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jueves, 9 de diciembre de 2010

III Domingo de Adviento, GAUDETE (Mt 11, 2-11) - Ciclo A: No hay otro a quien esperar...


Por A. Pronzato

Isaías 35, 1-6.8-10 / Santiago 5, 7-10 / Mateo 11, 2-11

El consejo que habríamos dado a Juan

«¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?», manda a preguntar Juan Bautista desde la cárcel.
Nosotros le habríamos aconsejado que esperara a otro. Personalmente, habríamos tenido mucho cuidado en plantear esta cuestión. Demasiado comprometida. ¿Y si hubiera contestado: «No se puede esperar más. El momento favorable es éste. Ahora o nunca. Se trata de acoger, de decidirse, sin esperar ya más»?
Nosotros aguardamos siempre otra ocasión. Lo dejamos indefectiblemente para la próxima vez. Retrasamos la cita definitiva.
Nos preparamos para hacer el examen más tarde. Nos mostramos decididos a no decidirnos. Nos va bien otro evangelio.
Para ser fieles, esperamos la próxima ocasión. Para fijarnos en el pobre, esperamos otro pobre. Para convertirnos, esperamos un momento más oportuno.
Para abrir los oídos, esperamos oír otro sermón, otro predicador, un tema menos ingrato.
Para dejarnos criticar, esperamos otra crítica más lisonjera, hecha por una persona que nos sea simpática y que, sobre todo, tenga el buen gusto de no ponernos en duda.
Para tener en cuenta una opinión, un consejo, una sugerencia, esperamos encontrar a alguien que esté de acuerdo con nosotros. Para hacer una opción, esperamos la próxima propuesta.
Para atender a la voz de la conciencia, esperamos otro momento. Para pensar en la muerte, esperamos el próximo funeral de un amigo.
Para acabar con una costumbre peligrosa, esperamos una terapia indolora.
Para leer un libro no insulso, para rezar con cierto empeño, para dar profundidad y coherencia a nuestra fe, para acudir a un hospital, para perder una hora con esa persona, esperamos tiempos mejores. El tiempo que tenemos a disposición es un tiempo ya ocupado, destinado a otra cosa. Sí, nos sirve para no utilizarlo.
Es una pena no vivir dos o tres veces. Empezaríamos a vivir de verdad... en la próxima vida.
Jesús te invita: aquí, ahora, en esta circunstancia particular.
Y nosotros replicamos: quizás, otra vez será, puede ser, quién sabe, cabe la posibilidad de...
Los plazos concretos, inmediatos, no son muy agradables. «Abre hoy los ojos», se nos ordena. Y nosotros, imperturbables, salimos del paso con un vago «¡ya veremos!».
Hemos aprendido a tener paciencia. Pero equivocadamente. El cristiano que no se decide a venir. «¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?». ¿Eres tú el cristiano «esperado»?
¿Esperado en el lado de la locura evangélica y no de la prudencia humana, en el de la lógica del sermón de la montaña y no en el de la mentalidad mundana, en el de la entrega desinteresada y no en el de los cálculos utilitaristas, en el del servicio y el escondimiento y no en el del poder y el exhibicionismo?
¿Eres tú el cristiano esperado, sometido a la prueba de los hechos y no a la de la palabrería inútil, aunque estruendosa?
¿Eres tú el cristiano esperado, que se compromete con la causa de los pobres, que lucha cara a cara contra la injusticia, venga de donde venga, que denuncia valientemente las hipocresías (incluso las de signo religioso), que tiene la humildad de confesar sus propias culpas antes de convertirse en juez de las ajenas?
¿Eres tú el cristiano esperado, atento a la cita de la simplicidad, de la sinceridad, de la transparencia?
Para topar con alguien que tome en serio el evangelio, ¿podemos contar contigo o tendremos que buscar a otro?
Para hallar a alguien que no decepcione nuestras esperanzas, que no mortifique nuestros anhelos, que no pisotee nuestras exigencias más legítimas, que nos ofrezca tu nombre y tu dirección, ¿tendremos que esperar a uno que no sea como tú?
«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo».
A los innumerables Juanes que esperan, quizás con cierto desaliento, cansados ya de esperar, es preciso que vaya alguien a contarles no sólo lo que ha oído y leído, sino lo que ha visto.
Si nos atenemos a las palabras, cada uno de nosotros puede ser «el que ha de venir».
Por desgracia, son los hechos los que tardan en llegar. Son los hechos los que se hacen esperar más de lo debido. ¿Dónde y por qué se cultivan las cañas?
Jesús hizo el elogio de Juan Bautista. Y puso en evidencia dos elementos que constituyen su grandeza:
-no vive en el palacio del rey
-no es una caña agitada por el viento.
«Los que visten con lujo habitan en los palacios», asegura Jesús. O sea, en esos ambientes lo que importa es la forma, más que la sustancia. El traje y no lo que está bajo el traje. Las apariencias, más que el valor de la presencia. El halago exterior, y no la fidelidad a los valores fundamentales. La diplomacia, y no la sencillez. Las ceremonias, más que el compromiso serio. El consenso acrítico, en lugar de la colaboración inteligente. El incienso, mejor que el sudor. Las inclinaciones y las sonrisas, más que la cabeza que piensa. El silencio timorato, más que la palabra áspera del profeta. La uniformidad, más que la originalidad. La careta, mejor que el rostro.
En los palacios de los reyes hay cojines y divanes y poltronas a disposición de los individuos dispuestos a renunciar a la libertad. Juan, que es un hombre libre, está en la cárcel.
Juan, que es el hombre de la esencialidad, de la incomodidad, de la llaneza rústica, ha crecido en el desierto y no se ha formado en la corte.
El Bautista, además, mora en el desierto, en donde sopla el viento. Pero no es una caña que agita el viento.
En los jardines del rey se cultivan cañas en abundancia. Que se trasplantan incluso a los últimos confines del reino.
Las cañas resultan «fiables» por su flexibilidad. Cañas que se doblan en la dirección querida, a veces incluso antes de que llegue el soplo o la sugerencia.
Sopla el viento del concilio y no pocos se inclinan en aquella dirección. Pero dispuestos a erguirse (por otro lado ésa era un posición algo incómoda, innatural, para ciertos hábitos) y a inclinarse de nuevo hacia el lado contrario cuando soplan otros aires.
Se inclinan en dirección a la Iglesia de los pobres, del servicio. Pero dispuestos a seguir el cambio del viento y del clima y sospechar que ha llegado el momento de dedicarse a los ladrillos y al mármol y a otras empresas «bendecidas» por el padrino generoso.
De este modo se pasa con desenvoltura de los «últimos», de los «don-nadie», a los poderosos protectores, a la gente que cuenta. Juan, que asistió a la escuela del desierto, aprendió la coherencia. Es un «resistente» a las modas, a los oportunismos, a los cálculos de poder, a las intrigas, a los amiguismos astutos.
Al no tener ninguna posición que defender, encuentra el coraje de seguir siendo él mismo, incluso cuando el viento cambia de dirección. Juan, que había crecido en el desierto, es simplemente un hombre auténtico. La dieta austera le ha robustecido la espalda.
Y si entra en el palacio del rey, lo hace para perturbar las cosas, para decir que no está de acuerdo, para hacer sonar la alarma. Incluso desde la cárcel consigue sembrar la inquietud.
En resumen, «inutilizable» para cultivar o guardar las cañas. Pero Jesús dice que hay que fiarse de un tipo semejante. Para sostener el incensario, basta con una caña.
Pero para llevar la cruz, es indispensable una espina dorsal robusta. Y para ver bien, hay que estar en posición incómoda.

