Por Dolores Aleixandre
Lo he pasado estupendamente este verano leyendo una novela con este título de un tal “Monseñor Pietro de Paoli” que me imagino es un seudónimo.
Como se ve por el título, va de eclesio-ficción, pero lo que me ha sorprendido ha sido darme cuenta de qué normales y naturalísimas me han resultado las cosas que pasan en ella: un papa que dimite al cumplir los 80 porque es la edad límite para los cardenales; un sínodo europeo que decide la ordenación de hombres casados; una influencia creciente de los “Templarios de Cristo” con su rama seglar “Templum Christi”, hasta que uno de ellos llega a papa; comienza una “década negra” hasta que se muere y eligen a un francés que emprende grandes reformas pero muere en un atentado y finalmente a Tomás I, el protagonista de la novela, viudo con dos hijas y premio Nobel de la Paz por haberla conseguido entre israelíes y palestinos.
Una de sus decisiones es crear en cada diócesis un organismo de reconciliación para los hombres y mujeres que se encuentran en una situación canónica de separación o de ruptura y desean restablecer su comunión eclesial. Otra, nombrar cardenalas a tres mujeres: una teóloga feminista, una directora general de la UNESCO y una monja dedicada a los últimos.
A lo que voy no es tanto a contarles la novela, que se la pueden comprar, sino a compartir los efectos de su lectura, mayormente el de que muchas cosas de las que ahora vivimos, han empezado a parecerme raras. Ya antes me lo parecían un poco, pero ahora se me ha agudizado esa sensación:
¿No es raro que estando en el Evangelio tan clarito lo de “no llaméis a nadie señor, no llaméis a nadie padre”, tengamos la Iglesia llena de padres, abades, monseñores y eminencias ilustrísimas?
¿No es raro que haya obispos a quienes no les alegre que haya curas capaces de convocar a gentes del margen, o que sean queridos por los inmigrantes a los que ha dado cobijo?
¿No es raro que estando constituida la mitad de la humanidad por hombres y la otra mitad por mujeres (menos en China donde hay menos), no haya rastro ni huella de esta segunda mitad en el gobierno de la Iglesia?
¿No es raro que siendo la Eucaristía el centro de la vida de la Iglesia y habiendo en tantos lugares escasez de clero, siga estando supeditada su celebración a que haya algún varón célibe ordenado para hacerlo?
¿No es raro que nos resulte asombroso y digno de encarecido encomio que la Conferencia Episcopal de EE.UU. declare: “Recomendamos insistentemente que en todos los programas de formación de candidatos al diaconado y al sacerdocio, se enfatice la im portancia de que el clero sea capaz de trabajar y cooperar con un talante igualitario con mu jeres, dejando de lado cualquier espíritu com petitivo”? ¿Quizá porque nos resulta inimaginable que se recomiende algo parecido en algún seminario diocesano de por aquí?
¿No es raro que los temas relacionados con la clase de religión o la dichosa asignatura de educación para la ciudadanía provoquen tanto sofoco y tantas declaraciones, y no exista en cambio ni una dedicada a recordar a quienes contratan mujeres sin papeles en el servicio doméstico, que pecan gravemente si las explotan?
Rarísimo todo, no cabe duda. Pero, quizá a fuerza de parecérnoslo, vayamos encontrando mucho más normales cosas que el evangelio parece dar por supuestas y que aún tenemos bloqueadas.
El desenrarecedor que nos desenrareciere, buen desenrarecedor será. Y ¿no parece que Jesús tenía precisamente esa cualidad?
LA TORRE
del libro Vaticano 2035
de Mons. Pietro di Paoli
Ed. de Bolsillo, Barcelona 2006
pp. 558-561
“Durante mucho tiempo he intentado descubrir qué grandes bienes eran esos que me agobiaban, que agobiaban a la Iglesia que Pedro y sus sucesores recibieron a su cargo. Entonces miré alrededor para descubrir cuál era ese tesoro, la riqueza inmensa sobre la que descansamos.
