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martes, 2 de noviembre de 2010

Cuando la sencillez da en el clavo

Por J. Rovira, cmf.



Estamos en Noviembre, el mes dedicado de una manera especial a recordar a nuestros queridos difuntos. Es curioso que, ante el hecho de la muerte, las varias culturas reaccionen a veces de manera totalmente diversa, incluso entre creyentes.

En los países católicos que rodean el mar Mediterráneo (Italia, España...), predomina el sentimiento de tristeza, añoranza, miedo...; casi casi como si nuestra fe cristiana no lograra ayudarnos a superar la comprensible nostalgia humana ante la desaparición de este mundo de parientes y amigos que hemos amado en vida con tanta sinceridad, o con los cuales al menos hemos compartido un trecho más o menos largo de nuestra existencia. Basta recordar a nuestros padres, abuelos, tal vez hermanos o hijos..., amigos particularmente íntimos o bienhechores. Recordándolos, fácilmente nos conmovemos todavía o incluso se nos asoman las lágrimas a los ojos.

En otras culturas, en cambio, predomina la esperanza, el sentimiento de cercanía e incluso la alegría de poder acercarnos físicamente a nuestros difuntos, yendo a visitarles en el cementerio. Recuerdo lo vivido años atrás en un país católico como Filipinas. Durante los primeros días de Noviembre era un problema ir a visitar a nuestros difuntos en uno de los cementerios de la capital, Manila. El cementerio se llenaba de gente que iba a pasar horas, incluso uno o más días –día y noche- alrededor de sus queridos difuntos. Se llevaban, además del Rosario, comida, alguna tienda para dormir, la radio, la televisión...; y allí estaban ¡toda la familia reunida de nuevo!, al menos en aquella fecha. Era realmente conmovedor y sorprendente, al mismo tiempo, para uno come quien escribe, el ver con qué naturalidad y serenidad aquel pueblo se reunía de nuevo con sus antepasados.

De todas maneras, también entre nosotros, aquí en Europa, he experimentado algo parecido. Vean Uds.

Recuerdo haber leído no hace mucho que una abuela moribunda pidió, en su santa y envidiable ingenuidad, que, una vez muerta, sus hijos la lavaran bien, le pusieran el vestido nuevo y, sobre todo (¡!), no se olvidaran de ponerle dos gotitas de su perfume preferido detrás de cada oreja, porque: “... Una no puede ir de cualquier manera al encuentro del Señor...”.

Años atrás estuve supliendo durante un par de semanas a un párroco de un pequeño pueblo de Suiza durante sus vacaciones veraniegas. En aquel período murió una anciana señora. La familia me dijo que, siguiendo la voluntad de la difunta, había alquilado la banda musical del pueblo vecino para que sonara unas piezas durante la procesión mientras íbamos a acompañar el cuerpo de la señora desde la Iglesia hasta el cementario. Me pareció muy bien. Acabada la Misa exequial, salimos del templo y empezamos el recorrido. La banda ejecutó varias melodías clásicas para estas circunstancias. Lo que me chocó positivamente fue que al llegar al cementerio y una vez acabado de rezar todos juntos el último padrenuestro, mientras bajaban el ataúd a la fosa, la banda sonó un tango (¡!). Ante la sorpresa de los presentes que se pusieron a llorar y sonreir, la familia explicó que ésta había sido la última voluntad de la señora. La razón era que de joven había sido una grande bailadora y quería que en el momento del entierro sonaran aquel tango que de joven tantas veces había bailado; de esta manera, en aquel momento de despedida, los presentes la iban a recordar como una persona siempre alegre y juvenil. Y así fue.

En otra ocasión, otra anciana, en su lecho de hospital, hablaba con el párroco que había ido a visitarla: “El Señor me ha dado una vida bellísima. Estoy preparada para partir”. “Lo sé”, murmuró el sacerdote. Pero, a renglón seguido, la abuelita añadió: “Hay una cosa que deseo vivamente: Cuando me entierren, quiero que me pongan una cucharilla en la mano”. El buen párroco reaccionó sorprendido: “¿Una cucharilla? ¿Para qué quiere que la entierren con una cucharilla en la mano?”. A lo que respondió con toda naturalidad la señora: “Me ha gustado siempre participar en las comidas y las cenas de fiesta en la parroquia. Cuando llegaba a mi sitio, miraba enseguida si había la cucharilla junto al plato. ¿Sabe qué quería decir? Que al final iba a haber pastel o helado”. “Y eso, ¿qué tiene que ver con este momento?”, le replicó el sacerdote no saliendo de su desconcierto. “¡Significaba que lo mejor llegaba al final! Es precisamente esto lo que quiero decir en mi funeral. Cuando pasarán junto a mi ataúd se preguntarán: «¿A qué viene la cucharilla?». Quiero que Usted les responda que tengo la cucharilla porque está llegando lo mejor...”.

El Maestro dijo: “Si tuviérais fe como un grano de mostaza...” (Mt 17, 20). En su sencillez, estos ejemplos nos dan una lección: la fe es la luz que ilumina la vida y nos ayuda a enfrentarnos con serenidad, e incluso con alegría, con el gran momento de la separación temporal, en espera del encuentro de nuevo, definitivo, todos juntos, cabe el Señor.

Como escribía el sacerdote poeta J. L. Martín Descalzo, sintiendo ya cercana la muerte: “Y entonces vió la luz. La luz que entraba / por todas las ventanas de la vida. / Vió que el dolor precipitó la huída / y entendió que la muerte ya no estaba. / Morir sólo es morir. Morir se acaba. / Morir es una hoguera fugitiva. / Es cruzar una puerta a la deriva / y encontrar lo que tanto se buscaba. / Acabar de llorar y hacer preguntas; / ver al Amor sin enigmas ni espejos; / descansar de vivir en la ternura; / tener la paz, la luz, la casa juntas / y hallar, dejando los dolores lejos, / la Noche-Luz tras tanta noche oscura”.

El famoso compositor Giuseppe Verdi (1813-1901) expresó este profondo sentimiento en el canto de los israelitas de la ópera “Nabuco”, exiliados en Babilonia; soñaban y añoraban su tierra, Jerusalén, como nosotros la “nueva Jerusalén”, patria de todos (Apoc. 21-22):

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