Fiel cumplidor de la ley y los preceptos religiosos, el fariseo se siente “justo” frente a Dios y con derecho a criticar y condenar a aquellos que no cumplen con la ley, la moral y las normas religiosas. Confía en sí mismo… no necesita de Dios. El publicano confía en el amor de Dios.
Cumplir las normas no nos hace más personas. El fariseo considera que ha llegado al final, el publicano sabe que tiene un futuro por delante. Descubrir que tenemos un futuro que construir es lo que nos justifica ante Dios. Quien se cree con derecho a condenar a otros ya ha perdido sus supuestos “méritos”.
Aquí tienes algunos materiales para reflexionar.
Cuenta C. G. Vallés en su libro “Vida en abundancia”:
Era un día muy caluroso. El tren se detuvo en la estación. Y un niño estaba vendiendo agua desde los andenes.
Se acercó un señor a la ventanilla y le preguntó: “¿Cuánto cobras por el pocillo de agua?”. “Cincuenta céntimos de rupia”, respondió el muchacho. “Te doy treinta” regateo el caballero.
Y el muchacho, sin hacerle caso siguió adelante donde otros muchos le estaban solicitando el agua.
El señor se molestó y le grito: “¡Te he llamado yo primero!”
Pero el muchacho con gran entereza le contestó: “A usted yo no le vendo agua, Señor. Usted no tiene sed. Si tuviera sed usted no regatearía”.
Para beber agua hay que tener sed.
Quien no tiene sed no siente necesidad del agua.
Para orar hay que tener verdadero deseo de orar.
Para orar hay que tener sed de Dios.
Para orar hay que tener sed de la amistad y la comunión con Dios.
Un día de sol un elefante se bañaba en un río de la jungla. Un ratón se acercó a la orilla y contemplaba al elefante y le dijo: elefante, sal del agua.
-¿Por qué?
– Cuando salgas te lo diré.
El elefante salió del agua y le preguntó: ¿Qué quieres, ratón?
Sólo quería ver si llevabas puesto mi traje de baño.
El domingo pasado, el Señor nos decía que hay que orar siempre sin desanimarse y nos contaba el cuento del juez malvado y la viuda persistente e insistente.
Hoy, el Señor quiere denunciar “a los que se creen justos y desprecian a los demás”.
Hoy, el Señor quiere sacar los colores a unos cuantos de nosotros. Y a través de estos dos personajes del evangelio, el fariseo y el publicano, nos quiere hacer ver cómo es Dios y cómo somos nosotros.
Michel Quoist cuenta en uno de sus libros: Fue un día a visitar a un anciano y encontró que su rostro era lo más feo que había visto jamás: surcado por enormes arrugas, cubierto de manchas rojas como por efectos de un bombardeo, cruzado todo él de pelos mal afeitados. Pero, junto a él, su esposa, anciana también, le acariciaba y le decía: “Amor mío, ¡qué guapo eres!”. Quoist se sentía molesto ante aquella farsa. Y pensaba: “¿Cómo se puede estar ciego hasta este punto? Pero, entonces, ocurrió algo: el moribundo, al sentirse acariciado, entreabrió los ojos y, en su rostro, apareció una sonrisa pálida, vacilante, como el sol cuando atraviesa unas nubes oscuras. Miró largo rato a su mujer. Se disiparon las nubes y estalló la sonrisa irradiando todo el rostro.
Y sólo entonces el escritor descubrió que aquel rostro era hermoso. Ahora vio Quoist lo que, antes, sólo veía la vieja. Y se dio cuenta de que tenía razón. Porque el amor no es ciego. Al contrario, ve lo que los demás no ven. Debajo de aquel rostro feo estaba la sonrisa que, sin amor, no podía ni imaginarse y que podía derribar toda la fealdad de aquel rostro apagado.
