Mateo –el más judío de todos los evangelistas- ve en Jesús a un nuevo Moisés, el gran liberador y legislador del pueblo. De ahí su insistencia en aportar elementos que hagan que el lector lo perciba desde ese ángulo.
Y esto empieza en la infancia. Del mismo modo que Moisés, de una manera providencial, se había salvado de la muerte, decretada por el Faraón para todos los niños hebreos (tal como se narra en el Libro del Éxodo 2,1-10), también Jesús niño se habría librado de la amenaza mortal de Herodes, gracias a la intervención divina.
Conocemos, por testimonios históricos, la crueldad del rey Herodes, que ordenó masacres incluso en el seno de su propia familia. Sin embargo, en ningún documento histórico se habla de una matanza de recién nacidos en Belén. No sería extraño que Mateo haya creado una leyenda, con el único objetivo teológico de, equiparándolo con Moisés desde su propia infancia, presentar a Jesús como el nuevo liberador del pueblo.
Porque a eso apunta precisamente la narración. El texto del profeta Oseas (11,1) –“de Egipto llamé a mi hijo”- se refería a todo el pueblo, sacado de la esclavitud egipcia; ahora Mateo lo aplica directamente a Jesús, con quien se inicia, según él, el verdadero y definitivo éxodo.
El relato termina haciendo alusión al apelativo “nazareno”. Con ese nombre se conoció, en un principio, a los seguidores de Jesús, tal como queda recogido en el Libro de los Hechos de los Apóstoles (24,5). Con todo, su etimología no queda clara, ya que podría remitir a otros términos semíticos: nazir o “consagrado” a Dios (como Sansón: Libro de los Jueces 13,5), y nétser, o “vástago” de Jesé, expresión con la que se referían también al Mesías (Isaías 11,1).
En cualquier caso, queda claro que Mateo sigue la costumbre de los autores de “vidas” de héroes, según la cual, ya en la infancia de los mismos, debían aparecer señales de quienes luego llegarían a ser.
Decía, en un comentario reciente, que no es apropiado tomar los evangelios como crónicas históricas, en el sentido moderno de la palabra; mucho menos, los relatos de la infancia. Particularmente estos últimos son composiciones teológicas orientadas a vehicular una confesión de fe: lo que les importa realmente a sus autores es transmitir, del modo más comprensible e incluso “visual”, las grandes convicciones a las que han llegado –y que se comparten en sus comunidades-. Aquí radica su genio.
Lo que ocurrió después fue que, desconociendo el modo y la intencionalidad de estas narraciones, se leyeron y entendieron de una manera literal, hasta el punto de incorporarlas, con esa misma literalidad, al conjunto de las creencias cristianas, llevando necesariamente a callejones sin salida.
Recuerdo una pequeña anécdota que lo ilustra. Hace apenas unos años, vino a verme una estudiante universitaria en vísperas de Navidad. Acababa de llegar de la universidad y venía, a la vez, escandalizada y enfurecida, porque el capellán de “pastoral universitaria” les había dicho que los Reyes Magos no existieron. Tal comentario había supuesto para esta muchacha una autentica conmoción que removía hasta los cimientos de su fe.
Mientras nos hallamos en un nivel mítico –incluso mental-, las creencias –todas ellas- tienen un valor decisivo. No sólo eso; es bastante probable que se les otorgue a todas el mismo valor, de modo que poner en cuestión cualquiera de ellas, signifique abrir una grieta que parece amenazar al conjunto, atentando así contra la seguridad del creyente.
Todavía dentro del nivel mental, es siempre saludable desarrollar el espíritu crítico. En el caso que venimos comentando, ayudaría a clarificar dos puntos: por un lado, no todas las llamadas “creencias” tienen el mismo peso; por otro, hemos tomado como tales algunas que en realidad eran sólo leyendas, que buscaban apuntar hacia otro contenido más profundo.
Con todo, mientras estemos identificados con la mente, no podremos renunciar a las “creencias” –en un sentido o en otro, religiosas o laicas-, porque éstas constituyen la plasmación de aquélla.
Pero puede llegar un día en que, por diversos motivos, la persona empiece a verse saturada de creencias. En ese caso, se le abrirán dos caminos: negar todo valor a cualquier creencia o trascenderlas. El primero es el camino del relativismo extremo que conduce al nihilismo; el segundo es el camino de la mística o de la “visión”.
El camino del nihilismo parece gozar, entre nosotros, de no pocos seguidores. No es extraño si tenemos en cuenta que venimos de un pasado en el que se había atribuido a las creencias un valor absoluto; el desengaño e incluso la frustración constituirían el caldo de cultivo apropiado en el que el relativismo echara raíces.
