Por A. Pronzato
- ...Así sostuvo en alto las manos hasta la puesta del sol... (Ex 17,8-13)
- Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado... (2 Tim 3,14-4,2).
- ...Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará estafe en la tierra? (LC 18,1-8).
«Permanece en lo que has aprendido» (exhortación de Pablo a Timoteo, en la segunda lectura). O sea, intenta convertirte en uno que resiste.
Este puede ser el motivo que da la tonalidad a toda la liturgia de la palabra en este domingo.
La amonestación del apóstol se encuadra ante todo en el ámbito específico de la fe. Por lo que es cuestión de agarrarse exclusivamente a la enseñanza de las sagradas Escrituras (en cuyo programa pedagógico está comprendida la «formación en la justicia»).
Esa palabra inspirada, y por tanto segura, no puede convertirse únicamente en pantalla protectora de nuestra existencia, sino que debe transformarse en anuncio animoso, paciente y obstinado (la obstinación, en las tres lecturas de hoy, afecta tanto a la oración como a la proclamación de la palabra): «Insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía».
Como se ve, el «permanecer firme», o sea, la resistencia, no es una postura pasiva de defensa, sino que se expresa en un dinamismo animoso de iniciativas, que no arrancan de consideraciones oportunistas o de la valoración de condiciones favorables («insiste a tiempo y a destiempo...»).
No se trata de halagar, sino de «reprender, reprochar, exhortar», teniendo presente únicamente la verdad.
Todas estas operaciones, naturalmente, van guiadas por la «magnanimidad» (y no por un ánimo mezquino), y por la «doctrina» (y no por un obtuso fideísmo o por efervescencias pseudo-místicas). Estar de parte de la verdad no significa, automáticamente, ser inteligentes. Los estudiosos advierten cómo Pablo, teniendo presente los verbos empleados, ha enunciado tres formas clásicas del «servicio de la palabra»:
-el anuncio (kerigma)
-la exhortación, la corrección de las posibles desviaciones y el llamamiento a los descarriados (parénesis)
-la consolación, el aliento y el estímulo para quien cede al desaliento y a la debilidad (paraclesis).
Además hemos definido el estilo del pastor que se caracteriza por dos cualidades: «La magnanimidad que comporta confianza y paciencia, y la solidez doctrinal, unida al arte pedagógico y educativo». Y todo bajo el signo de una entrega constante.
La resistencia en la vida
Pero la exhortación de Pablo a «permanecer firmes» no se refiere sólo al ámbito de la fe y de la fidelidad a la palabra, sino que abarca toda la vida del creyente.
Cristiano es alguien que se alista en la «resistencia». Y no la practica en momentos de emergencia, cuando aparecen en el horizonte monstruos inquietantes y despiadados, enemigos declarados y endemoniados.
Se trata de «hacer la resistencia» en los períodos de tranquilidad, cuando el adversario está escondido entre los pliegues de un aparente bienestar (aquí se invierten las partes: es el enemigo, el ocupante abusivo quien actúa clandestinamente). Esos son los momentos en que los valores están amenazados y la vida de todos, en su dimensión de autenticidad y profundidad, está en peligro.
El cristiano «resiste» contra un orden no fundado en la justicia. El creyente «resiste» a rostro descubierto contra todo lo que quita espacio a la libertad, ofende la dignidad del hombre (de cualquier hombre), o sea, contra toda forma de servidumbre, deshumanización, envilecimiento.
El verdadero discípulo de Cristo «hace resistencia» contra todos los fanatismos, las intolerancias, los sectarismos, los integrismos (allá donde se manifiesten, incluso en la propia casa).
El cristiano que «elige la libertad» (y, si es cristiano, no puede menos de hacer esta elección), realiza acciones significativas -aunque arriesgadas- en contra de las persuasivas tiranías de la moda, de las liturgias del conformismo, de las prepotencias del amo de turno, de las prevaricaciones del poder.
El resistente no duda en sembrar desavenencias en medio de los cortejos del consenso organizado, de la adulación más descarada, de las convocatorias para el ofrecimiento «sacrificial» del propio cerebro.