Y eso fue lo que apareció ante mí: este tesoro se parece a una torre; sin duda la más increíble, la más bella construcción que la humanidad ha sabido erigir con manos humanas de generación en generación desde hace veinte siglos; una torre que va más allá de las lenguas y las culturas de todos sus constructores, que supera los miedos y las dudas, que va más allá del tiempo y la historia, de la geografía, de las desavenencias y las transformaciones, de las tribulaciones; una torre a la que no dejamos de añadir piedras, que crece sin cesar, tendida hacia el cielo, tendida hacia el Padre, fundada sobre Cristo y el Evangelio.
Los constructores no han sido unos locos, no han edificado sobre arena sino sobre la roca, sobre Cristo; y las piedras que son los padres, Ireneo, Jerónimo, Agustín; las piedras que son los doctores, Juan Crisóstomo, Tomás, Teresa de Ávila y Juan Pablo el Grande, ascienden todas hacia el cielo, hacia Dios.
¿Quién puede destruir esta Torre? ¿Quién puede desear destruida? Ella es nuestro tesoro, la Tradición, lo que, desde nuestros primeros padres hasta los últimos, nos ha educado en la comprensión de la Escritura, en el desvelamiento de la Verdad revelada.
Sé que nuestra Torre no nos permitirá nunca tocar a Dios, conocerlo; pero ¡qué tentadora es la ilusión de pensar que Dios se deja atrapar! ¡Qué fácil es, para quien se encuentra tan alto, tan cerca del cielo, quemado por el sol, pensar que comprenderá, que lo comprenderá todo, y que incluso atrapará la luz e iluminará su torre!
Cuando Dios viene al mundo, no se explica; se entrega.
En la cima de nuestras sumas teológicas, en el remate del edificio, en las capas de nubes entre la Tierra y el cielo, nos parece ya oír el canto de los ángeles; nuestro saber nos ha acercado a sus alabanzas.
Ya no somos del mundo, ahora estamos fuera del mundo, y desde estas alturas, aéreos ya, podemos observar el mundo de los hombres: los paisajes aplastados por la altitud, desfigurados por la altura, reducidos a simples motivos geométricos, rectángulos de campos, manchas de ciudades y trazos de carreteras; un mundo que parece simple. ¡Qué tentadora es esta ilusión de pensar que el mundo se deja ordenar! ¡Que podemos poseer la explicación de sus desórdenes, para escribir su historia clara, recta, inspirada!
Cuando Dios viene al mundo, no lo explica; recorre sus caminos.
¿Qué hemos hecho de la Torre, edificio sin arquitecto cuyas piedras han sido colocadas aquí, y allá rechazadas?
Construcción anárquica a veces, cuya belleza reside en su grandeza: algunas torrecillas frágiles son como excrecencias; algunas escaleras no conducen a ninguna parte; algunas cámaras son habitaciones ciegas, sin salida... y en adelante nadie se atreve a sacar la menor piedra, por miedo a que el edificio se derrumbe. ¿Hay que ocultar esta anarquía de las piedras agrupadas, hay que levantar murallas en torno al bosque de piedras, en torno a la abundancia mineral de la Torre, para disimular nuestra debilidad a ojos de los adversarios?
Desde hace veinte siglos hemos levantado murallas en torno a nuestra roca fundacional, para que nadie pudiera llegar a Cristo sin pasar por nuestras puertas y nuestros puentes.
Desde hace veinte siglos cimentamos las piedras, levantamos otros muros, infalibles, inexpugnables, en torno a nuestras piedras; nos parece que la empresa está muy cerca de triunfar, que pronto tocaremos el cielo; hay que evitar que el Adversario suba y penetre en nuestros muros...
Las murallas han dado nueva coherencia al edificio; hemos restablecido toda la Torre para formar un solo bloque, poderoso, fortaleza inexpugnable; en adelante, la Tradición viva estará grabada en las tablas de piedra del Dogma; así la tenemos a mano, podemos recorrerla, no se nos escapará. Lo que estaba inscrito en los corazones de carne de los que nos precedieron, está ahora grabado en la piedra.