Ésta es la razón por la que uno se pregunta a veces: “¿Qué es lo que hace que, mientras algunos sólo ven lo negro del mundo, otros encuentren en él motivos y razones de esperanza? No depende, claro, de los ojos, sino de lo que hay detrás de los ojos.
Aquellos que sólo ven suciedad en todo lo que les envuelve, yo tengo la impresión de que es, porque llevan la suciedad dentro de ellos mismos.
Ortega decía que los hombres no vemos con los ojos, sino a través de ellos”. Es cierto: a través de los ojos proyectamos sobre el mundo lo que tenemos dentro.
Es nuestra alma quien ve la realidad más que los ojos.
Y así es como los amargados sólo ven amargura y los esperanzados lo inundan todo de esperanza…
Cumplir las normas no nos hace más personas. El fariseo considera que ha llegado al final, el publicano sabe que tiene un futuro por delante. Descubrir que tenemos un futuro que construir es lo que nos justifica ante Dios. Quien se cree con derecho a condenar a otros ya ha perdido sus supuestos “méritos”.
Aquí tienes algunos materiales para reflexionar.
Cuenta C. G. Vallés en su libro “Vida en abundancia”:
Era un día muy caluroso. El tren se detuvo en la estación. Y un niño estaba vendiendo agua desde los andenes.
Se acercó un señor a la ventanilla y le preguntó: “¿Cuánto cobras por el pocillo de agua?”. “Cincuenta céntimos de rupia”, respondió el muchacho. “Te doy treinta” regateo el caballero.
Y el muchacho, sin hacerle caso siguió adelante donde otros muchos le estaban solicitando el agua.
El señor se molestó y le grito: “¡Te he llamado yo primero!”
Pero el muchacho con gran entereza le contestó: “A usted yo no le vendo agua, Señor. Usted no tiene sed. Si tuviera sed usted no regatearía”.
Para beber agua hay que tener sed.
Quien no tiene sed no siente necesidad del agua.
Para orar hay que tener verdadero deseo de orar.
Para orar hay que tener sed de Dios.
Para orar hay que tener sed de la amistad y la comunión con Dios.
Un día de sol un elefante se bañaba en un río de la jungla. Un ratón se acercó a la orilla y contemplaba al elefante y le dijo: elefante, sal del agua.
-¿Por qué?
– Cuando salgas te lo diré.
El elefante salió del agua y le preguntó: ¿Qué quieres, ratón?
Sólo quería ver si llevabas puesto mi traje de baño.
El domingo pasado, el Señor nos decía que hay que orar siempre sin desanimarse y nos contaba el cuento del juez malvado y la viuda persistente e insistente.
Hoy, el Señor quiere denunciar “a los que se creen justos y desprecian a los demás”.
Hoy, el Señor quiere sacar los colores a unos cuantos de nosotros. Y a través de estos dos personajes del evangelio, el fariseo y el publicano, nos quiere hacer ver cómo es Dios y cómo somos nosotros.
Michel Quoist cuenta en uno de sus libros: Fue un día a visitar a un anciano y encontró que su rostro era lo más feo que había visto jamás: surcado por enormes arrugas, cubierto de manchas rojas como por efectos de un bombardeo, cruzado todo él de pelos mal afeitados. Pero, junto a él, su esposa, anciana también, le acariciaba y le decía: “Amor mío, ¡qué guapo eres!”. Quoist se sentía molesto ante aquella farsa. Y pensaba: “¿Cómo se puede estar ciego hasta este punto? Pero, entonces, ocurrió algo: el moribundo, al sentirse acariciado, entreabrió los ojos y, en su rostro, apareció una sonrisa pálida, vacilante, como el sol cuando atraviesa unas nubes oscuras. Miró largo rato a su mujer. Se disiparon las nubes y estalló la sonrisa irradiando todo el rostro.
