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martes, 4 de enero de 2011

Epifanía del Señor (Mt 2, 1-12) - Ciclo A: Entre la turbación y el deseo de luz


Por A. Pronzato

Isaías 60, 1-6; / Efesios 3, 2-3.5-6; / Mateo 2, 1-12

Dios se da a conocer a través del misterio

Dos términos. Uno sirve para definir a la fiesta de hoy: Epifanía. El otro nos lo ofrece san Pablo en la segunda lectura: misterio. Dios se manifiesta. Se revela Dios es luz. Es Epifanía.
Dios se da a conocer. Pero a través del misterio.
El misterio no puede ser conquistado, ni mucho menos forzado con las «armas impropias» de la razón. Sólo puede ser desvelado. Y esto es don, gracia, ofrecimiento de luz (y hasta de «luces»), comunicación secreta que se hace bajo formas, lugares y tiempos sorprendentes, y a las personas en las que menos se podría pensar.
Misterio. O sea, es totalmente verdad. Pero no como uno se lo esperaría.
La promesa era archisabida; todo el mundo la repetía. Pero su realización constituye una novedad desconcertante.
Lo que estaba escondido pasa a ser noticia. Pero su contenido, sus portadores y sus destinatarios no son los que estaban previstos.
Se cumple la profecía de Isaías. Pero de otra manera.
Jerusalén sigue siendo la ciudad de la luz. Sobre ella brilla la gloria del Señor. Pero ahora es prácticamente imposible fijar la situación de Jerusalén en un punto geográfico concreto.
Por otra parte, cuando escribía el Tercer Isaías, Jerusalén estaba aún probablemente reducida a un montón de escombros (y lo mismo se repite cuando Mateo redacta su evangelio.
Los mismos magos encuentran la luz fuera de Jerusalén. En Jerusalén están sólo de paso, para recoger informes. Pero en la ciudad no descubren lo que buscaban.
Todavía se habla de la «ciudad santa». Pero lo que cuenta es una persona.
Se trata de que nos demos cuenta de que la epifanía no está reservada a los magos «venidos de oriente».
También en nuestro camino se dan numerosas epifanías, infinitas revelaciones. Las señales no son necesariamente clamorosas (más aún, casi nunca lo son).
Pero se sigue ofreciendo la luz (y hasta las «luces») a cada uno de nosotros.
Dios espera siempre a alguien dispuesto a abrir los ojos. Mejor dicho: a dejarse abrir los ojos.

Cercano y lejano

La revelación de la luz se lleva a cabo con criterios paradójicos. Señalemos algunos.
La ciudad se levanta sobre el poder (Herodes), sobre la seguridad del saber (los escribas), sobre las tradiciones religiosas que han congelado el pasado (los sumos sacerdotes).
Y Dios no está en el centro de esa ciudad. Se sitúa fuera de ella. Al otro lado de las murallas, de los textos sagrados, de los hábitos y de los ritos acostumbrados.
Dios se desmarca de las posiciones de los poderosos y de los doctos. Dios se establece en la periferia.
No acepta servir de apoyo a la seguridad del poder y del saber. Dios es, por así decirlo, «periférico».
La verdad es nómada.
Los escribas y los sumos sacerdotes se mueven en la más perfecta ortodoxia. Pero no en la verdad.
Entonces es imposible determinar quién está cerca y quién lejos. Herodes, los escribas, la población de Jerusalén se quedan muy lejos del acontecimiento. Lo rozan.
Pero no lo alcanzan. Permanecen extraños. Y hasta excluidos.
Son los lejanos quienes son admitidos a descubrir el secreto.
Sí, realmente «los hijos vienen de lejos», no crecen en la familia. La epifanía abre un horizonte de universalidad.
Pero esta universalidad pasa necesariamente por el «camino estrecho» de la pequeñez: un niño inerme, al que sirven de marco unas personas que no cuentan. Un cuadro modesto, insignificante.
Lo importante, lo decisivo, pasa inadvertido. Los valores más preciosos quedan olvidados.
La verdad se hace encontrar por quien ha visto encenderse en su propio horizonte una estrella. Y ha aceptado, a su vez, hacerse pequeño, mendigo, humilde buscador.