Desde hace unos meses entreabrimos nuestras puertas para que nuestros hermanos de otras Iglesias cristianas pudieran entrar en la Torre y revisitarla tal vez, aportarle sus piedras... ¡Que vengan! Y, con todas las defensas bajas, podremos acogerlos y dialogar. ¿Es esto suficiente? Creo que es necesario que hagamos más. Creo que el Señor nos llama a abandonar nuestros mayores bienes para seguirlo.
Mientras permanezcamos en la Torre, nos será imposible seguir a Cristo por los caminos; salvo si pensamos que él está allí, que hemos conseguido encerrarlo, que se encuentra cercado en nuestra construcción... ¡Y ay de nosotros si es así! ¡Porque nos estaremos engañando sobre nosotros mismos y sobre Dios!
Creo que tenemos que descender de la Torre. Creo que debemos dejarla atrás, sin giramos, sabiendo que se yergue aún en la lejanía; dejemos que los historiadores, los arqueólogos del dogma, la revisiten, tomándose el tiempo de recorrer sus salas, sus sótanos, de acariciar las piedras, de contemplar el conjunto.
Pero nosotros dejemos atrás las piedras muertas, no nos llevemos con nosotros sino la Tradición viva y la Palabra, emprendamos el camino desde hoy para seguir al Hijo del Hombre, que no tiene una madriguera como el zorro, que no tiene una piedra donde reposar la cabeza. Nosotros le interrogamos: «¿Dónde habitas? Y él nos llama: «Venid y ved...
Vayamos. Veamos.
Pongámonos en camino, dejemos de ascender hacia el cielo; recorramos la Tierra, simplemente desarmados por su Palabra, leyendo y releyendo lo que nuestros padres supieron y conocieron de Dios, inspirados por el Espíritu Santo; pero sosteniendo que no sabemos nada.
Bajemos de la Torre, surquemos la Tierra, para que de todas las naciones hagamos discípulos. Y Él estará, lo prometió, siempre con nosotros hasta el fin del mundo.
Como se ve por el título, va de eclesio-ficción, pero lo que me ha sorprendido ha sido darme cuenta de qué normales y naturalísimas me han resultado las cosas que pasan en ella: un papa que dimite al cumplir los 80 porque es la edad límite para los cardenales; un sínodo europeo que decide la ordenación de hombres casados; una influencia creciente de los “Templarios de Cristo” con su rama seglar “Templum Christi”, hasta que uno de ellos llega a papa; comienza una “década negra” hasta que se muere y eligen a un francés que emprende grandes reformas pero muere en un atentado y finalmente a Tomás I, el protagonista de la novela, viudo con dos hijas y premio Nobel de la Paz por haberla conseguido entre israelíes y palestinos.
Una de sus decisiones es crear en cada diócesis un organismo de reconciliación para los hombres y mujeres que se encuentran en una situación canónica de separación o de ruptura y desean restablecer su comunión eclesial. Otra, nombrar cardenalas a tres mujeres: una teóloga feminista, una directora general de la UNESCO y una monja dedicada a los últimos.
A lo que voy no es tanto a contarles la novela, que se la pueden comprar, sino a compartir los efectos de su lectura, mayormente el de que muchas cosas de las que ahora vivimos, han empezado a parecerme raras. Ya antes me lo parecían un poco, pero ahora se me ha agudizado esa sensación:
¿No es raro que estando en el Evangelio tan clarito lo de “no llaméis a nadie señor, no llaméis a nadie padre”, tengamos la Iglesia llena de padres, abades, monseñores y eminencias ilustrísimas?
¿No es raro que haya obispos a quienes no les alegre que haya curas capaces de convocar a gentes del margen, o que sean queridos por los inmigrantes a los que ha dado cobijo?
¿No es raro que estando constituida la mitad de la humanidad por hombres y la otra mitad por mujeres (menos en China donde hay menos), no haya rastro ni huella de esta segunda mitad en el gobierno de la Iglesia?
