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viernes, 15 de octubre de 2010

NO ES TAREA DE DIOS IMPARTIR JUSTICIA HUMANA


XXIX Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 18, 1-8) - Ciclo C
Por Fray Marcos

Comentar las lecturas de este domingo es complicado porque partiendo de ellas, tenemos que concluir literalmente lo contrario de lo que dicen.

Sobre la primera lectura. El Dios de Jesús está a favor de todos y no puede estar en contra de nadie. Amalec es para Dios tan querido como el pueblo israelita, aunque los judíos sigan pensando otra cosa.

En la segunda. A Pablo hay que decirle, que no toda la Escritura es útil para enseñar y educar en la virtud. Bastaría recordar las palabras del evangelio: habéis oído que se dijo… pero yo os digo…

En el evangelio de hoy hay que puntualizar que Dios no es un Dios justiciero. Ni ahora ni después, ni al que se lo pida con más insistencia ni al que no se lo pida va a hacer justicia de ninguna manera. El Dios de Jesús es justicia en todo momento sin tener que hacer nada.

La Escritura es siempre reflejo de una experiencia religiosa, pero está expresada en conceptos que corresponden a una visión mítica del mundo. Al querer entenderla y juzgarla desde nuestra mentalidad que ya no es mítica, distorsionamos el mensaje, porque no tenemos la capacidad de separar el mensaje del envoltorio en que ha sido transmitido.

Toda nuestra teología ha sido un intento de convertir el mito en logos. La racionalización del mito nos impide descubrir su valor y nos lleva a una falsificación de la verdad que en él se contiene. A este proceso que ha durado veinte siglos, le podíamos llamar mitologización.

Por eso desde Bultmann se habla de desmitologizar (no desmitifcar, porque el mito no se puede desmitificar, destruiríamos su esencia, como no se puede “desvivificar” la vida). Pero sí podemos y debemos arrancar al mito su verdad que no es racionalizable, y tratar de verterla en un lenguaje que sea comprensible para una cosmovisión que ya no es mítica.

La modernidad cometió el error de lanzar por la borda la increíble riqueza de la experiencia religiosa, porque confundió el embalaje mítico en la que venía presentada con la verdad que quería trasmitir.

Pero las religiones, sobre todo la nuestra, sigue manteniendo el error de no querer prescindir del envoltorio porque después de tanto tiempo insistiendo en él, la verdad que tenía que presentar ha perdido sentido y ha quedado reducida casi a cero.

Viniendo al evangelio, también hoy es imprescindible atender al contexto para entender el texto. A continuación del relato de los diez leprosos que hemos leído el domingo pasado, le preguntan a Jesús los fariseos sobre cuándo llegará el Reino de Dios. Jesús responde con afirmaciones sobre el reino de Dios y sobre la última venida del Hijo del hombre.

Con la perspectiva de ese pequeño apocalipsis, el relato de hoy cobra su verdadero sentido. No se trata de la oración en general, sino de la manifestación de una esperanza en la acción definitiva de Dios al final de los tiempos. No trata de prevenir cualquier desánimo, sino del peligro de caer en el desaliento porque la parusía se retrasaba demasiado.

No olvidemos que la expectativa de un final inmediato, era el ambiente en que se vivía el primer cristianismo. Nos encontramos pues, en un clima escatológico. La justicia de la que se habla es la definitiva, la que de verdad está en manos de Dios para aquella mentalidad.

La parábola del juez y la viuda no tiene explicación ni aplicación posible desde nuestra religiosidad actual. Hoy sabemos que Dios no puede tener ahora una postura y otra para el final de los tiempos. Dios es siempre el mismo y no puede cambiar para amoldarse a una petición.

No se trata de esperar al final del tiempo para descubrir la bondad de Dios sino de descubrir la paradoja de ver a Dios presente incluso en todas las calamidades, injusticias y sufrimientos de los hombres.

El mensaje para nosotros es que no debemos desanimarnos, aún sabiendo que Dios no va a responder a nuestras peticiones como desearíamos.

Para comprender la parábola, hay que tener en cuenta que la viuda era el prototipo de desamparo, como el domingo pasado el leproso era el prototipo de marginación.

La confianza a pesar de que todo estaba en contra, es la base de su actitud, que le lleva a conseguir lo que quería, incluso de un juez injusto. La parábola no quiere equiparar a Dios al juez injusto, pero la verdad es que, como el juez, una y otra vez se calla y no responde.

“Les hará justicia sin tardar”, alude a la creencia generalizada de la cercanía del final. Aunque lo tienen todo en contra, los cristianos deben confiar. Dios no puede abandonarlos.

El tema es de máxima importancia, porque la oración, en cualquiera de sus formas, es una de las manifestaciones religiosas que más nos dice sobre nuestra manera de entender a Dios y al hombre. En concreto, lo que esperamos de la oración de petición nos puede servir de test para comprender el estadio en que se encuentra nuestra religiosidad.

