Por Guzmán Pérez*
Hace unas semanas el mundo entero se sumía en la mayor de las emociones al presenciar en directo el rescate de 33 mineros chilenos atrapados durante más de dos meses bajo tierra. Millones de personas en todo el planeta nos maravillamos ante el “espectáculo” que suponía este hito histórico, ante la capacidad humana de lograr una hazaña tan sublime. Cuando todo apuntaba hacia una nueva tragedia minera, fuimos testigos de cómo uno a uno fueron “volviendo a la luz” los sufridos trabajadores de esta mina “San José”. Por una vez, y durante muchas horas (o incluso varios días), los telediarios, las radios, la prensa escrita y digital y cualesquiera otros medios de comunicación situaban en primera plana una buena noticia. Porque la posible catástrofe se había convertido en buena, buenísima noticia. De eso a nadie le cabía duda.
Yo mismo presencié durante largo rato —no sin gran emoción— cómo dos de estos mineros volvían a la superficie con un enorme sentido de gratitud a Dios, a la vida y a sus rescatadores. Ver la luz, después de dos meses atrapados a setecientos metros bajo tierra, suponía para cada uno de ellos el comienzo de una nueva vida. Ya no eran los mismos: la profundidad de la mina, la dureza de las condiciones en que habían vivido, el miedo a la muerte y la separación de sus seres queridos los habían transformado y los habían marcado para siempre. Paradójicamente —y nunca mejor dicho— esta experiencia no les había hundido. El apoyo de sus familias y de las autoridades, el sentimiento de unidad entre ellos, la esperanza y la fe los habían sostenido y fortalecido cada día de su encierro. Y tras setenta días de oscuridad, la cápsula Fénix-2 fue dando a luz a 33 nuevos hombres, salvados de lo profundo de la tierra.
Mi pretensión en estas líneas no es hacer una crónica de lo sucedido en Copiapó. De eso ya nos han hablado largo y tendido, y bien que han aprovechado el tirón mediático para sacar “oro”. Más allá del show en que por momentos se ha llegado a convertir este acontecimiento, me gustaría mirarlo en profundidad —muy propio en este caso— y convertirlo en parábola para nuestra vida. Lo que ocurrió el pasado 13 de octubre no fue sólo una proeza, un “milagro” o una muestra de la inmensa capacidad de la inteligencia humana. Fue también una metáfora de lo que Dios hace con nosotros sus hijos, una metáfora de lo que el Hijo hizo por nosotros y nuestra salvación: bajar hasta lo más profundo de la tierra, para compartir su gloria y su luz con nosotros. Identificarse hasta lo más hondo con el ser humano para tomarlo de la mano y llevarlo hacia una vida plena. Lo que ocurrió hace ya dos meses es símbolo de lo que recordaremos dentro de muy pocas semanas: que Dios ha decidido —porque nos quiere inmensamente— meterse de lleno en nuestra historia, en nuestra condición humana, para decirnos de qué modo nos ama y a qué Vida nos llama, para llevarnos a la plenitud de lo que ya somos: hijos y hermanos, a imagen y semejanza del Hijo y Hermano por antonomasia. Habría que despojar a la Navidad de todos los “disfraces” que le hemos puesto, para dejarla “en pañales” (como el Niño) y que pueda verse el verdadero misterio de todo un Dios hecho hombre. La encarnación revoluciona nuestra manera de comprender a Dios y al ser humano, transforma nuestra fe, nuestra experiencia de Dios, y la humaniza (en el sentido más pleno de la palabra).
