EL BAUTISMO DEL SEÑOR (Mt 3,13-17)
Por Enrique Martínez Lozano
Por Enrique Martínez Lozano
Ya hemos comentado, en otras ocasiones, que el bautismo de Jesús por Juan debió constituir un hecho histórico, especialmente “incómodo” para los discípulos del Maestro de Nazaret, por cuanto podría interpretarse como un reconocimiento de la preeminencia del Bautista sobre él: siempre es “mayor” quien bautiza que el bautizado.
Cada evangelista trata de salir al paso de esa “incomodidad”, con alguna explicación que “justifique” el hecho. Así, por ejemplo, en el apócrifo Evangelio de los Hebreos se lee:
“La madre de Jesús y sus hermanos le dijeron: Juan el Bautista bautiza para el perdón de los pecados; vayamos a ser bautizados. Pero él les respondió: ¿Qué pecado he cometido para ir a bautizarme? Con todo, puede que estas palabras mías contengan el pecado de ignorancia”.
Mateo, por su parte, hace un doble subrayado: por un lado, pone en boca del Bautista el reconocimiento humilde de quien se sabe “inferior”; por otro, busca dar una explicación del hecho remitiéndose al designio divino. De ese modo –y así se ha interpretado siempre en la historia cristiana-, se diluía lo que los discípulos de Jesús hubieran visto como una “incoherencia”.
Quizás será bueno que volvamos sobre ello desde nuestra perspectiva: ¿Por qué habría de resultar “incómodo” el hecho de que Jesús fuera bautizado por Juan?
Tal como yo lo veo, la respuesta hay que buscarla en dos direcciones, cada una correspondiente a un momento histórico. Por una parte, en la primera comunidad cristiana, encontraríamos la tendencia, tan habitual entre los humanos, a colocar “lo nuestro” por encima de todo lo demás: como si el reconocimiento de lo bueno del otro mermara el valor de lo propio.
Por otra parte, en la historia cristiana posterior, lo que parecía más difícil de asumir fue el hecho de que Jesús “necesitara” de un bautismo dirigido a los “pecadores”. Tras el proceso de “divinización” de Jesús, tal como se desarrolló sobre todo a partir de los concilios de Nicea y Calcedonia, resultaba impensable que Jesús hubiera tenido que ser bautizado.
Sin embargo, los hechos son tozudos. Y es bueno asumirlos como son, en lugar de entrar en justificaciones que confunden. Y el hecho es que, según los datos de que disponemos, Jesús quiso ser bautizado por Juan. Y esto no le ocasionaba ningún conflicto.
Los “conflictos” nacen siempre de las “comparaciones”, y éstas son obra del ego. Puede decirse que toda comparación con otros denota una no aceptación de sí mismo. La persona que se acepta y acoge bien no necesita compararse con nadie.
Por eso, y antes que nada, esa tendencia comparativa es una llamada de atención para que cuidemos la aceptación, humilde y comprensiva, de nosotros mismos. Puesto que la aceptación es el reconocimiento de la propia verdad, con sus luces y sus sombras, sólo será posible vivirla desde la humildad.
Pero, más allá todavía de la problemática psicológica que la explica, es bueno ver que la comparación nace siempre del ego, por las características propias de éste.
El ego, tanto individual como colectivo, tiene necesidad de sentirse “más que” los otros, en su desesperado intento de dotarse a sí mismo de una sensación de existencia. No puede haber ego que no alimente sentimientos de superioridad, incluso aunque estén “camuflados” bajo el disfraz de la inferioridad.
Eso significa que, mientras estemos identificados con el yo –eso es el ego-, la comparación y el afán de superioridad resultarán inevitables. Y, en consecuencia, en lugar de integrar y de unir, separaremos, dividiremos y excluiremos. Donde hay ego, hay separación y comparación, porque el propio ego es una identidad separada.
No hay, por tanto, otra salida posible que trascender esa identidad egoica, gracias a la comprensión que nos lleva a reconocernos en una Identidad “compartida”, que abraza a todos los seres, no negando las diferencias, pero apreciando la Unidad común.
En esta identidad es en la que se reconoció Jesús, la identidad del “Yo Soy” universal que a nadie deja fuera. Por eso, no se hizo problema de comparaciones ni de supuestas preeminencias.
Es evidente que, en nuestra tarea de análisis de la realidad, necesitamos hacer comparaciones entre diferentes elementos o perspectivas. No hablo aquí de eso, sino de la comparación que se asienta sobre la base de que fuéramos ‘yoes’ separados y que busca la afirmación de uno sobre otro. Esto es siempre obra del ego.