El «permanece firme», a pesar del implacable martilleo y de las provocaciones de la publicidad y de la propaganda, a pesar de los condicionamientos y los chantajes del ambiente, a pesar de los empujones impetuosos del «viento que sopla».
El «partisano» del Dios celoso realiza acciones de sabotaje contra todas las prácticas idolátricas (se desarrollen donde se desarrollen). El cristiano que se alista en la resistencia, renuncia a los atractivos de posiciones tranquilas y privilegiadas, apoyos importantes, carreras facilitadas.
Acepta formar parte de una minoría que se opone a la estupidez general, que vigila y despierta del sueño provocado con métodos artificiales para contagiar a las masas.
No frecuenta los caminos más pisados, sino que sigue la geografía incómoda y los consiguientes itinerarios solitarios sugeridos por la conciencia.
Sabe que, donde suenan las trompetas, difícilmente se practica la adoración al único Señor.
En el fondo, los brazos levantados de Moisés sobre la cima del monte (primera lectura) no son señal de rendición, sino de obstinada resistencia.
Cuando el hombre está en peligro (el hombre, no nuestro clan), y la vida amenazada de inhumanidad, el creyente no puede sino asumir la postura de Moisés.
Y si se sienten débiles, minoría exigua, sospechosos y escarnecidos, ayuda la certidumbre de que «el auxilio me viene del Señor» (salmo responsorial).
Y si los brazos se hacen pesados, no hay que esperar a que los demás nos pongan la piedra debajo para sentarnos.
La piedra es Cristo. Pero no puede emplearse para sentarse. Sirve para permanecer en pie.
Resistencia y oración
Nos falta aludir a la otra cara de la «resistencia»: la de la oración. Esta dimensión se ilustra con el ejemplo de Moisés (hoy se trataría más bien de orar incansablemente contra cualquier guerra. Las batallas solamente se vencen cuando no se combaten. Los verdaderos triunfadores son los mansos, no los violentos) y con la parábola de la pobre viuda en dificultades con un juez «injusto», que no tiene la más mínima intención de defender los derechos del débil (tampoco en aquellos tiempos la justicia funcionaba correctamente y tropezaba con los «tiempos largos», y además con alguna clamorosa... injusticia).
La lección es transparente. Es necesario resistir, no rendirse al cansancio y al desánimo.
En la oración no se concede nada a la velocidad, a la prisa, a la impaciencia.
La oración de la viuda es la oración de la pobreza.
Para nosotros: pobreza en la oración significa saber orar también en la aridez, en el vacío, en la desolación, en la oscuridad más espesa, en el hielo más paralizador.
También cuando no se experimenta nada, no se siente nada, pero se está agarrado por el sentido de la inutilidad.
Rezar también cuando la oración parece imposible. También cuando experimentamos la ausencia.
Me atrevería a decir que el pobre busca a Dios aun cuando Dios le desilusiona, se esconde, desaparece en la noche.
El está allí, sin desanimarse, sin ceder al cansancio, agarrado a la voluntad más que al sentimiento, en la fidelidad de un amor dispuesto a aceptar cualquier prueba.
Sabe que el encuentro, a veces, se realiza en la fiesta. Pero con más frecuencia, se consuma en una vigilia interminable.
La «noche oscura», el frío, la angustia, la no-respuesta, la lejanía, el abandono, el no entender nada, el disgusto, son el «sí» más costoso que el pobre logra decir en la oración.
El pobre se obstina en tener abierta la puerta a este Dios que se niega.
En este contexto podemos meter la inquietante pregunta lanzada por Cristo al final de la parábola: «Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
El «signo» decisivo lo da ciertamente la oración en la interminable noche de la espera.
Alguno ha resistido, no ha cedido al cansancio, ha «permanecido firme», se ha empeñado en tener encendida la lámpara, aunque todas las demás ventanas, una después de otra, se hayan quedado sin la luz.
La lámpara encendida, que se opone tanto a las tinieblas como al viento contrario, no tiene como fin calentar, sino señalar una fidelidad sufrida.
