niveles de la organización eclesial)2.
En este artículo, cuando hablamos de «poder», nos referimos fundamentalmente al segundo, al ejercido en el marco de la estructura eclesial, que es la que, en definitiva, debemos fundamentar. El poder carismático deberá ser discernido para ver si en verdad proviene de una experiencia auténtica de Dios y si en verdad ayuda a los demás a realizar dicha experiencia; pero no debe ser justificado, en cuanto que es un carisma dado por Dios.
Además de la fundamentación del poder institucional, sí habremos de hablar de la manera en que ha de ejercerse cualquier tipo de poder en la Iglesia, ya sea institucional o carismático, porque los abusos pueden encontrarse –y, de hecho, históricamente se han encontrado– en ambos.


1. La fundamentación del poder en la Iglesia

Todas las confesiones cristianas han tenido que fundamentar de una manera o de otra el poder que se ejerce dentro de la comunidad y las estructuras a través de las cuales se despliega dicho poder. La Iglesia Católica ha llevado a cabo esta fundamentación recurriendo, en último término, a la voluntad de Cristo tal como ha sido leída por la comunidad creyente a lo largo de los siglos3.
El proceso por el que la Iglesia se fue configurando estructuralmente de una determinada manera tiene mucho que ver con:
– La importancia concedida a la visibilidad de la Iglesia y a la unidad visible. Dicha unidad nunca se redujo a pura uniformidad externa, pero tampoco quedó remitida únicamente a una unidad espiritual sin relevancia a nivel visible.
– La importancia dada al ministerio ordenado y a la Tradición, como garantía para el mantenimiento de la verdadera fe en la Iglesia.
– La respuesta a la pregunta acerca de cómo se pueden garantizar la fe, la tradición y la unidad (comunión) de la mejor manera posible, fundamentalmente en situaciones de crisis, en las que estas pueden encontrarse en peligro.
A ello hay que añadir que la Iglesia Católica ha querido dar una respuesta teológica al tema del poder en la Iglesia sin recurrir a instancias externas a la misma. De hecho, cuando no se ha dado una respuesta intraeclesial al tema del poder, este ha sido ejercido en la Iglesia desde instancias externas: así, el emperador de Bizancio fue considerado siempre por la Iglesia oriental como el icono de la monarquía celestial divina y gozó de amplias atribuciones en la marcha de la Iglesia; así, los príncipes adquirieron y ejercieron poder en las Iglesias reformadas; así ocurrió con las iglesias nacionales de los siglos XVII y XVIII; y así, quizá, puede ocurrir hoy a través del influjo de los medios de comunicación social en la toma de decisiones de la Iglesia4.
Para dar una respuesta interna al tema del poder en la Iglesia, esta ha recurrido, como no podía ser de otro modo, a la plenitud de poder que reside en el mismo Cristo. La Iglesia es la comunidad de los convocados por Cristo, al que tienen como su cabeza. La comunidad de los creyentes no se pertenece a sí misma; no se da las leyes ella misma, sino que las recibe de aquel que la convocó.
La configuración a lo largo de los siglos del poder que existe en la Iglesia también surge de la misma fuente: de la voluntad de Cristo proviene la existencia del ministerio ordenado; de su voluntad proviene el primado papal; de su voluntad, el episcopado monárquico... El origen de la autoridad en la Iglesia es divino.
Ante esta fundamentación hay que señalar que:
a) No aparece explícitamente en la Escritura, por lo que se podría pensar que esto no es más que ideología que busca justificar la manera concreta en que la comunidad cristiana se ha estructurado. Evidentemente, podría ser así, pero la pregunta que debemos hacernos no es si la estructura eclesial tal como la conocemos se encuentra en la Escritura, sino si va en contra de los datos de la Escritura, ya que la revelación, la Biblia, no es el punto de llegada de la comunidad eclesial, sino que es, más bien, el punto de arranque, en el que se inserta y al que no puede contradecir la reflexión teológica posterior.
b) La configuración de los diferentes centros y figuras de poder en la Iglesia se ha ido realizando tomando muchas veces como referente los modelos de ejercicio del poder que existían en la sociedad civil, algo que ayuda a no absolutizar la manera concreta en que se ha ejercido y se ejerce el poder en la comunidad cristiana, que nunca puede escapar a las condiciones históricas, culturales y sociales en las que vive.
A partir de estas premisas, la Iglesia fue desarrollando una estructura que ha valorado la unidad visible por encima de otros aspectos y que ha llevado, en último término, al desarrollo de un centro universal de decisión (Roma) y al desarrollo de una figura que encarna la unidad (para la Iglesia universal el obispo de Roma, y para las iglesias locales cada obispo). La figura del párroco no hace más que reflejar las anteriores en un plano inferior.