¿No es raro que siendo la Eucaristía el centro de la vida de la Iglesia y habiendo en tantos lugares escasez de clero, siga estando supeditada su celebración a que haya algún varón célibe ordenado para hacerlo?
¿No es raro que nos resulte asombroso y digno de encarecido encomio que la Conferencia Episcopal de EE.UU. declare: “Recomendamos insistentemente que en todos los programas de formación de candidatos al diaconado y al sacerdocio, se enfatice la im portancia de que el clero sea capaz de trabajar y cooperar con un talante igualitario con mu jeres, dejando de lado cualquier espíritu com petitivo”? ¿Quizá porque nos resulta inimaginable que se recomiende algo parecido en algún seminario diocesano de por aquí?
¿No es raro que los temas relacionados con la clase de religión o la dichosa asignatura de educación para la ciudadanía provoquen tanto sofoco y tantas declaraciones, y no exista en cambio ni una dedicada a recordar a quienes contratan mujeres sin papeles en el servicio doméstico, que pecan gravemente si las explotan?
Rarísimo todo, no cabe duda. Pero, quizá a fuerza de parecérnoslo, vayamos encontrando mucho más normales cosas que el evangelio parece dar por supuestas y que aún tenemos bloqueadas.
El desenrarecedor que nos desenrareciere, buen desenrarecedor será. Y ¿no parece que Jesús tenía precisamente esa cualidad?
Dolores Aleixandre
ALANDAR
ALANDAR
LA TORRE
del libro Vaticano 2035
de Mons. Pietro di Paoli
Ed. de Bolsillo, Barcelona 2006
pp. 558-561
Palabras del papa Tomás I, año 2035.
“Durante mucho tiempo he intentado descubrir qué grandes bienes eran esos que me agobiaban, que agobiaban a la Iglesia que Pedro y sus sucesores recibieron a su cargo. Entonces miré alrededor para descubrir cuál era ese tesoro, la riqueza inmensa sobre la que descansamos.
Y eso fue lo que apareció ante mí: este tesoro se parece a una torre; sin duda la más increíble, la más bella construcción que la humanidad ha sabido erigir con manos humanas de generación en generación desde hace veinte siglos; una torre que va más allá de las lenguas y las culturas de todos sus constructores, que supera los miedos y las dudas, que va más allá del tiempo y la historia, de la geografía, de las desavenencias y las transformaciones, de las tribulaciones; una torre a la que no dejamos de añadir piedras, que crece sin cesar, tendida hacia el cielo, tendida hacia el Padre, fundada sobre Cristo y el Evangelio.
Los constructores no han sido unos locos, no han edificado sobre arena sino sobre la roca, sobre Cristo; y las piedras que son los padres, Ireneo, Jerónimo, Agustín; las piedras que son los doctores, Juan Crisóstomo, Tomás, Teresa de Ávila y Juan Pablo el Grande, ascienden todas hacia el cielo, hacia Dios.
¿Quién puede destruir esta Torre? ¿Quién puede desear destruida? Ella es nuestro tesoro, la Tradición, lo que, desde nuestros primeros padres hasta los últimos, nos ha educado en la comprensión de la Escritura, en el desvelamiento de la Verdad revelada.
Sé que nuestra Torre no nos permitirá nunca tocar a Dios, conocerlo; pero ¡qué tentadora es la ilusión de pensar que Dios se deja atrapar! ¡Qué fácil es, para quien se encuentra tan alto, tan cerca del cielo, quemado por el sol, pensar que comprenderá, que lo comprenderá todo, y que incluso atrapará la luz e iluminará su torre!
Cuando Dios viene al mundo, no se explica; se entrega.
En la cima de nuestras sumas teológicas, en el remate del edificio, en las capas de nubes entre la Tierra y el cielo, nos parece ya oír el canto de los ángeles; nuestro saber nos ha acercado a sus alabanzas.