- Permanece en lo que has aprendido y se te ha confiado... (2 Tim 3,14-4,2).
- ...Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará estafe en la tierra? (LC 18,1-8).
Resistencia en la fe
«Permanece en lo que has aprendido» (exhortación de Pablo a Timoteo, en la segunda lectura). O sea, intenta convertirte en uno que resiste.
Este puede ser el motivo que da la tonalidad a toda la liturgia de la palabra en este domingo.
La amonestación del apóstol se encuadra ante todo en el ámbito específico de la fe. Por lo que es cuestión de agarrarse exclusivamente a la enseñanza de las sagradas Escrituras (en cuyo programa pedagógico está comprendida la «formación en la justicia»).
Esa palabra inspirada, y por tanto segura, no puede convertirse únicamente en pantalla protectora de nuestra existencia, sino que debe transformarse en anuncio animoso, paciente y obstinado (la obstinación, en las tres lecturas de hoy, afecta tanto a la oración como a la proclamación de la palabra): «Insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda comprensión y pedagogía».
Como se ve, el «permanecer firme», o sea, la resistencia, no es una postura pasiva de defensa, sino que se expresa en un dinamismo animoso de iniciativas, que no arrancan de consideraciones oportunistas o de la valoración de condiciones favorables («insiste a tiempo y a destiempo...»).
No se trata de halagar, sino de «reprender, reprochar, exhortar», teniendo presente únicamente la verdad.
Todas estas operaciones, naturalmente, van guiadas por la «magnanimidad» (y no por un ánimo mezquino), y por la «doctrina» (y no por un obtuso fideísmo o por efervescencias pseudo-místicas). Estar de parte de la verdad no significa, automáticamente, ser inteligentes. Los estudiosos advierten cómo Pablo, teniendo presente los verbos empleados, ha enunciado tres formas clásicas del «servicio de la palabra»:
-el anuncio (kerigma)
-la exhortación, la corrección de las posibles desviaciones y el llamamiento a los descarriados (parénesis)
-la consolación, el aliento y el estímulo para quien cede al desaliento y a la debilidad (paraclesis).
Además hemos definido el estilo del pastor que se caracteriza por dos cualidades: «La magnanimidad que comporta confianza y paciencia, y la solidez doctrinal, unida al arte pedagógico y educativo». Y todo bajo el signo de una entrega constante.
La resistencia en la vida
Pero la exhortación de Pablo a «permanecer firmes» no se refiere sólo al ámbito de la fe y de la fidelidad a la palabra, sino que abarca toda la vida del creyente.
Cristiano es alguien que se alista en la «resistencia». Y no la practica en momentos de emergencia, cuando aparecen en el horizonte monstruos inquietantes y despiadados, enemigos declarados y endemoniados.
Se trata de «hacer la resistencia» en los períodos de tranquilidad, cuando el adversario está escondido entre los pliegues de un aparente bienestar (aquí se invierten las partes: es el enemigo, el ocupante abusivo quien actúa clandestinamente). Esos son los momentos en que los valores están amenazados y la vida de todos, en su dimensión de autenticidad y profundidad, está en peligro.
El cristiano «resiste» contra un orden no fundado en la justicia. El creyente «resiste» a rostro descubierto contra todo lo que quita espacio a la libertad, ofende la dignidad del hombre (de cualquier hombre), o sea, contra toda forma de servidumbre, deshumanización, envilecimiento.
El verdadero discípulo de Cristo «hace resistencia» contra todos los fanatismos, las intolerancias, los sectarismos, los integrismos (allá donde se manifiesten, incluso en la propia casa).
El cristiano que «elige la libertad» (y, si es cristiano, no puede menos de hacer esta elección), realiza acciones significativas -aunque arriesgadas- en contra de las persuasivas tiranías de la moda, de las liturgias del conformismo, de las prepotencias del amo de turno, de las prevaricaciones del poder.
El resistente no duda en sembrar desavenencias en medio de los cortejos del consenso organizado, de la adulación más descarada, de las convocatorias para el ofrecimiento «sacrificial» del propio cerebro.
