No es fácil adoptar una postura acertada con los niños. Lo saben muy bien los padres y educadores. A veces, los idealizamos ingenuamente. Otras, descargamos sobre ellos nuestra irritación. En ocasiones, los utilizamos. Casi siempre los sometemos a nuestra voluntad. La actitud sorprendente de Jesús ante los pequeños y su invitación a acoger a los niños nos han de hacer pensar.
El niño es siempre un ser débil y vulnerable. Basta mirarlo con un poco de ternura. Su vida es frágil. Si no es acogido y protegido con amor, está llamado a sufrir lo indecible. Sin amor, nadie crece de manera sana y feliz.
El niño es sólo una «promesa de vida». Sólo lo pueden acoger y cuidar bien quienes lo miran con esperanza. Para ser un buen padre, una buena madre o un buen educador hay que olvidarse de cálculos. Hay que amar al niño sin ver resultados inmediatos. No todo se puede planificar. Lo importante es creer, confiar y acompañar con paciencia.
Rara vez el niño agradece lo que está recibiendo. Sólo se le puede querer con amor gratuito, a fondo perdido. El padre, la madre o el educador que pretenda exigir una respuesta adecuada a lo que está haciendo por él, se sentirá frustrado. Aquí no funciona la reciprocidad. Sólo son buenos padres y buenos educadores quienes disfrutan buscando el bien del niño y no su respuesta agradecida.
Al niño hay que tratar con alegría que es el signo que acompaña siempre a cualquier tarea creadora. Hacer feliz a un niño es ayudarle a ser bueno. Enseñarle a disfrutar y enseñarle a vivir. Esos niños de rostro triste y mirada apagada nos están acusando a todos. No les estamos transmitiendo la alegría de vivir.
Hay algo más. También los niños nacidos en esta sociedad tienen derecho a que alguien los inicie en la reflexión personal, en una cierta vida interior y en la apertura a Dios. Pocas cosas me apenan más que esos jóvenes a veces tan vacíos de interioridad y tan desvalidos para descubrir un sentido un poco hondo e inteligente a sus vidas. No hay mejor «regalo de Reyes» para un niño que encontrarse en la vida con un buen padre, una buena madre o un buen educador.
El niño es siempre un ser débil y vulnerable. Basta mirarlo con un poco de ternura. Su vida es frágil. Si no es acogido y protegido con amor, está llamado a sufrir lo indecible. Sin amor, nadie crece de manera sana y feliz.
El niño es sólo una «promesa de vida». Sólo lo pueden acoger y cuidar bien quienes lo miran con esperanza. Para ser un buen padre, una buena madre o un buen educador hay que olvidarse de cálculos. Hay que amar al niño sin ver resultados inmediatos. No todo se puede planificar. Lo importante es creer, confiar y acompañar con paciencia.
Rara vez el niño agradece lo que está recibiendo. Sólo se le puede querer con amor gratuito, a fondo perdido. El padre, la madre o el educador que pretenda exigir una respuesta adecuada a lo que está haciendo por él, se sentirá frustrado. Aquí no funciona la reciprocidad. Sólo son buenos padres y buenos educadores quienes disfrutan buscando el bien del niño y no su respuesta agradecida.
Al niño hay que tratar con alegría que es el signo que acompaña siempre a cualquier tarea creadora. Hacer feliz a un niño es ayudarle a ser bueno. Enseñarle a disfrutar y enseñarle a vivir. Esos niños de rostro triste y mirada apagada nos están acusando a todos. No les estamos transmitiendo la alegría de vivir.
Hay algo más. También los niños nacidos en esta sociedad tienen derecho a que alguien los inicie en la reflexión personal, en una cierta vida interior y en la apertura a Dios. Pocas cosas me apenan más que esos jóvenes a veces tan vacíos de interioridad y tan desvalidos para descubrir un sentido un poco hondo e inteligente a sus vidas. No hay mejor «regalo de Reyes» para un niño que encontrarse en la vida con un buen padre, una buena madre o un buen educador.
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