El camino de la esperanza

El camino del desierto, este domingo, se convierte en la «vía sacra». Y es fundamentalmente el camino de la esperanza (primera lectura) y de la paciencia (segunda lectura).
Gracias al Dios que «viene a salvarnos», las situaciones desesperadas se transforman en experiencias de vida, de paz y de felicidad, que tienen su imagen más significativa en el desierto que florece.
La esperanza, para no verse reducida a un discurso vago, tiene que concretarse como capacidad de sostener y de alimentar la esperanza en otras personas que están a punto de perderla o que ya la han perdido (y que, a menudo, tienen suficientes motivos para ello...).
Pero hoy son bastante raros los «proveedores» auténticos, convencidos y convincentes, de esperanza, capaces de robustecer «las manos débiles», de afianzar las «rodillas vacilantes», de decir las palabras justas a los «cobardes de corazón» (o sea, a los que han perdido el corazón, por no poder sostener un peso excesivo, la soledad, la incomprensión, la serie impresionante de desgracias y desilusiones), de dar ánimos, de sostener...
Por el contrario, son demasiados los portadores de mensajes que tienen casi siempre como contenido el miedo, el castigo, las amenazas. Y hay que seguir perplejos, por lo menos, ante ciertas comunicaciones «de arriba» de tono duro, siempre del lado de lo catastrófico, un tanto chantajistas, que fomentan una especie de «terrorismo espiritual».
Las palabras de no pocos anunciadores del evangelio suenan a duras, ásperas, acusadoras, o al menos son muy poco estimulantes. En algunas bocas la «buena noticia» se transforma en una feroz «rendición de cuentas».
La esperanza es la virtud más difícil. Tan difícil que son pocos los que consiguen trasmitirla.
Pero cuando nos encontramos a veces con uno de estos raros sembradores de esperanza, tenemos la impresión de que también en nuestro desierto personal ha asomado al menos una risueña florecilla.

El camino de la paciencia

En el lenguaje de Santiago la esperanza toma la forma de la paciencia. Quizás piensen algunos que el discurso de la paciencia es sobre todo para los viejos, para los derrotados, para los resignados.
Pero la paciencia abarca toda la parábola de la vida, «hasta la venida del Señor». Y es una fuerza, no una debilidad.
La paciencia no está al final, cuando ya no hay nada que hacer. La paciencia se sitúa al comienzo de toda empresa, cuando todavía está todo por hacer.
Se comienza con la paciencia. Se continúa con la paciencia. Y se lleva a término una obra en la paciencia.
Como observa A. Séve, en la perspectiva de Santiago está: -La paciencia-amor («no os quejéis unos de otros»).
-La paciencia-espera. Y de ésta se nos presentan infinitas ocasiones de todos los tipos (un atasco de tráfico, la cola en el médico, la fila ante una ventanilla, una carta que no llega, el trasporte público que no funciona, la repetitividad en el trabajo, los resultados que no responden a nuestros esfuerzos y al plazo que habíamos señalado).
-La paciencia fuerza. Sí, la paciencia asegura la solidez a toda la construcción. La paciencia es más fuerte que las oposiciones, que las resistencias, que los golpes imprevistos, que las dificultades de todo tipo.
Solamente la paciencia da solidez al amor.
En una palabra, la «vía sacra» es el camino para salir de las situaciones difíciles y hasta desesperadas, que no tienen aparentemente solución, hacia la plenitud y la paz, a través de la paciencia.

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