El «permanece firme», a pesar del implacable martilleo y de las provocaciones de la publicidad y de la propaganda, a pesar de los condicionamientos y los chantajes del ambiente, a pesar de los empujones impetuosos del «viento que sopla».
El «partisano» del Dios celoso realiza acciones de sabotaje contra todas las prácticas idolátricas (se desarrollen donde se desarrollen). El cristiano que se alista en la resistencia, renuncia a los atractivos de posiciones tranquilas y privilegiadas, apoyos importantes, carreras facilitadas.
Acepta formar parte de una minoría que se opone a la estupidez general, que vigila y despierta del sueño provocado con métodos artificiales para contagiar a las masas.
No frecuenta los caminos más pisados, sino que sigue la geografía incómoda y los consiguientes itinerarios solitarios sugeridos por la conciencia.
Sabe que, donde suenan las trompetas, difícilmente se practica la adoración al único Señor.
En el fondo, los brazos levantados de Moisés sobre la cima del monte (primera lectura) no son señal de rendición, sino de obstinada resistencia.
Cuando el hombre está en peligro (el hombre, no nuestro clan), y la vida amenazada de inhumanidad, el creyente no puede sino asumir la postura de Moisés.
Y si se sienten débiles, minoría exigua, sospechosos y escarnecidos, ayuda la certidumbre de que «el auxilio me viene del Señor» (salmo responsorial).
Y si los brazos se hacen pesados, no hay que esperar a que los demás nos pongan la piedra debajo para sentarnos.
La piedra es Cristo. Pero no puede emplearse para sentarse. Sirve para permanecer en pie.
Resistencia y oración
Nos falta aludir a la otra cara de la «resistencia»: la de la oración. Esta dimensión se ilustra con el ejemplo de Moisés (hoy se trataría más bien de orar incansablemente contra cualquier guerra. Las batallas solamente se vencen cuando no se combaten. Los verdaderos triunfadores son los mansos, no los violentos) y con la parábola de la pobre viuda en dificultades con un juez «injusto», que no tiene la más mínima intención de defender los derechos del débil (tampoco en aquellos tiempos la justicia funcionaba correctamente y tropezaba con los «tiempos largos», y además con alguna clamorosa... injusticia).
La lección es transparente. Es necesario resistir, no rendirse al cansancio y al desánimo.
En la oración no se concede nada a la velocidad, a la prisa, a la impaciencia.
La oración de la viuda es la oración de la pobreza.
Para nosotros: pobreza en la oración significa saber orar también en la aridez, en el vacío, en la desolación, en la oscuridad más espesa, en el hielo más paralizador.
También cuando no se experimenta nada, no se siente nada, pero se está agarrado por el sentido de la inutilidad.
Rezar también cuando la oración parece imposible. También cuando experimentamos la ausencia.
Me atrevería a decir que el pobre busca a Dios aun cuando Dios le desilusiona, se esconde, desaparece en la noche.
El está allí, sin desanimarse, sin ceder al cansancio, agarrado a la voluntad más que al sentimiento, en la fidelidad de un amor dispuesto a aceptar cualquier prueba.
Sabe que el encuentro, a veces, se realiza en la fiesta. Pero con más frecuencia, se consuma en una vigilia interminable.
La «noche oscura», el frío, la angustia, la no-respuesta, la lejanía, el abandono, el no entender nada, el disgusto, son el «sí» más costoso que el pobre logra decir en la oración.
El pobre se obstina en tener abierta la puerta a este Dios que se niega.
En este contexto podemos meter la inquietante pregunta lanzada por Cristo al final de la parábola: «Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».
El «signo» decisivo lo da ciertamente la oración en la interminable noche de la espera.
Alguno ha resistido, no ha cedido al cansancio, ha «permanecido firme», se ha empeñado en tener encendida la lámpara, aunque todas las demás ventanas, una después de otra, se hayan quedado sin la luz.
La lámpara encendida, que se opone tanto a las tinieblas como al viento contrario, no tiene como fin calentar, sino señalar una fidelidad sufrida.
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