Tengo en mi biblioteca una larga lista de libros sobre la oración. Están escritos por maestros espirituales de gran experiencia, creyentes que pasan muchas horas recogidos ante Dios. Son grandes orantes, capaces de estar en silencio contemplativo ante el Misterio. Su experiencia estimula y orienta la oración de no pocos creyentes.
Sin embargo, hay otras muchas formas de orar que no aparecen en estos libros y que, sin duda, Dios escucha, entiende y acoge con amor. Es la oración de la mayoría, la que nace en los momentos de apuro o en las horas de alegría intensa. La oración de la gente sencilla que, de ordinario, vive bastante olvidada de Dios. La oración de quienes ya no saben muy bien si creen o no. Oración humilde y pobre, nacida casi sin palabras desde lo hondo de la vida. La «oración con minúscula».
¿Cómo no va a entender Dios las lágrimas de esa madre humillada y sola, abandonada por su esposo y agobiada por el cuidado de sus hijos, que pide fuerza y paciencia sin saber siquiera a quién dirige su petición?
¿Cómo no va escuchar el corazón afligido de ese enfermo, alejado hace ya muchos años de la práctica religiosa, que mientras es conducido a la sala de operaciones empieza a pensar en Dios sólo porque el miedo y la angustia le hacen agarrarse a lo que sea, incluso a ese Dios abandonado hace tiempo?
¿Cómo va a ser Dios indiferente ante el gesto de ese hombre que olvidó hace mucho las oraciones aprendidas de niño y que ahora sólo sabe encender una vela ante la Virgen, mirarla con angustia y marcharse triste y apenado porque a su esposa le han pronosticado sólo unos meses de vida?
¿Cómo no va a acoger la alegría de esos jóvenes padres, bastantes despreocupados de la religión, pero que agradecen sorprendidos el regalo de su primer hijo?
Cuando Jesús invita a «orar siempre sin desanimarse» no está pensando probablemente en una oración profunda nacida del silencio interior y la contemplación. Nos está invitando a aliviar la dureza de la vida recordando que tenemos un Padre. Algunos lo hacen con palabras confiadas de creyente, otros con fórmulas repetidas durante siglos por muchas generaciones, otros desde un corazón que casi ha olvidado la fe. A todos escucha Dios con amor.
Sin embargo, hay otras muchas formas de orar que no aparecen en estos libros y que, sin duda, Dios escucha, entiende y acoge con amor. Es la oración de la mayoría, la que nace en los momentos de apuro o en las horas de alegría intensa. La oración de la gente sencilla que, de ordinario, vive bastante olvidada de Dios. La oración de quienes ya no saben muy bien si creen o no. Oración humilde y pobre, nacida casi sin palabras desde lo hondo de la vida. La «oración con minúscula».
¿Cómo no va a entender Dios las lágrimas de esa madre humillada y sola, abandonada por su esposo y agobiada por el cuidado de sus hijos, que pide fuerza y paciencia sin saber siquiera a quién dirige su petición?
¿Cómo no va escuchar el corazón afligido de ese enfermo, alejado hace ya muchos años de la práctica religiosa, que mientras es conducido a la sala de operaciones empieza a pensar en Dios sólo porque el miedo y la angustia le hacen agarrarse a lo que sea, incluso a ese Dios abandonado hace tiempo?
¿Cómo va a ser Dios indiferente ante el gesto de ese hombre que olvidó hace mucho las oraciones aprendidas de niño y que ahora sólo sabe encender una vela ante la Virgen, mirarla con angustia y marcharse triste y apenado porque a su esposa le han pronosticado sólo unos meses de vida?
¿Cómo no va a acoger la alegría de esos jóvenes padres, bastantes despreocupados de la religión, pero que agradecen sorprendidos el regalo de su primer hijo?
Cuando Jesús invita a «orar siempre sin desanimarse» no está pensando probablemente en una oración profunda nacida del silencio interior y la contemplación. Nos está invitando a aliviar la dureza de la vida recordando que tenemos un Padre. Algunos lo hacen con palabras confiadas de creyente, otros con fórmulas repetidas durante siglos por muchas generaciones, otros desde un corazón que casi ha olvidado la fe. A todos escucha Dios con amor.
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