Ya no somos del mundo, ahora estamos fuera del mundo, y desde estas alturas, aéreos ya, podemos observar el mundo de los hombres: los paisajes aplastados por la altitud, desfigurados por la altura, reducidos a simples motivos geométricos, rectángulos de campos, manchas de ciudades y trazos de carreteras; un mundo que parece simple. ¡Qué tentadora es esta ilusión de pensar que el mundo se deja ordenar! ¡Que podemos poseer la explicación de sus desórdenes, para escribir su historia clara, recta, inspirada!
Cuando Dios viene al mundo, no lo explica; recorre sus caminos.
¿Qué hemos hecho de la Torre, edificio sin arquitecto cuyas piedras han sido colocadas aquí, y allá rechazadas?
Construcción anárquica a veces, cuya belleza reside en su grandeza: algunas torrecillas frágiles son como excrecencias; algunas escaleras no conducen a ninguna parte; algunas cámaras son habitaciones ciegas, sin salida... y en adelante nadie se atreve a sacar la menor piedra, por miedo a que el edificio se derrumbe. ¿Hay que ocultar esta anarquía de las piedras agrupadas, hay que levantar murallas en torno al bosque de piedras, en torno a la abundancia mineral de la Torre, para disimular nuestra debilidad a ojos de los adversarios?
Desde hace veinte siglos hemos levantado murallas en torno a nuestra roca fundacional, para que nadie pudiera llegar a Cristo sin pasar por nuestras puertas y nuestros puentes.
Desde hace veinte siglos cimentamos las piedras, levantamos otros muros, infalibles, inexpugnables, en torno a nuestras piedras; nos parece que la empresa está muy cerca de triunfar, que pronto tocaremos el cielo; hay que evitar que el Adversario suba y penetre en nuestros muros...
Las murallas han dado nueva coherencia al edificio; hemos restablecido toda la Torre para formar un solo bloque, poderoso, fortaleza inexpugnable; en adelante, la Tradición viva estará grabada en las tablas de piedra del Dogma; así la tenemos a mano, podemos recorrerla, no se nos escapará. Lo que estaba inscrito en los corazones de carne de los que nos precedieron, está ahora grabado en la piedra.
Desde hace unos meses entreabrimos nuestras puertas para que nuestros hermanos de otras Iglesias cristianas pudieran entrar en la Torre y revisitarla tal vez, aportarle sus piedras... ¡Que vengan! Y, con todas las defensas bajas, podremos acogerlos y dialogar. ¿Es esto suficiente? Creo que es necesario que hagamos más. Creo que el Señor nos llama a abandonar nuestros mayores bienes para seguirlo.
Mientras permanezcamos en la Torre, nos será imposible seguir a Cristo por los caminos; salvo si pensamos que él está allí, que hemos conseguido encerrarlo, que se encuentra cercado en nuestra construcción... ¡Y ay de nosotros si es así! ¡Porque nos estaremos engañando sobre nosotros mismos y sobre Dios!
Creo que tenemos que descender de la Torre. Creo que debemos dejarla atrás, sin giramos, sabiendo que se yergue aún en la lejanía; dejemos que los historiadores, los arqueólogos del dogma, la revisiten, tomándose el tiempo de recorrer sus salas, sus sótanos, de acariciar las piedras, de contemplar el conjunto.
Pero nosotros dejemos atrás las piedras muertas, no nos llevemos con nosotros sino la Tradición viva y la Palabra, emprendamos el camino desde hoy para seguir al Hijo del Hombre, que no tiene una madriguera como el zorro, que no tiene una piedra donde reposar la cabeza. Nosotros le interrogamos: «¿Dónde habitas? Y él nos llama: «Venid y ved...
Vayamos. Veamos.
Pongámonos en camino, dejemos de ascender hacia el cielo; recorramos la Tierra, simplemente desarmados por su Palabra, leyendo y releyendo lo que nuestros padres supieron y conocieron de Dios, inspirados por el Espíritu Santo; pero sosteniendo que no sabemos nada.
Bajemos de la Torre, surquemos la Tierra, para que de todas las naciones hagamos discípulos. Y Él estará, lo prometió, siempre con nosotros hasta el fin del mundo.
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