Y sólo entonces el escritor descubrió que aquel rostro era hermoso. Ahora vio Quoist lo que, antes, sólo veía la vieja. Y se dio cuenta de que tenía razón. Porque el amor no es ciego. Al contrario, ve lo que los demás no ven. Debajo de aquel rostro feo estaba la sonrisa que, sin amor, no podía ni imaginarse y que podía derribar toda la fealdad de aquel rostro apagado.
Ésta es la razón por la que uno se pregunta a veces: “¿Qué es lo que hace que, mientras algunos sólo ven lo negro del mundo, otros encuentren en él motivos y razones de esperanza? No depende, claro, de los ojos, sino de lo que hay detrás de los ojos.
Aquellos que sólo ven suciedad en todo lo que les envuelve, yo tengo la impresión de que es, porque llevan la suciedad dentro de ellos mismos.
Ortega decía que los hombres no vemos con los ojos, sino a través de ellos”. Es cierto: a través de los ojos proyectamos sobre el mundo lo que tenemos dentro.
Es nuestra alma quien ve la realidad más que los ojos.
Y así es como los amargados sólo ven amargura y los esperanzados lo inundan todo de esperanza…
ORACIÓN
Tú prefieres siempre lo sencillo
Señor, tú te fijas en la anciana que echa una monedita,
en el que ora en el último rincón del templo,
en el que es más sencillo y más pequeño
y nosotros, mientras, queremos parecer grandes,
importantes, los mejores, los principales.
Así de pequeños somos por dentro, Señor,
que necesitamos parecer más de lo que somos,
que vendemos una imagen magnificada,
que por dentro competimos con los demás,
para disimular nuestra fragilidad.
Tú, que conoces cada rincón de nuestra mente,
que nos formaste en el vientre de nuestra madre,
que tienes contados cada uno de nuestros cabellos,
sabes de nuestra pequeñez y de la necesidad de «fardar»,
que somos competitivos y poco igualitarios.
Haznos, Señor, personas fraternas,
que se saben pequeñas y grandes al mismo tiempo,
que aceptan sus deficiencias como algo humano,
que reconocen sus carencias y sus necesidades
y que saben que dependen de los demás,
igual que los demás necesitan de ellos.
Haznos una gran familia, Señor,
de gente sencilla, que se ayuda,
que se complementa, que se apoya,
que comparte sus riquezas
y se facilita la vida en las dificultades,
que está atenta a lo que necesita el otro
y que sabe recibir con naturalidad y sencillez.
Haznos como tú, Señor,
pequeños por fuera pero muy grandes por dentro.
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Hoy se celebra la Jornada Mundial de las Misiones
Tú prefieres siempre lo sencillo
Señor, tú te fijas en la anciana que echa una monedita,
en el que ora en el último rincón del templo,
en el que es más sencillo y más pequeño
y nosotros, mientras, queremos parecer grandes,
importantes, los mejores, los principales.
Así de pequeños somos por dentro, Señor,
que necesitamos parecer más de lo que somos,
que vendemos una imagen magnificada,
que por dentro competimos con los demás,
para disimular nuestra fragilidad.
Tú, que conoces cada rincón de nuestra mente,
que nos formaste en el vientre de nuestra madre,
que tienes contados cada uno de nuestros cabellos,
sabes de nuestra pequeñez y de la necesidad de «fardar»,
que somos competitivos y poco igualitarios.
Haznos, Señor, personas fraternas,
que se saben pequeñas y grandes al mismo tiempo,
que aceptan sus deficiencias como algo humano,
que reconocen sus carencias y sus necesidades
y que saben que dependen de los demás,
igual que los demás necesitan de ellos.
Haznos una gran familia, Señor,
de gente sencilla, que se ayuda,
que se complementa, que se apoya,
que comparte sus riquezas
y se facilita la vida en las dificultades,
que está atenta a lo que necesita el otro
y que sabe recibir con naturalidad y sencillez.
Haznos como tú, Señor,
pequeños por fuera pero muy grandes por dentro.
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Hoy se celebra la Jornada Mundial de las Misiones
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