Por Jesús Peláez
Jesús propuso esta parábola para invitar a sus discípulos a no desanimarse en su intento de implantar el reinado de Dios en el mundo. Para ello deben ser constantes en la oración como la viuda lo fue en pedir justicia hasta ser oída.
Como todas las parábolas, ésta tiene también un final fe liz, no tan feliz como la vida misma. Porque, ¿cuánta gente muere sin que se le haga justicia, a pesar de haber estado de por vida suplicando al Dios del cielo? ¿Cuántos mártires esperaron en vano la intervención divina en el momento de su ajusticiamiento? ¿Cuántos pobres luchan por sobrevivir sin que nadie les haga justicia? ¿Cuántos creyentes se preguntan hasta cuándo va a durar el silencio de Dios, cuándo va a inter venir en este mundo de desorden e injusticia legalizada el Dios todopoderoso y justiciero? ¿Cómo permite el Dios de la paz y el amor esas guerras tan sangrientas y crueles, la demen cial carrera de armamentos, el derroche de recursos para la destrucción del medio ambiente, la existencia de un tercer mundo que desfallece de hambre, la consolidación de los des niveles de vida entre países y ciudadanos?
En medio de tanto sufrimiento, al creyente le resulta cada vez más difícil orar, entrar en diálogo con ese Dios a quien Jesús llama 'papá' ('abbá'), para pedirle que 'venga a nosotros tu reino'. Desde la noche oscura de este mundo, desde la injusticia estructural, resulta cada día más duro creer en ese Dios presentado como omnipresente y omnipotente, justiciero y vengador del opresor.
O tal vez haya que cancelar para siempre esa imagen de Dios a la que dan poca base las páginas evangélicas. Porque, leyéndolas, da la impresión de que Dios no es ni omnipotente ni impasible -al menos no ejerce-, sino débil, sufriente, 'padeciente'; el Dios cristiano se revela más en el dar la vida que en el imponer una determinada conducta a los humanos; marcha en la lucha reprimida y frustrada de sus pobres, y no a la cabeza de los poderosos.
El cristiano, consciente de la compañía de Dios en su mar cha hacia la justicia y la fraternidad, no debe desfallecer, debe insistir en la oración, debe pedirle fuerza para perseverar has ta implantar su reinado en un mundo donde dominan otros señores. Sólo la oración lo mantendrá en esperanza.
Hasta tanto se implante ese reinado divino, la situación del cristiano en este mundo se parecerá a la descrita por Pa blo en la carta a los Corintios: «Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desespera dos; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; paseamos continuamente en nuestro cuerpo el suplicio de Jesús, para que también la vida de Jesús se trans parente en nuestro cuerpo; es decir, que a nosotros, que tene mos la vida, continuamente nos entregan a la muerte por causa de Jesús... » (2 Cor 4,8-10).
El cristiano no anda dejado de la mano de Dios. Por la oración sabe que Dios está con él. Incluso la ausencia de Dios, sentida y sufrida, es ya para él un modo de presencia.
Como todas las parábolas, ésta tiene también un final fe liz, no tan feliz como la vida misma. Porque, ¿cuánta gente muere sin que se le haga justicia, a pesar de haber estado de por vida suplicando al Dios del cielo? ¿Cuántos mártires esperaron en vano la intervención divina en el momento de su ajusticiamiento? ¿Cuántos pobres luchan por sobrevivir sin que nadie les haga justicia? ¿Cuántos creyentes se preguntan hasta cuándo va a durar el silencio de Dios, cuándo va a inter venir en este mundo de desorden e injusticia legalizada el Dios todopoderoso y justiciero? ¿Cómo permite el Dios de la paz y el amor esas guerras tan sangrientas y crueles, la demen cial carrera de armamentos, el derroche de recursos para la destrucción del medio ambiente, la existencia de un tercer mundo que desfallece de hambre, la consolidación de los des niveles de vida entre países y ciudadanos?
En medio de tanto sufrimiento, al creyente le resulta cada vez más difícil orar, entrar en diálogo con ese Dios a quien Jesús llama 'papá' ('abbá'), para pedirle que 'venga a nosotros tu reino'. Desde la noche oscura de este mundo, desde la injusticia estructural, resulta cada día más duro creer en ese Dios presentado como omnipresente y omnipotente, justiciero y vengador del opresor.
O tal vez haya que cancelar para siempre esa imagen de Dios a la que dan poca base las páginas evangélicas. Porque, leyéndolas, da la impresión de que Dios no es ni omnipotente ni impasible -al menos no ejerce-, sino débil, sufriente, 'padeciente'; el Dios cristiano se revela más en el dar la vida que en el imponer una determinada conducta a los humanos; marcha en la lucha reprimida y frustrada de sus pobres, y no a la cabeza de los poderosos.
El cristiano, consciente de la compañía de Dios en su mar cha hacia la justicia y la fraternidad, no debe desfallecer, debe insistir en la oración, debe pedirle fuerza para perseverar has ta implantar su reinado en un mundo donde dominan otros señores. Sólo la oración lo mantendrá en esperanza.
Hasta tanto se implante ese reinado divino, la situación del cristiano en este mundo se parecerá a la descrita por Pa blo en la carta a los Corintios: «Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desespera dos; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan; paseamos continuamente en nuestro cuerpo el suplicio de Jesús, para que también la vida de Jesús se trans parente en nuestro cuerpo; es decir, que a nosotros, que tene mos la vida, continuamente nos entregan a la muerte por causa de Jesús... » (2 Cor 4,8-10).
El cristiano no anda dejado de la mano de Dios. Por la oración sabe que Dios está con él. Incluso la ausencia de Dios, sentida y sufrida, es ya para él un modo de presencia.
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