Podemos buscar un segundo significado a esta parábola tan real de los mineros, en este caso más “espiritual” o pastoral. Cuando hablamos de la encarnación, decimos que el Hijo de Dios ha bajado a salvar a todos los hombres y a todo el hombre. Por tanto, Dios quiere llegar con su Amor a lo más profundo de cada uno de sus hijos, quiere encontrarse con cada persona en lo más íntimo y hondo de su vida, quiere transformar lo profundo, lo escondido del corazón humano. Y eso significa que hemos de bajar a nuestros sótanos, entrar en lo secreto y no tener miedo a lo que nos podamos encontrar. Porque allí descubriremos nuestras miserias y nuestras grandezas, los deseos más egoístas y las aspiraciones más nobles y generosas, los sentimientos más ambiguos y los afectos más sinceros y desprendidos. Dios conoce a fondo nuestro corazón —¡Él lo ha creado y además lo ha vivido en su propia carne!— y nos espera en lo profundo para llevarnos a lo más alto de nuestra condición humana. Podemos decir con el salmista: “si me acuesto en el abismo, allí te encuentro” (Sal 138,8). Si hemos sentido alguna vez cómo una persona que nos conoce muy a fondo —una madre, un amigo del alma, un hermano, etc.— nos ama incondicionalmente (“a fondo perdido”, solemos decir), podremos barruntar entonces de qué modo y hasta qué extremo nos ama Dios, conociéndonos hasta el fondo de nuestra alma (Sal 138,14). Si hemos tenido esa experiencia humana podremos vislumbrar esa luz que hace nueva nuestra vida, esa salvación que no es superficial, que no es un “barniz”, sino la fuerza de un amor que nos transforma desde lo más íntimo. “En lo profundo no hay nada que no sea sorprendente. Y sin embargo bajamos tan a poco, y pocas veces”, canta Luis Guitarra en uno de sus temas. Quizá tengamos que bajar más a menudo a nuestra “mina” particular y comprobar si sigue habiendo “mena” en ella, si hay demasiada “ganga”, o si dejamos que Dios saque lo mejor de nuestra materia prima…
Por último, no quiero olvidar otra aplicación de esta parábola de actualidad. Que también es consecuencia de la fe en un Dios encarnado, y que deberíamos tener más presente en nuestra celebración de la Navidad (y todo el año, claro). Algunos artículos publicados al hilo de la hazaña minera ya lo mencionaban. Sin duda es admirable el esfuerzo y el empeño que se ha puesto en rescatar a los 33 mineros del pozo en el que estaban atrapados, pero ¿son éstos los únicos seres humanos que necesitan un “rescate”? ¿No hay acaso otros miles y miles (o millones) de personas que viven atrapados en los “pozos” del hambre, la injusticia, la persecución, el maltrato, la guerra, la miseria, la marginación, el paro, la explotación, la soledad, el abandono…? ¿No son dignos ellos de ser “salvados”? ¿Reclamamos a nuestros gobernantes que sus políticas tengan cada vez más en cuenta a los que viven “hundidos”? Y sin irnos tan lejos, ¿qué hacemos por aquellas personas cercanas que se van sumiendo silenciosamente en alguno de esos “pozos”, o por evitar que caigan en ellos? Seguro que podemos ponerle rostro a éstos que, sin ser mineros, pueden estar viviendo a setecientos metros bajo tierra… Creer en el Dios de Jesús es estar convencido de que Dios “quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4), y colaborar con esa salvación. El rescate de los mineros de Chile no fue obra de uno solo; todo un equipo fue capaz de llevarlo a cabo. Y la esperanza de estos hombres atrapados se mantuvo durante 70 días gracias al apoyo mutuo y el fuerte sentimiento de grupo que alcanzaron. Estaban convencidos de que todos se iban a salvar de aquel desastre, de que ninguno iba a perecer. Sin la comunidad no hay esperanza, no hay verdadera salvación, no hay vida plena. Pero si sólo busco mi bienestar y mi perfección, dando la espalda a los “hundidos”, aunque lo haga en nombre de mi fe, estaré traicionando al Hijo de Dios, que se hizo hombre por todos y cada uno de nosotros, no sólo por algunos escogidos…
Probablemente ya andemos preparando la Navidad. Ojalá esta parábola de los mineros chilenos nos ayude a profundizar en su sentido más auténtico, con todo lo que ello implica. Ojalá se note que lo vivimos a fondo. Ojalá, como los mineros, vivamos esta experiencia como buenísima noticia, aunque no sea portada en ningún periódico. Feliz Adviento. Feliz y encarnada Navidad…
* Guzmán Pérez es salesiano y diácono, licenciado en Filosofía y director de la revista FAST.
