El templo es el espacio de los sacerdotes. El desierto es el espacio de los profetas.
Los sacerdotes son los encargados de mantener firmes las estructuras y el cumplimiento de la ley.
Los profetas son los encargados de despertar las conciencias y anunciar las novedades de Dios. El profeta difícilmente encaja en las estructuras y en la ley. Por eso, el profeta tampoco encaja en el Templo. Es el hombre de la libertad de espíritu. Es el que habla al pueblo y habla a los sacerdotes, los fariseos y los letrados pegados al templo.
Esa fue la misión de Juan. Aparece en el desierto no como un sacerdote que invita al culto, sino como un profeta que proclama
el cambio, la conversión, la apertura a la novedad del que está llegando. Es una voz que clama en el desierto. Pero Juan es mucho más que una palabra. Juan es toda una vida hecha palabra. O mejor, es la palabra hecha vida, revestida de vida. En los profetas habla la voz pero sobre todo habla la vida.
Lo curioso de Juan está en que no es el profeta que habla a los de “a fuera”, a los que no creen, a los paganos, a los que están lejos. Al contrario, Juan es de los que habla a los “de dentro”, a los que “se creen buenos”, a los que dicen cumplir con la ley, a los que se respaldan a sí mismos creyéndose “hijos de Abrahám”.
Es fácil ser profeta para los que están fuera.
Es fácil ser profeta para los religiosamente marginados.
Es fácil ser profeta para los que no creen.
Lo difícil es ser profeta: Para los de dentro. Para los de casa. Para los que dicen llamarse cristianos. Para los que dicen estar bautizados.
Juan se presenta como el profeta que anuncia y proclama “que el reino de los cielos está cerca”. Y que hay que “preparar los caminos del Señor, para allanar los senderos”, mediante el cambio y la conversión.
Lo difícil es ser profeta dentro de la Iglesia.
Lo difícil es anunciar el cambio en la Iglesia.
Lo difícil es proclamar los cambios que el Espíritu está pidiendo a la Iglesia.
Además es fácil anunciar el cambio a la gente sencilla que acudía a él y lo escuchaba y se dejaba bautizar en expresión del cambio.
Lo difícil es anunciar el cambio de los que se creen buenos, porque están bautizados.
Lo difícil es anunciar a los de arriba la necesidad de cambiar lo que el Espíritu pide hoy a la Iglesia para responder a las necesidades e interrogantes del hombre de hoy.
Todos nos sentimos profetas frente al Pueblo de Dios siempre que sea para mantener las cosas como han sido siempre. Pero ¿quién se atreve a proclamar que necesitamos de una Iglesia distinta, diferente, una Iglesia más comprometida con los que se han ido o se resisten a entrar porque no ven en ella la verdad que buscan y que necesitan?
¿Quién se atreve a ser hoy el profeta del cambio?
¿Quién se atreve a ser hoy profeta que habla a los jefes, a los de arriba, cuando se corre el riesgo se ser declarado “persona no grata” o simplemente “sospechosa” como lo fue el mismo Juan?
Me admira la figura de Juan que es capaz de proclamar al pueblo sencillo la “conversión” y a los “fariseos y saduceos, es decir, a los jefes, llamarlos “raza de víboras”.
No resulta fácil hoy ser profeta con los que están arriba, y decirles que es preciso nuevos cambios en las estructuras eclesiales. Que es preciso cambiar la Curia Romana de la que tanto se viene hablando y criticando. Que es preciso cambiar el estilo de nombramiento de los Obispos, que tantos problemas está creando. Que es preciso cambiar de estilo de Pastoral y de celebración litúrgica.
La Iglesia necesita profetas dentro de la misma Iglesia. Los profetas de Israel no profetizaban contra los de a fuera. Profetizaban contra el pueblo y sus autoridades.
La Iglesia necesita profetas que escuchen la voz de Dios en los “signos de los tiempos”.
Necesita profetas que, en nombre de Dios, hablen de la necesidad de cambios que todos esperamos pero que encuentran grandes resistencias. Juan tuvo la valentía de llamar a los jefes religiosos de aquel entonces “raza de víboras”. ¿Alguien se atreve a hablar así hoy? ¿Cómo decirlo hoy?
Me ha impresionado lo que escribe el Cardenal Martini: “Nuestra Iglesia es hoy un poco temerosa a la hora de ayudar a quienes se alejan. Es precisa en el establecimiento de los límites, pero no es tan valerosa para extender la mano a quien está fuera de los límites” (En alas de la libertad pág. 33)
Alguien ha escrito que “hoy se necesitan menos sacerdotes y más profetas”. Sin embargo todos estamos más preocupados de las vocaciones sacerdotales que de las vocaciones proféticas. Los profetas son personas “no bienvenidas”. Son “peligrosas”. Sin embargo, en el Adviento, una de las figuras centrales es precisamente la de Juan el Bautista. El profeta del desierto. El profeta que cayó muy mal a los Jefes del Templo.
www.iglesiaquecamina.com
Los sacerdotes son los encargados de mantener firmes las estructuras y el cumplimiento de la ley.