La adoración es revolucionaria
Fijémonos en los personajes que ocupan la escena.
Herodes, toda Jerusalén, los sumos sacerdotes y los escribas, por un lado. Los magos, por otro.
El sistema religioso y el del saber andan mezclados con el poder. Se ponen incluso a su servicio, a su disposición, dóciles a sus órdenes («El rey Herodes... convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país...»). En este caso los tres poderes se refuerzan mutuamente, defendiéndose de lo que les amenaza.
Se subraya la «turbación» del soberano. Una turbación que se contagia a los consejeros y aliados.
Cunde la preocupación por las salas de palacio frente a un peligro oscuro, frente a una llegada no prevista por el protocolo de la corte. Y todo esto lo provoca una simple frase de aquellos forasteros: «Venimos a adorarlo».
Aquellos misteriosos y molestos personajes han venido a adorar, a nada más. Su objetivo principal es la adoración, no el ofrecimiento de dones. Además, los dones irán a parar a otro sitio, no ciertamente al tesoro del templo o a las arcas del rey.
El poder se siente turbado, amenazado, puesto en discusión por una gente dispuesta a doblar las rodillas ante el Señor, y que no se deja impresionar por todas esas grandezas falsas (al contrario, las redimensiona sin piedad alguna), relativizando así todo cuanto pretende erigirse en absoluto.
Resulta difícil doblegar, integrar, manipular, a unos individuos que reservan su adoración al único que tiene derecho a ella.
Los verdaderos adoradores resultan inaferrables, incontrolables, imprevisibles. Ningún señor abusivo puede «disponen» de individuos capaces de adorar.
El rey convoca a su antojo a los escribas, que le ofrecen las respuestas deseadas.
Pero los adoradores plantean preguntas inquietantes, poco tranquilizadoras, no programadas, fuera del guión establecido.
La adoración auténtica resulta desestabilizante, subversiva de las estructuras, de los privilegios, de los equilibrios, de los intereses. Pero la «turbación» de la gente de Jerusalén es de otro signo. Es una gente hundida en la indiferencia, abandonada a la ligereza. La llegada de aquellos personajes exóticos y la pregunta que plantean provocan un ligero sobresalto en la superficie, un movimiento de curiosidad, encienden la atención de un momento. Luego, todo vuelve a la normalidad.
Nada más que una emoción pasajera, que no deja huellas en profundidad.
¿Qué se necesita para sacudir, para suscitar un interés real, para hacer que explote una insatisfacción, para suscitar una búsqueda seria, para dar ganas de emprender un camino distinto, en una masa amorfa que se ha acomodado, resignado, que se ha hecho impermeable a las llamadas que vienen de lejos?
Es una pregunta inquietante que todavía hoy no ha encontrado respuesta.
Frente a esta gente «turbada» porque no tiene ninguna intención de cambiar, de abandonar las posiciones adquiridas, de renunciar al propio prestigio, o sólo ligeramente conmovida para volver inmediatamente después a su inercia, están estos sabios venidos de oriente, que se empeñan en ser hombres de deseo, en llevar a término un viaje que no era ni mucho menos confortable, para lograr finalmente descifrar la señal misteriosa que se les había aparecido en su horizonte doméstico.

Buscar lo que se ha recibido
Y se precisan de este modo dos actitudes contrapuestas:
-«Convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país...».
-«Venimos a adorarlo...».
Es decir, la actitud de los que saben, de los que han recibido en herencia o en concesión exclusiva, de los que se sienten poseedores de la verdad. Son ellos los que tienen los textos.
Y la actitud de los que buscan... Estos sólo tienen un camino. Los primeros creen que pueden liquidar el asunto tan molesto, resolver la cuestión tan fastidiosa, sentenciando gravemente: «Está escrito...».
Sí, todo está escrito en los códigos. Allí están las respuestas. Cualquiera que sea el problema que se plantee, no hay por qué preocuparse: todo está ya escrito, previsto.
Está escrita la justicia, están escritos los derechos del hombre, está escrita la sacralidad de la persona, está escrita la tolerancia, está escrita la dignidad de la mujer, está escrita la paz, está escrito el diálogo, está escrito el perdón, está escrita la pobreza, están escritos los valores de las otras culturas.
Pero allí están los magos para demostrar con su presencia incómoda que no basta con que esté escrita una cosa. «Venimos...».
Los libros son importantes, pero no bastan. Los documentos (al menos algunas veces) son necesarios, pero sigue abierto el tema del compromiso. Todo está en los textos, pero los textos no son todo.
Cuando uno sabe, explica, discute, no con ello está dicho que haga progresar la causa de la verdad. Ni tampoco que él progrese en la verdad.
La verdad necesita dar pasos.
La verdad no está en las páginas que se leen, sino que fija su cita a lo largo de un camino que nunca se recorre de una vez por todas. Los libros sirven cuando remiten a la vida, cuando lanzan al camino, cuando meten en una aventura arriesgada.
También los magos tenían sus libros. Pero no se limitaron a saber. No se contentaron con su ciencia precedente. Partieron, emprendieron un viaje que no sabían adónde les conduciría. «Venimos... ».
Si, vinieron a buscar, a ver, a encontrar. «Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron». «Después, abriendo sus cofres...».
No vinieron a hacer negocios, sino a ofrecer. Sus tesoros iban destinados a la «novedad» que había logrado desinstalarlos. Se despojaron de lo que tenían, dejándose revestir de luz. «Se marcharon a su tierra por otro camino...».
En el fondo, es éste el itinerario que también nosotros debemos recorrer.
Lo que hemos recibido, lo que sabemos, tenemos que buscarlo, descubrirlo, «verlo», hacerlo nuestro, recorriendo nuestro camino, irrepetible para cada uno de nosotros.
También para nosotros será Epifanía si no nos contentamos con gastar nuestra vista sobre los libros, sino que nos dejamos quemar por una luz que se concede a cuantos aman el camino.

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