Yo mismo presencié durante largo rato —no sin gran emoción— cómo dos de estos mineros volvían a la superficie con un enorme sentido de gratitud a Dios, a la vida y a sus rescatadores. Ver la luz, después de dos meses atrapados a setecientos metros bajo tierra, suponía para cada uno de ellos el comienzo de una nueva vida. Ya no eran los mismos: la profundidad de la mina, la dureza de las condiciones en que habían vivido, el miedo a la muerte y la separación de sus seres queridos los habían transformado y los habían marcado para siempre. Paradójicamente —y nunca mejor dicho— esta experiencia no les había hundido. El apoyo de sus familias y de las autoridades, el sentimiento de unidad entre ellos, la esperanza y la fe los habían sostenido y fortalecido cada día de su encierro. Y tras setenta días de oscuridad, la cápsula Fénix-2 fue dando a luz a 33 nuevos hombres, salvados de lo profundo de la tierra.
Mi pretensión en estas líneas no es hacer una crónica de lo sucedido en Copiapó. De eso ya nos han hablado largo y tendido, y bien que han aprovechado el tirón mediático para sacar “oro”. Más allá del show en que por momentos se ha llegado a convertir este acontecimiento, me gustaría mirarlo en profundidad —muy propio en este caso— y convertirlo en parábola para nuestra vida. Lo que ocurrió el pasado 13 de octubre no fue sólo una proeza, un “milagro” o una muestra de la inmensa capacidad de la inteligencia humana. Fue también una metáfora de lo que Dios hace con nosotros sus hijos, una metáfora de lo que el Hijo hizo por nosotros y nuestra salvación: bajar hasta lo más profundo de la tierra, para compartir su gloria y su luz con nosotros. Identificarse hasta lo más hondo con el ser humano para tomarlo de la mano y llevarlo hacia una vida plena. Lo que ocurrió hace ya dos meses es símbolo de lo que recordaremos dentro de muy pocas semanas: que Dios ha decidido —porque nos quiere inmensamente— meterse de lleno en nuestra historia, en nuestra condición humana, para decirnos de qué modo nos ama y a qué Vida nos llama, para llevarnos a la plenitud de lo que ya somos: hijos y hermanos, a imagen y semejanza del Hijo y Hermano por antonomasia. Habría que despojar a la Navidad de todos los “disfraces” que le hemos puesto, para dejarla “en pañales” (como el Niño) y que pueda verse el verdadero misterio de todo un Dios hecho hombre. La encarnación revoluciona nuestra manera de comprender a Dios y al ser humano, transforma nuestra fe, nuestra experiencia de Dios, y la humaniza (en el sentido más pleno de la palabra).