Decir que es del ego, equivale a afirmar que es un proceso mental. El yo con el que habitualmente nos identificamos es un producto de la mente, sostenido por la memoria.
Para salir de esa “falsa creencia” de que somos un “yo separado” frente a otros yoes, tenemos dos caminos: el conocimiento y el amor.
Gracias al amor, en la medida en que nos entregamos a su propio dinamismo, somos llevados a experimentar, de forma viva e inmediata, la Unidad que somos. Debido a su fuerza unitiva, la identidad del yo es trascendida y nos abrimos a la Identidad mayor y más profunda. Es lo que han experimentado, entre otros, los místicos que han vivido el “camino afectivo” o de entrega amorosa a la Divinidad, hasta percibirse como no-separados de ella.
El camino del conocimiento, por su parte, es el que nos lleva a comprender nuestra verdadera naturaleza, gracias al silenciamiento de la mente. En tanto en cuanto estamos en el pensamiento, no podemos percibirnos sino como “yo”. Necesitamos acallarlos, para “ver” más allá de ellos. A este ver, le llamamos “comprensión”.
El modo más eficaz de avanzar en este camino pasa por ejercitarnos en observar los propios pensamientos, situándonos cada vez más como testigos de todos los contenidos –mentales y emocionales- de nuestra conciencia.
Con la práctica, nos percataremos de que no somos el flujo de pensamientos y sentimientos que van y vienen, sino la Conciencia-Testigo que está detrás de todos ellos, apercibiéndose de lo que ocurre.
De ese modo, empezamos el proceso de desidentificarnos de nuestro yo, gracias a la comprensión de que somos “otra cosa”. Y percibiremos también que Eso que somos es compartido con todos los seres. Sin haberlo pretendido de un modo consciente, habremos dado el paso del “modelo mental” al “modelo no-dual”, del dualismo separador al holismo integrador.
En este nuevo modelo, podremos acercarnos también a Jesús desde una perspectiva inmensamente más rica y, con seguridad, más ajustada, si tenemos en cuenta que Jesús vivió en esa Conciencia unitaria.
Y podremos reconocernos como no-separados de él, en lo que fue su propia experiencia, que es también la nuestra. También nosotros podremos ver que “el cielo se abre” –toda la realidad se nos muestra unificada-, que el Espíritu “se posa sobre nosotros” –el Dinamismo de lo Real que nos hace ser- y que realmente somos “hijos amados”, conciencia divina expresada en tantas formas.
Así leído, no sólo no hace falta “justificar” que Jesús fuera bautizado por el Bautista, sino que descubrimos el bautismo como una manifestación radiante de la verdad más honda que todos compartimos.
www.enriquemartinezlozano.com
Cada evangelista trata de salir al paso de esa “incomodidad”, con alguna explicación que “justifique” el hecho. Así, por ejemplo, en el apócrifo Evangelio de los Hebreos se lee:
“La madre de Jesús y sus hermanos le dijeron: Juan el Bautista bautiza para el perdón de los pecados; vayamos a ser bautizados. Pero él les respondió: ¿Qué pecado he cometido para ir a bautizarme? Con todo, puede que estas palabras mías contengan el pecado de ignorancia”.
Mateo, por su parte, hace un doble subrayado: por un lado, pone en boca del Bautista el reconocimiento humilde de quien se sabe “inferior”; por otro, busca dar una explicación del hecho remitiéndose al designio divino. De ese modo –y así se ha interpretado siempre en la historia cristiana-, se diluía lo que los discípulos de Jesús hubieran visto como una “incoherencia”.
Quizás será bueno que volvamos sobre ello desde nuestra perspectiva: ¿Por qué habría de resultar “incómodo” el hecho de que Jesús fuera bautizado por Juan?
Tal como yo lo veo, la respuesta hay que buscarla en dos direcciones, cada una correspondiente a un momento histórico. Por una parte, en la primera comunidad cristiana, encontraríamos la tendencia, tan habitual entre los humanos, a colocar “lo nuestro” por encima de todo lo demás: como si el reconocimiento de lo bueno del otro mermara el valor de lo propio.
Por otra parte, en la historia cristiana posterior, lo que parecía más difícil de asumir fue el hecho de que Jesús “necesitara” de un bautismo dirigido a los “pecadores”. Tras el proceso de “divinización” de Jesús, tal como se desarrolló sobre todo a partir de los concilios de Nicea y Calcedonia, resultaba impensable que Jesús hubiera tenido que ser bautizado.
Sin embargo, los hechos son tozudos. Y es bueno asumirlos como son, en lugar de entrar en justificaciones que confunden. Y el hecho es que, según los datos de que disponemos, Jesús quiso ser bautizado por Juan. Y esto no le ocasionaba ningún conflicto.