2. Las ventajas de la configuración de la autoridad en la Iglesia

Hoy somos muy conscientes de los peligros que el poder en general tiene. De hecho, el poder cambia a aquellos que lo poseen, y casi siempre en un sentido negativo. Sin embargo, también la manera en que se ha configurado el poder en la Iglesia ofrece unas posibilidades que no son despreciables. Entre ellas se puede destacar:

a) La autoridad eclesial es un elemento que puede mostrar sus virtualidades en tiempos de crisis. Cuando un grupo siente su identidad amenazada por la realidad que le rodea, entonces procura buscar puntos de apoyo para fortalecerla. Esto lo hace, o bien a través de la asunción de modelos e ideas de la cultura circundante, o bien a través del anclaje en la tradición del propio grupo (que suele ser la tradición más reciente, puesto que es la que se ha vivido como tal)5. Ambas soluciones, cuando son mutuamente excluyentes, ponen en peligro la propia identidad del grupo, ya que la primera corta con las raíces de donde proviene, y la segunda se cierra a cualquier desarrollo, con lo que el grupo se condena a repetir su propia historia.
El acento puesto por la Iglesia Católica en la justificación teológica de la autoridad la ha dotado de un instrumento que puede servir, como pocos, para combinar estabilidad y dinamismo, tradición y actualización, institución y carisma..., y ello porque los cambios necesarios, que habrá que ir realizando como respuesta al Espíritu que sigue actuando en la historia, se realizan sin que se rompa la continuidad con la tradición, que la comunidad creyente ve personificada en el ministerio eclesial. Así se puede entender que un acontecimiento como el Vaticano II, que supuso un cambio profundo en aspectos importantes de la vida de la Iglesia, no produjese más rupturas en el interior de la comunidad eclesial como la que protagonizó M. Lefebvre, algo que no deja de ser anecdótico en una comunidad humana de mil millones de personas6.

b) El poder institucional es también el que posibilita que los diversos carismas que los creyentes han recibido resulten productivos para toda la comunidad cristiana. En la Iglesia existió desde siempre una diversidad de ministerios, de funciones y de carismas, todos ellos enfocados a la construcción del cuerpo eclesial. La Carta a los Efesios conoce la existencia de apóstoles, profetas y maestros (Ef 4,11), y Pablo insiste en el recto ordenamiento de los carismas diversos para la edificación de la Iglesia (1 Co 12–14). Los llamados a realizar dicho ordenamiento son los apóstoles y aquellos que fueron enviados o instalados por ellos. El ordenamiento no pretende anular los carismas, sino hacerlos productivos para el bien de todos. La tensión entre carisma e institución, que ha gozado de cierta fama en el postconcilio, no se soluciona eliminando uno de los polos. De hecho, no puede existir únicamente la institución (o una estructuración «exclusivamente» ministerial) que prescindiese de los dones del Espíritu, porque entonces tendríamos una formalidad externa sin vida en su interior; tampoco puede existir únicamente el carisma (o una exclusiva estructura carismática), so pena de que la comunidad se disuelva en multitud de células autónomas.


3. Los peligros de la configuración del poder en la Iglesia

El poder (y su configuración concreta) no ofrece únicamente posibilidades para el buen funcionamiento de la Iglesia, sino que es una fuente de peligros, tanto para quienes lo ejercen como para la comunidad en la que se radica. Además, cuanto más tiempo se ejerce el poder (y en la Iglesia aquellos que lo han recibido suelen permanecer tiempo en él), tanto más peligro hay de que las tentaciones que conlleva el ejercicio del poder se conviertan en realidades. Entre estas tentaciones destaco:

a) El olvido de que el poder es de Cristo
Cuando se fundamenta el poder en una delegación de Cristo, el que lo recibe siempre está expuesto a la tentación de ponerse en lugar del propio Cristo. Una vez que el poder es recibido por algunos miembros del pueblo de Dios, existe el peligro de que se olvide la referencialidad a Cristo y que el poder pase a ser vivido como una cualidad de la persona que lo detenta.
No es difícil percibir la cultura de la «carrera eclesiástica» en miembros de la jerarquía, mientras no dejan de proclamar que su única misión es el servicio. Tampoco es difícil descubrir a personas con un poder carismático en la Iglesia que parecen más preocupadas por mantener al grupo sujeto a su persona que por el bien de los diversos miembros de la comunidad (se habla tan poco de «poder» en la Iglesia, que este muchas veces se cuela subrepticiamente bajo capa de bien7). También es frecuente encontrar a ministros ordenados que subrayan las diferencias entre ellos (en virtud de la potestad recibida) y el resto de los fieles, olvidando que el poder que han recibido es para el servicio, y que es en ese servicio en el que debería destacarse aquel que está puesto al frente del pueblo de Dios.