Los profetas son los encargados de despertar las conciencias y anunciar las novedades de Dios. El profeta difícilmente encaja en las estructuras y en la ley. Por eso, el profeta tampoco encaja en el Templo. Es el hombre de la libertad de espíritu. Es el que habla al pueblo y habla a los sacerdotes, los fariseos y los letrados pegados al templo.
Esa fue la misión de Juan. Aparece en el desierto no como un sacerdote que invita al culto, sino como un profeta que proclama
el cambio, la conversión, la apertura a la novedad del que está llegando. Es una voz que clama en el desierto. Pero Juan es mucho más que una palabra. Juan es toda una vida hecha palabra. O mejor, es la palabra hecha vida, revestida de vida. En los profetas habla la voz pero sobre todo habla la vida.
Lo curioso de Juan está en que no es el profeta que habla a los de “a fuera”, a los que no creen, a los paganos, a los que están lejos. Al contrario, Juan es de los que habla a los “de dentro”, a los que “se creen buenos”, a los que dicen cumplir con la ley, a los que se respaldan a sí mismos creyéndose “hijos de Abrahám”.
Es fácil ser profeta para los que están fuera.
Es fácil ser profeta para los religiosamente marginados.
Es fácil ser profeta para los que no creen.
Lo difícil es ser profeta: Para los de dentro. Para los de casa. Para los que dicen llamarse cristianos. Para los que dicen estar bautizados.
Juan se presenta como el profeta que anuncia y proclama “que el reino de los cielos está cerca”. Y que hay que “preparar los caminos del Señor, para allanar los senderos”, mediante el cambio y la conversión.
Lo difícil es ser profeta dentro de la Iglesia.
Lo difícil es anunciar el cambio en la Iglesia.
Lo difícil es proclamar los cambios que el Espíritu está pidiendo a la Iglesia.
Además es fácil anunciar el cambio a la gente sencilla que acudía a él y lo escuchaba y se dejaba bautizar en expresión del cambio.
Lo difícil es anunciar el cambio de los que se creen buenos, porque están bautizados.
Lo difícil es anunciar a los de arriba la necesidad de cambiar lo que el Espíritu pide hoy a la Iglesia para responder a las necesidades e interrogantes del hombre de hoy.
Todos nos sentimos profetas frente al Pueblo de Dios siempre que sea para mantener las cosas como han sido siempre. Pero ¿quién se atreve a proclamar que necesitamos de una Iglesia distinta, diferente, una Iglesia más comprometida con los que se han ido o se resisten a entrar porque no ven en ella la verdad que buscan y que necesitan?
¿Quién se atreve a ser hoy el profeta del cambio?
¿Quién se atreve a ser hoy profeta que habla a los jefes, a los de arriba, cuando se corre el riesgo se ser declarado “persona no grata” o simplemente “sospechosa” como lo fue el mismo Juan?
Me admira la figura de Juan que es capaz de proclamar al pueblo sencillo la “conversión” y a los “fariseos y saduceos, es decir, a los jefes, llamarlos “raza de víboras”.
No resulta fácil hoy ser profeta con los que están arriba, y decirles que es preciso nuevos cambios en las estructuras eclesiales. Que es preciso cambiar la Curia Romana de la que tanto se viene hablando y criticando. Que es preciso cambiar el estilo de nombramiento de los Obispos, que tantos problemas está creando. Que es preciso cambiar de estilo de Pastoral y de celebración litúrgica.
La Iglesia necesita profetas dentro de la misma Iglesia. Los profetas de Israel no profetizaban contra los de a fuera. Profetizaban contra el pueblo y sus autoridades.
La Iglesia necesita profetas que escuchen la voz de Dios en los “signos de los tiempos”.
Necesita profetas que, en nombre de Dios, hablen de la necesidad de cambios que todos esperamos pero que encuentran grandes resistencias. Juan tuvo la valentía de llamar a los jefes religiosos de aquel entonces “raza de víboras”. ¿Alguien se atreve a hablar así hoy? ¿Cómo decirlo hoy?
Me ha impresionado lo que escribe el Cardenal Martini: “Nuestra Iglesia es hoy un poco temerosa a la hora de ayudar a quienes se alejan. Es precisa en el establecimiento de los límites, pero no es tan valerosa para extender la mano a quien está fuera de los límites” (En alas de la libertad pág. 33)
Alguien ha escrito que “hoy se necesitan menos sacerdotes y más profetas”. Sin embargo todos estamos más preocupados de las vocaciones sacerdotales que de las vocaciones proféticas. Los profetas son personas “no bienvenidas”. Son “peligrosas”. Sin embargo, en el Adviento, una de las figuras centrales es precisamente la de Juan el Bautista. El profeta del desierto. El profeta que cayó muy mal a los Jefes del Templo.
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