Pero, en realidad, por más que podamos comprenderlo, el nihilismo, como ha escrito un lúcido filósofo contemporáneo que se declara ateo,
“…hace el juego a los bárbaros... La barbarie nihilista carece de programa, de proyecto y de ideología. No le son necesarios. No cree en nada: sólo conoce la violencia, el egoísmo, el desprecio y el odio. Son prisioneros de sus pulsiones, su estupidez y su incultura. Esclavos de lo que creen su libertad. Son bárbaros por falta de fe o de fidelidad: son los espadachines de la nada.”
(André COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006, p.42).
En el nihilismo, las creencias son barridas desde la proclamación del absurdo total. Aunque, en cierto modo, el nihilismo es hijo no deseado de una filosofía que, haciendo del Ser un “objeto” de la razón, lo objetivó y, de ese modo, acabó en la práctica negándolo. Un Ser objetivado conduce al nihilismo, del mismo modo que un Dios también objetivado conduce al ateísmo. Ni el Ser ni Dios son lo que nuestra mente piensa acerca de ellos.
Si en el nihilismo las creencias son barridas, en la mística son trascendidas. Eso significa que, de entrada, no se les niega su valor, pero se las considera únicamente como “señales” o referencias que, siempre limitadas, buscan apuntar más allá de sí mismas.
Eso es posible porque, en la mística, la “fe” –en cuanto adhesión mental a unas creencias- se transforma en “visión”. Por decirlo con palabras del propio Comte-Sponville:
“El místico ve. ¿Qué necesidad tiene de dogmas? Todo está ahí. ¿Qué necesidad tiene de esperar? Habita en la eternidad. ¿Qué necesidad tiene de aguardarla? Está salvado. ¿Qué necesidad tiene de una religión?” (Ibid., p. 196).
Cuando acallamos la mente, una nueva dimensión se abre ante nosotros. En ella, desaparece la identificación con el yo y percibimos la Identidad compartida más allá de las diferentes formas en las que se manifiesta. En ella nos reconocemos y en ella experimentamos la plenitud del Presente. Si no hay yo, ¿quién necesita creer?
En ocasiones, algunas personas que leen estos comentarios suelen “reprocharme” lo que consideran una excesiva insistencia en la cuestión del yo. Sin embargo, seguiré haciéndolo. Estoy convencido de que es en nuestra identificación con él donde radica la causa última de nuestra peor ignorancia y de nuestro más inútil sufrimiento, individual y colectivo.
Nos encontramos, a mi parecer, en un momento histórico privilegiado en el que nos es posible trascender el pensamiento y, con él, nuestra identificación con el yo. Y sólo desde la nueva conciencia que de ahí surge, será posible “ver”, comprender de una forma ajustada y actuar en coherencia.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
Y esto empieza en la infancia. Del mismo modo que Moisés, de una manera providencial, se había salvado de la muerte, decretada por el Faraón para todos los niños hebreos (tal como se narra en el Libro del Éxodo 2,1-10), también Jesús niño se habría librado de la amenaza mortal de Herodes, gracias a la intervención divina.
Conocemos, por testimonios históricos, la crueldad del rey Herodes, que ordenó masacres incluso en el seno de su propia familia. Sin embargo, en ningún documento histórico se habla de una matanza de recién nacidos en Belén. No sería extraño que Mateo haya creado una leyenda, con el único objetivo teológico de, equiparándolo con Moisés desde su propia infancia, presentar a Jesús como el nuevo liberador del pueblo.
Porque a eso apunta precisamente la narración. El texto del profeta Oseas (11,1) –“de Egipto llamé a mi hijo”- se refería a todo el pueblo, sacado de la esclavitud egipcia; ahora Mateo lo aplica directamente a Jesús, con quien se inicia, según él, el verdadero y definitivo éxodo.
El relato termina haciendo alusión al apelativo “nazareno”. Con ese nombre se conoció, en un principio, a los seguidores de Jesús, tal como queda recogido en el Libro de los Hechos de los Apóstoles (24,5). Con todo, su etimología no queda clara, ya que podría remitir a otros términos semíticos: nazir o “consagrado” a Dios (como Sansón: Libro de los Jueces 13,5), y nétser, o “vástago” de Jesé, expresión con la que se referían también al Mesías (Isaías 11,1).
En cualquier caso, queda claro que Mateo sigue la costumbre de los autores de “vidas” de héroes, según la cual, ya en la infancia de los mismos, debían aparecer señales de quienes luego llegarían a ser.
Decía, en un comentario reciente, que no es apropiado tomar los evangelios como crónicas históricas, en el sentido moderno de la palabra; mucho menos, los relatos de la infancia. Particularmente estos últimos son composiciones teológicas orientadas a vehicular una confesión de fe: lo que les importa realmente a sus autores es transmitir, del modo más comprensible e incluso “visual”, las grandes convicciones a las que han llegado –y que se comparten en sus comunidades-. Aquí radica su genio.
Lo que ocurrió después fue que, desconociendo el modo y la intencionalidad de estas narraciones, se leyeron y entendieron de una manera literal, hasta el punto de incorporarlas, con esa misma literalidad, al conjunto de las creencias cristianas, llevando necesariamente a callejones sin salida.