b) La divinización de la estructura de un momento puntual
El poder se ha configurado en la Iglesia desarrollando ciertas posibilidades legítimas a partir de los datos de la Escritura leídos por la comunidad creyente a lo largo de los siglos. Esto, que es verdad, puede llevar a pensar que la actual configuración del poder es, en todos sus aspectos, inmutable, y que no puede ser mejorada sino profundizando en lo ya realizado.
La constitución Lumen Gentium (n. 48) afirma que «la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa». Esta afirmación se puede aplicar, quizá de forma eminente, a la estructuración concreta de la Iglesia. La manera en que se ha configurado el ejercicio del poder en la Iglesia ha ido asumiendo a lo largo de la historia modelos, costumbres y justificaciones que no provienen del evangelio, sino de la cultura de ese tiempo determinado. Lo grave no es que esto ocurra, pues no puede ser de otro modo; lo grave es que el modelo de una época se quiera convertir en inmutable, como si fuera la única manera posible de ser fieles al evangelio8.
Además, la opción por la unidad que ha realizado la Iglesia católica la ha llevado a potenciar todas las instancias de poder unipersonales, olvidando ciertos aspectos que también pertenecen a la gran Tradición de la Iglesia. Entre estos destaca el aspecto sinodal de la Iglesia, que solamente se conservó en los concilios ecuménicos. Si bien es verdad que el concilio Vaticano II realizó un esfuerzo para recuperar dicho aspecto, lo cual se concretó en el tema de la colegialidad, también lo es que esta doctrina todavía no ha producido los frutos esperados. No acaba de verse por qué todas las instancias sinodales en la Iglesia siguen siendo meramente consultivas (excepto el concilio), desde los Sínodos de obispos y las Conferencias episcopales hasta los consejos pastorales de las parroquias. En relación con estos últimos hay que señalar que los temas que se tratan no suelen ser «de fe ni de costumbres», sino precisamente «pastorales». El que el párroco tenga siempre la última palabra en todos los temas implica la suposición de que siempre será él quien esté en mejores condiciones para la toma de todas las decisiones, lo cual es humanamente imposible9.


4. El cómo del ejercicio del poder en la Iglesia

Alfred Delp escribió, poco antes de su ajusticiamiento por los nazis, que la Iglesia encontraría de nuevo el camino hacia los hombres de hoy a través de la unidad de los cristianos y de «la vuelta de la Iglesia a la diaconía, al servicio de la humanidad [...] El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mc 10,45). Las diferentes realidades de la existencia cristiana deben ser medidas y valoradas a partir de esa afirmación, y con eso es suficiente»10.
También el ejercicio del poder ha de ser medido por la palabra y por la obra de Jesucristo. Y no puede ser de otra manera, ya que, si el origen del poder en la Iglesia es divino, también debería ser «divino» el modo de ejercerlo. Si todo poder proviene de Cristo, debería ejercerse de la manera en que Cristo lo ejerció, y esto vale tanto para aquellos que detentan un poder instituido como para quienes, debido a sus cualidades y carismas, ejercen, de hecho, poder sobre otras personas en la Iglesia.
A mi entender, en este «cómo» se ejerce y se debe ejercer el poder en la Iglesia nos encontramos con el reto que debe afrontar la comunidad cristiana11. Para ello:

a) Poder y servicio
El evangelio es claro en cuanto a la manera en que hay que ejercer el poder: desde el servicio12. Esta idea aparece siempre que se habla del poder en la Iglesia, y es algo que se da por evidente.
No son tan evidentes, sin embargo, las características que debe tener el poder para que sea vivido y percibido como servicio. Por lo pronto, digamos que el servicio no se impone, sino que se ofrece, inquiriendo cuáles son las necesidades de aquellos a los que se sirve. El que sirve no domina convirtiéndose en el centro, sino que anima e integra lo diverso. El que sirve, en fin, se despoja de sus intereses privados y pone en juego su vida (hasta la muerte, si es preciso) por el bien de todos.