Los “conflictos” nacen siempre de las “comparaciones”, y éstas son obra del ego. Puede decirse que toda comparación con otros denota una no aceptación de sí mismo. La persona que se acepta y acoge bien no necesita compararse con nadie.
Por eso, y antes que nada, esa tendencia comparativa es una llamada de atención para que cuidemos la aceptación, humilde y comprensiva, de nosotros mismos. Puesto que la aceptación es el reconocimiento de la propia verdad, con sus luces y sus sombras, sólo será posible vivirla desde la humildad.
Pero, más allá todavía de la problemática psicológica que la explica, es bueno ver que la comparación nace siempre del ego, por las características propias de éste.
El ego, tanto individual como colectivo, tiene necesidad de sentirse “más que” los otros, en su desesperado intento de dotarse a sí mismo de una sensación de existencia. No puede haber ego que no alimente sentimientos de superioridad, incluso aunque estén “camuflados” bajo el disfraz de la inferioridad.
Eso significa que, mientras estemos identificados con el yo –eso es el ego-, la comparación y el afán de superioridad resultarán inevitables. Y, en consecuencia, en lugar de integrar y de unir, separaremos, dividiremos y excluiremos. Donde hay ego, hay separación y comparación, porque el propio ego es una identidad separada.
No hay, por tanto, otra salida posible que trascender esa identidad egoica, gracias a la comprensión que nos lleva a reconocernos en una Identidad “compartida”, que abraza a todos los seres, no negando las diferencias, pero apreciando la Unidad común.
En esta identidad es en la que se reconoció Jesús, la identidad del “Yo Soy” universal que a nadie deja fuera. Por eso, no se hizo problema de comparaciones ni de supuestas preeminencias.
Es evidente que, en nuestra tarea de análisis de la realidad, necesitamos hacer comparaciones entre diferentes elementos o perspectivas. No hablo aquí de eso, sino de la comparación que se asienta sobre la base de que fuéramos ‘yoes’ separados y que busca la afirmación de uno sobre otro. Esto es siempre obra del ego.
Decir que es del ego, equivale a afirmar que es un proceso mental. El yo con el que habitualmente nos identificamos es un producto de la mente, sostenido por la memoria.
Para salir de esa “falsa creencia” de que somos un “yo separado” frente a otros yoes, tenemos dos caminos: el conocimiento y el amor.
Gracias al amor, en la medida en que nos entregamos a su propio dinamismo, somos llevados a experimentar, de forma viva e inmediata, la Unidad que somos. Debido a su fuerza unitiva, la identidad del yo es trascendida y nos abrimos a la Identidad mayor y más profunda. Es lo que han experimentado, entre otros, los místicos que han vivido el “camino afectivo” o de entrega amorosa a la Divinidad, hasta percibirse como no-separados de ella.
El camino del conocimiento, por su parte, es el que nos lleva a comprender nuestra verdadera naturaleza, gracias al silenciamiento de la mente. En tanto en cuanto estamos en el pensamiento, no podemos percibirnos sino como “yo”. Necesitamos acallarlos, para “ver” más allá de ellos. A este ver, le llamamos “comprensión”.
El modo más eficaz de avanzar en este camino pasa por ejercitarnos en observar los propios pensamientos, situándonos cada vez más como testigos de todos los contenidos –mentales y emocionales- de nuestra conciencia.
Con la práctica, nos percataremos de que no somos el flujo de pensamientos y sentimientos que van y vienen, sino la Conciencia-Testigo que está detrás de todos ellos, apercibiéndose de lo que ocurre.
De ese modo, empezamos el proceso de desidentificarnos de nuestro yo, gracias a la comprensión de que somos “otra cosa”. Y percibiremos también que Eso que somos es compartido con todos los seres. Sin haberlo pretendido de un modo consciente, habremos dado el paso del “modelo mental” al “modelo no-dual”, del dualismo separador al holismo integrador.
En este nuevo modelo, podremos acercarnos también a Jesús desde una perspectiva inmensamente más rica y, con seguridad, más ajustada, si tenemos en cuenta que Jesús vivió en esa Conciencia unitaria.
Y podremos reconocernos como no-separados de él, en lo que fue su propia experiencia, que es también la nuestra. También nosotros podremos ver que “el cielo se abre” –toda la realidad se nos muestra unificada-, que el Espíritu “se posa sobre nosotros” –el Dinamismo de lo Real que nos hace ser- y que realmente somos “hijos amados”, conciencia divina expresada en tantas formas.
Así leído, no sólo no hace falta “justificar” que Jesús fuera bautizado por el Bautista, sino que descubrimos el bautismo como una manifestación radiante de la verdad más honda que todos compartimos.
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