La imagen de Moisés con las manos levantadas para que Israel venza, nos desorienta porque está a años luz de nuestra comprensión de la divinidad. Esa idea de Dios “todopoderoso” que se ha mantenido invariable desde el paleolíti­co es la que tiene que cambiar.

Agustín con su genialidad nos ha metido por un callejón sin salida cuando afirmó que la oración no era eficaz, quia malum, quia mala, quia male. Que quiere decir: porque soy malo, porque pido cosas malas, porque las pido de mala manera. Este razonamiento es insostenible, porque, constatado que Dios no responde, nos las arreglamos para dejar a salvo a Dios, pues la culpa la tenemos siempre nosotros.

De manera menos lapidaria yo me atrevo a decir: Si rezamos, esperando que Dios cambie la realidad: malo. Si esperamos que cambien los demás, malo, malo. Si pedimos, esperando que el mismo Dios cambie: malo, malo, malo. Y si terminamos creyendo que Dios me ha hecho caso y me ha concedido lo que le pedía: rematadamente malo.

Cualquier argucia es buena, con tal de no vernos obligados a hacer lo único que es posible y además, está en nuestras manos: cambiar nosotros.

No es tarea de Dios impartir justicia humana, y la justicia divina se está realizando en todo momento. Para Él todo está en orden en cada instante. No tiene que reparar ningún desequilibrio porque para Dios el injusto es el que se daña a sí mismo en primer lugar. Pero, además, el que es objeto de injusticia no será afectado en su verdadero ser si él no se deja arrastrar por la misma injusticia.

La justicia humana se impone por el poder judicial. Cuando pedimos a Dios que imponga “justicia” le estamos pidiendo que actúe como los poderosos. Dios no puede actuar contra nadie por muchas fechorías que haya hecho. Dios está siempre con los oprimidos, pero nunca para concederles la revancha contra los opresores. Esta es la clave para entender al Dios de Jesús.

La conclusión de que Dios hace justicia siempre exige muchas matizaciones. En la Biblia “hacer justicia” es liberar al oprimido. Ésta sería la acción más propia de Dios. El problema está en que la experiencia nos dice lo contrario. Ante las mayores injusticias de entonces y de ahora, Dios se calla.

Es muy difícil armonizar este silencio de Dios con la insistencia en la eficacia de la oración. Dios no puede hacer justicia, tal como la entendemos los humanos. Algo tiene que cambiar en este discurso para no seguir haciendo el ridículo.

No se trata de la oración en general, sino de una oración muy concreta: la petición a Dios de justicia para los oprimidos. No tenemos que esperar en la acción puntual de Dios, sino descubrir su presencia en todo acontecer y en toda situación.

Es mucho más importante saber aguantar la injusticia
que alcanzar nuestra justicia.

Es mucho más importante ser siempre “justos”
que conseguir justicia de otros.

La justicia de Dios es una actitud que permite descubrir todo lo que puedo esperar en el momento actual, sin que Dios tenga que hacer nada, menos teniendo que echar mano de su poder.

La oración no la hago para que la oiga Dios,
sino para escucharla yo mismo
y darme la ocasión de profundizar en el conocimiento de mí ser profundo.

Todo ello me llevará a dar sentido al sinsentido aparente. El silencio de Dios me obliga a profundizar en la realidad que me desborda y a buscar la verdadera salida, no la salida fácil de una solución externa del problema, sino la búsqueda del verdadero sentido de mi vida en esa circunstancia.

Mi justicia la tengo que hacer yo en mí.
La injusticia del otro no me debe hacer injusto a mí.

El final del relato es desconcertante: “Pero cuando venga el Hijo de hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? Parece que no viene a cuento, porque hace referencia al final del capítulo anterior, donde hablaba de la última venida del Hijo del hombre.

Este capítulo 18 empezaba diciendo que la parábola tenía como objetivo enseñar a los discípulos, cómo tenían que orar sin desanimarse. Una vez más está en juego la fe-confianza. Una vez más, la oración y la fe-confianza se muestran inseparables.

La duda de Jesús no la pone en Dios, sino en los hombres. Dios no puede fallar, pero nosotros fallamos en las expectativas que ponemos en Él.

Una vez más se advierte el trasfondo de las dificultades por la que está atravesando la comunidad cuando se escribe el evangelio.




Meditación-contemplación


La plenitud de la justicia está en la entrega absoluta y total.
Esto no tiene nada que ver con nuestra justicia.
La mayor de las injusticias sufrida desde esta perspectiva,
es compatible con la plenitud humana más absoluta.
.....................

Jesús en la cruz, llegó a la plenitud humana
porque se identificó totalmente con Dios.
Ahí está su máxima gloria.
Ese es el camino que él ha marcado para todo ser humano.
Darse totalmente es la meta más alta que puede alcanzar el hombre.
.....................

Nuestra justicia está siempre mezclada con la venganza.
Mi plenitud no está en la derrota del enemigo
sino en dejarme derrotar por mantenerme en el amor.
Esto es el evangelio. ¿Quién se lo cree?
…………………..


Fray Marcos

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