b) Poder y autoridad
El poder es la capacidad que se tiene de influir en otros, y la autoridad es la legitimidad para ejercer dicha capacidad. Sería muy deseable que en la Iglesia se vinculasen ambas realidades. Esto significa que todos los miembros de la Iglesia –también, y en este contexto, aún más los que tienen poder– han de volver siempre al manantial de donde brota el auténtico ser de la Iglesia, que es la palabra y la acción de Jesús. No debe existir poder en la Iglesia que esté por encima de la acción del Espíritu y que pueda buscar otra cosa que la vinculación de todos los miembros de la Iglesia en el amor y en el servicio mutuo. Un poder que se desvincula del «carisma de autoridad» del Espíritu tiende siempre a convertir la institución en un fin, olvidando que solo puede ser justificada en la medida en que sirve a la obra del Espíritu13.

c) Poder e Iglesia de comunión
El poder ha de ser ejercido en el marco de la visión de Iglesia que nos ha dejado el Vaticano II y que no es otro que la comunión14. Es urgente que el ejercicio del poder en la Iglesia vaya asumiendo los rasgos característicos de una Iglesia de comunión, si queremos que se pueda recomponer la trama eclesial. De hecho, la Iglesia ya no tiene «poder» para imponer ciertas cosas. La diferencia entre lo que la Iglesia declara en ciertos temas (de moral sexual, por ejemplo) y el comportamiento de los fieles señala que el poder coactivo (las penas que la Iglesia puede imponer) no hacen mella en dichos fieles. La solución para este desencuentro es, para algunos, volver a definir claramente la doctrina y retornar a modelos caducos de la vida eclesial anterior, en los que todo se esperaba de quienes estaban al frente de la Iglesia. A mi entender, esta «solución» ahondaría aún más la división dentro de la Iglesia, en lugar de potenciar la comunión15.
Otra solución consistiría en buscar la participación de todos en la marcha de la Iglesia a través de las consultas frecuentes, los grupos de trabajo sobre los temas que preocupan a los cristianos, la distribución de responsabilidades en las comunidades eclesiales...

d) El control del poder
Evidentemente, hay muchos creyentes que ejercen un poder en la Iglesia, ya sea institucional o carismático, que constituyen un ejemplo de vida entregada y de servicio. Pero también hay situaciones en las que descubrimos que el poder se usa para fines menos elevados. La pregunta que surge es: ¿con qué mecanismos cuenta la comunidad cristiana para hacer frente a tales situaciones? Ante «abusos de poder»16 en temas referentes a la doctrina y a la moral, las instancias superiores suelen actuar y corregir a las inferiores, convirtiéndose en garantes de la doctrina de la Iglesia. Pero existen también otros tipos de abusos de poder que no se refieren ni a la fe ni a las costumbres, pero que tal vez tengan más consecuencias para la mayoría de los miembros de la comunidad cristiana (que no son especialistas en teología). Me refiero a esas situaciones eclesiales en las que quienes ejercen el poder imponen sus criterios sin tener en cuenta la historia anterior de la comunidad (ya sea en la Iglesia local, en la parroquia, en una comunidad o provincia de un instituto religioso o en una comunidad cristiana de base); situaciones en las que se determinan unas acciones pastorales que no cuentan con el más mínimo respaldo de la comunidad respectiva; situaciones en las que se deciden aspectos importantes (o no tan importantes) para la vida real de las comunidades con el único argumento de que «yo lo he decidido así»... Ante esto, siempre queda el recurso de acudir a aquellos que pueden poner remedio a la situación (cuando los haya) y esperar que no se ponga la defensa del «principio de autoridad» por encima del bien de toda la comunidad.
Termino con un texto del Concilio de Trento que mantiene su actualidad, y que, si bien se dirige a los obispos, se puede aplicar también a todos los que poseen cualquier tipo de autoridad en la Iglesia:
«Acuérdense los obispos y demás Ordinarios de que son pastores y no verdugos, y que conviene que rijan a sus súbditos de tal forma que no se enseñoreen de ellos, sino que los amen como a hijos y hermanos» (Sesión XIII, cap. 1, Sobre la Reforma).