Podemos buscar un segundo significado a esta parábola tan real de los mineros, en este caso más “espiritual” o pastoral. Cuando hablamos de la encarnación, decimos que el Hijo de Dios ha bajado a salvar a todos los hombres y a todo el hombre. Por tanto, Dios quiere llegar con su Amor a lo más profundo de cada uno de sus hijos, quiere encontrarse con cada persona en lo más íntimo y hondo de su vida, quiere transformar lo profundo, lo escondido del corazón humano. Y eso significa que hemos de bajar a nuestros sótanos, entrar en lo secreto y no tener miedo a lo que nos podamos encontrar. Porque allí descubriremos nuestras miserias y nuestras grandezas, los deseos más egoístas y las aspiraciones más nobles y generosas, los sentimientos más ambiguos y los afectos más sinceros y desprendidos. Dios conoce a fondo nuestro corazón —¡Él lo ha creado y además lo ha vivido en su propia carne!— y nos espera en lo profundo para llevarnos a lo más alto de nuestra condición humana. Podemos decir con el salmista: “si me acuesto en el abismo, allí te encuentro” (Sal 138,8). Si hemos sentido alguna vez cómo una persona que nos conoce muy a fondo —una madre, un amigo del alma, un hermano, etc.— nos ama incondicionalmente (“a fondo perdido”, solemos decir), podremos barruntar entonces de qué modo y hasta qué extremo nos ama Dios, conociéndonos hasta el fondo de nuestra alma (Sal 138,14). Si hemos tenido esa experiencia humana podremos vislumbrar esa luz que hace nueva nuestra vida, esa salvación que no es superficial, que no es un “barniz”, sino la fuerza de un amor que nos transforma desde lo más íntimo. “En lo profundo no hay nada que no sea sorprendente. Y sin embargo bajamos tan a poco, y pocas veces”, canta Luis Guitarra en uno de sus temas. Quizá tengamos que bajar más a menudo a nuestra “mina” particular y comprobar si sigue habiendo “mena” en ella, si hay demasiada “ganga”, o si dejamos que Dios saque lo mejor de nuestra materia prima…
Por último, no quiero olvidar otra aplicación de esta parábola de actualidad. Que también es consecuencia de la fe en un Dios encarnado, y que deberíamos tener más presente en nuestra celebración de la Navidad (y todo el año, claro). Algunos artículos publicados al hilo de la hazaña minera ya lo mencionaban. Sin duda es admirable el esfuerzo y el empeño que se ha puesto en rescatar a los 33 mineros del pozo en el que estaban atrapados, pero ¿son éstos los únicos seres humanos que necesitan un “rescate”? ¿No hay acaso otros miles y miles (o millones) de personas que viven atrapados en los “pozos” del hambre, la injusticia, la persecución, el maltrato, la guerra, la miseria, la marginación, el paro, la explotación, la soledad, el abandono…? ¿No son dignos ellos de ser “salvados”? ¿Reclamamos a nuestros gobernantes que sus políticas tengan cada vez más en cuenta a los que viven “hundidos”? Y sin irnos tan lejos, ¿qué hacemos por aquellas personas cercanas que se van sumiendo silenciosamente en alguno de esos “pozos”, o por evitar que caigan en ellos? Seguro que podemos ponerle rostro a éstos que, sin ser mineros, pueden estar viviendo a setecientos metros bajo tierra… Creer en el Dios de Jesús es estar convencido de que Dios “quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2,4), y colaborar con esa salvación. El rescate de los mineros de Chile no fue obra de uno solo; todo un equipo fue capaz de llevarlo a cabo. Y la esperanza de estos hombres atrapados se mantuvo durante 70 días gracias al apoyo mutuo y el fuerte sentimiento de grupo que alcanzaron. Estaban convencidos de que todos se iban a salvar de aquel desastre, de que ninguno iba a perecer. Sin la comunidad no hay esperanza, no hay verdadera salvación, no hay vida plena. Pero si sólo busco mi bienestar y mi perfección, dando la espalda a los “hundidos”, aunque lo haga en nombre de mi fe, estaré traicionando al Hijo de Dios, que se hizo hombre por todos y cada uno de nosotros, no sólo por algunos escogidos…
Probablemente ya andemos preparando la Navidad. Ojalá esta parábola de los mineros chilenos nos ayude a profundizar en su sentido más auténtico, con todo lo que ello implica. Ojalá se note que lo vivimos a fondo. Ojalá, como los mineros, vivamos esta experiencia como buenísima noticia, aunque no sea portada en ningún periódico. Feliz Adviento. Feliz y encarnada Navidad…
* Guzmán Pérez es salesiano y diácono, licenciado en Filosofía y director de la revista FAST.
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