Recuerdo una pequeña anécdota que lo ilustra. Hace apenas unos años, vino a verme una estudiante universitaria en vísperas de Navidad. Acababa de llegar de la universidad y venía, a la vez, escandalizada y enfurecida, porque el capellán de “pastoral universitaria” les había dicho que los Reyes Magos no existieron. Tal comentario había supuesto para esta muchacha una autentica conmoción que removía hasta los cimientos de su fe.
Mientras nos hallamos en un nivel mítico –incluso mental-, las creencias –todas ellas- tienen un valor decisivo. No sólo eso; es bastante probable que se les otorgue a todas el mismo valor, de modo que poner en cuestión cualquiera de ellas, signifique abrir una grieta que parece amenazar al conjunto, atentando así contra la seguridad del creyente.
Todavía dentro del nivel mental, es siempre saludable desarrollar el espíritu crítico. En el caso que venimos comentando, ayudaría a clarificar dos puntos: por un lado, no todas las llamadas “creencias” tienen el mismo peso; por otro, hemos tomado como tales algunas que en realidad eran sólo leyendas, que buscaban apuntar hacia otro contenido más profundo.
Con todo, mientras estemos identificados con la mente, no podremos renunciar a las “creencias” –en un sentido o en otro, religiosas o laicas-, porque éstas constituyen la plasmación de aquélla.
Pero puede llegar un día en que, por diversos motivos, la persona empiece a verse saturada de creencias. En ese caso, se le abrirán dos caminos: negar todo valor a cualquier creencia o trascenderlas. El primero es el camino del relativismo extremo que conduce al nihilismo; el segundo es el camino de la mística o de la “visión”.
El camino del nihilismo parece gozar, entre nosotros, de no pocos seguidores. No es extraño si tenemos en cuenta que venimos de un pasado en el que se había atribuido a las creencias un valor absoluto; el desengaño e incluso la frustración constituirían el caldo de cultivo apropiado en el que el relativismo echara raíces.
Pero, en realidad, por más que podamos comprenderlo, el nihilismo, como ha escrito un lúcido filósofo contemporáneo que se declara ateo,
“…hace el juego a los bárbaros... La barbarie nihilista carece de programa, de proyecto y de ideología. No le son necesarios. No cree en nada: sólo conoce la violencia, el egoísmo, el desprecio y el odio. Son prisioneros de sus pulsiones, su estupidez y su incultura. Esclavos de lo que creen su libertad. Son bárbaros por falta de fe o de fidelidad: son los espadachines de la nada.”
(André COMTE-SPONVILLE, El alma del ateísmo. Introducción a una espiritualidad sin Dios, Paidós, Barcelona 2006, p.42).
En el nihilismo, las creencias son barridas desde la proclamación del absurdo total. Aunque, en cierto modo, el nihilismo es hijo no deseado de una filosofía que, haciendo del Ser un “objeto” de la razón, lo objetivó y, de ese modo, acabó en la práctica negándolo. Un Ser objetivado conduce al nihilismo, del mismo modo que un Dios también objetivado conduce al ateísmo. Ni el Ser ni Dios son lo que nuestra mente piensa acerca de ellos.
Si en el nihilismo las creencias son barridas, en la mística son trascendidas. Eso significa que, de entrada, no se les niega su valor, pero se las considera únicamente como “señales” o referencias que, siempre limitadas, buscan apuntar más allá de sí mismas.
Eso es posible porque, en la mística, la “fe” –en cuanto adhesión mental a unas creencias- se transforma en “visión”. Por decirlo con palabras del propio Comte-Sponville:
“El místico ve. ¿Qué necesidad tiene de dogmas? Todo está ahí. ¿Qué necesidad tiene de esperar? Habita en la eternidad. ¿Qué necesidad tiene de aguardarla? Está salvado. ¿Qué necesidad tiene de una religión?” (Ibid., p. 196).
Cuando acallamos la mente, una nueva dimensión se abre ante nosotros. En ella, desaparece la identificación con el yo y percibimos la Identidad compartida más allá de las diferentes formas en las que se manifiesta. En ella nos reconocemos y en ella experimentamos la plenitud del Presente. Si no hay yo, ¿quién necesita creer?
En ocasiones, algunas personas que leen estos comentarios suelen “reprocharme” lo que consideran una excesiva insistencia en la cuestión del yo. Sin embargo, seguiré haciéndolo. Estoy convencido de que es en nuestra identificación con él donde radica la causa última de nuestra peor ignorancia y de nuestro más inútil sufrimiento, individual y colectivo.
Nos encontramos, a mi parecer, en un momento histórico privilegiado en el que nos es posible trascender el pensamiento y, con él, nuestra identificación con el yo. Y sólo desde la nueva conciencia que de ahí surge, será posible “ver”, comprender de una forma ajustada y actuar en coherencia.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
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