* Profesor de Teología. Facultad de Teología de Granada. .
1. En la línea de la definición de poder que da M. WEBER: «Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social» (Economía y sociedad, México 1984, 43).
2. Bien explicado en X. PIKAZA – N. SILANES (eds.), Los carismas en la Iglesia: presencia del Espíritu Santo en la historia, Salamanca 1998, 32-35.
3. Si bien todas las iglesias remiten a Dios para justificar la autoridad en la Iglesia, no todas le dan la misma significación a dicho recurso. Lo más llamativo de la Iglesia católica es que no solo remite la autoridad a Dios, sino también lo esencial de la forma concreta en que se ha ido configurando dicha autoridad, algo que no hacen otras iglesias.
4. Bastante desarrollado este punto en un artículo muy bueno de K. SCHATZ que, por desgracia, no está traducido: «Unkonventionelle Gedanken eines Kirchenhistorikers zum päpstlichen Primat»: Catholica 50 (1996) 164-180, esp. 166-168.
5. Estas dos maneras de actuar se pueden percibir en la Iglesia, si bien los grupos o personas que apoyan una dirección u otra no aceptarían ser designados como acomodaticios con la cultura los primeros, o como restauracionistas del pasado los segundos. Resulta provechosa la lectura sobre los modelos de Iglesia que se encuentran presentes hoy en la Iglesia, tal como los presenta G.A. ARBUCKLE, Refundar la Iglesia. Disidencia y liderazgo, Santander 1998, 127-146, especialmente el segundo y el tercer modelo.
6. En la espiritualidad del pueblo católico ha calado el conocido adagio de San Ambrosio (Enarr. in Ps. 40,30) «Ubi ergo Petrus, ibi Ecclesia» (donde está Pedro, está la Iglesia), por lo que la figura papal es una garantía de que la Iglesia continua siendo la misma, más allá de los cambios que se produzcan. Cf. también el artículo citado de K. SCHATZ, esp. 168-171.
7. Cf. la lúcida reflexión sobre este tema del obispo de Limburg F. KAMPHAUS, «Eine diakonische Kirche braucht den Diakon», en (K. Kiessling [ed.]) Ständige Diakone – Stellvertreter der Armen?, Berlin 2006, 136-148, esp. 146-148.
8. No deja de extrañar la alergia a hablar de «democracia» en la Iglesia, cuando esta asumió la monarquía para determinar su constitución interna a partir fundamentalmente del siglo XV. De la misma manera que los teólogos se veían obligados entonces a decir que la Iglesia era una monarquía atemperada por rasgos aristocráticos y democráticos, hoy se podría hablar de que es una democracia atemperada por rasgos monárquicos y aristocráticos, y ello porque todos los regímenes civiles han de sufrir modificaciones para ser asumidos por la Iglesia (algo ya defendido por J. Gerson en el Concilio de Constanza y que aparece en la mayoría de los teólogos postridentinos). Por otra parte, está claro que la introducción de prácticas democráticas en la Iglesia no prejuzga la esencia de su constitución, algo que ya señalaba el dominico M.B. SCHWALM en la voz «Démocratie» del nada sospechoso Dictionnaire de théologie catholique, IV (1939) 271-321.
9. Soy consciente de que la razón proviene de que es el pastor de la comunidad, que ha sido capacitado por el sacramento del orden para estar al frente de la misma. La pregunta es si el ser el pastor conlleva el decidirlo todo o más bien el ser capaz de buscar junto con sus fieles lo que Dios espera de su comunidad concreta en un momento determinado (que de eso trata la pastoral).
10. A. DELP, «Das Schiksal der Kirchen», en (R. Bleistein [ed.]) Gesammelte Schriften, IV, Frankfurt am Main 1984, 319.
11. Una descripción de las dificultades que vive hoy la Iglesia en este punto se puede encontrar en C. DUQUOC, «Creo en la Iglesia». Precariedad institucional y Reino de Dios, Santander 2001, 21-36.
12. Subrayado en el artículo de F. KAMPHAUS citado en la nota 7, en el que interpreta la misión del diácono permanente como el que recuerda a la Iglesia su vocación servicial contra todas las tentaciones de poder que existen en ella.
13. Sobre la vinculación entre poder y carisma de autoridad, véase X. PIKAZA – N. SILANES (eds.), Los carismas en la Iglesia: presencia del Espíritu Santo en la historia, Salamanca 1998, 465-467. Para la justificación de la dimensión institucional de la Iglesia como vehículo del Espíritu, cf. M. KEHL, La Iglesia. Eclesiología católica, Salamanca 1996, 366-371.
14. Buen artículo, desde la perspectiva canónica, el de F. RETAMAL, «El ejercicio del poder en la Iglesia»: Teología y Vida 65 (2004) 318-352, esp. 338-340.
15. Cf. la reflexión muy aprovechable de G.A. ARBUCKLE sobre el fracaso del restauracionismo en la Iglesia como medio para lograr la unidad eclesial (Refundar la Iglesia. Disidencia y liderazgo, Santander 1998, 135-138).
16. La expresión es la usada por el entonces cardenal Ratzinger cuando fue preguntado acerca del recurso a la acción disciplinar con respecto a los conflictos de la Congregación para la Doctrina de la Fe con algunos teólogos. Cf. J. RATZINGER, Ser cristiano en la era neopagana, Madrid 20062, 102s (el original es de 1987).

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