Por Clemente Sobrado C. P.
La frase es de A. de Mello: “nadie se emborracha por hablar mucho del vino”. Para emborra- charnos hay que beber el vino.
Yo añadiría tampoco nadie se “emborracha de Dios por mucho que hablemos de El”. Hasta los curas, que nos pasamos la vida hablando de Dios es posible que, más que borrachos, estemos todos muy cuerdos”.
Es que las palabras no emborrachan.
A lo más, la excesiva palabrería puede emborracharnos de aburrimiento y cansancio.
Juan no habla de Jesús de memoria sino por propia experiencia.
El no le conocía. Pero el Señor le dio los criterios para identificarlo.
“Y él contempló al Espíritu Santo que bajaba del cielo como paloma, y se posó sobre él”.
Y él lo ha visto “y por eso da testimonio de que es el Hijo de Dios”.
Dios no es una simple noticia que podemos leer en el periódico o escuchar en los noticiarios de la TV o de la Radio. A Dios sólo podemos conocerlo desde nuestra experiencia.
A Dios es preciso verlo en nuestra experiencia.
A Dios hay que sentirlo en nuestra experiencia.
Y no de segunda mano a través de quien escribe o habla de El.
Por eso tampoco podemos hablar de Dios si antes nosotros mismos no lo hemos visto.
No podemos hablar de Dios porque otros no lo han dicho.
No podemos hablar de Dios porque lo hemos leído en libros.
Sólo puede habla adecuadamente de Dios quien lo ha visto, lo ha sentido en su corazón.
Cuando hablamos de Dios un poco de memoria o de oídas, Dios deja de ser sorpresa y hasta su mismo nombre se vulgariza tanto que apenas despierta inquietud alguna en nuestros corazones. “Dios” está siendo una palabra demasiado manida. Porque hasta los que no creen en El hablan de El.
En esto tendremos que darle la razón a Julián Green que escribe: “Todo el mundo creía, pero nadie gritaba de asombro, de felicidad o de espanto”. ¿A quién asombra Dios hoy? ¿A quién causa verdadera felicidad hablar de él o escuchar hablar de él?
Quisiera citar aquí una frase de Pagola que escribe: “Parecemos hombres y mujeres que, por decirlo con palabras del Bautista, han sido “bautizados con agua”, pero a los que les falta todavía “ser bautizados con el Espíritu Santo y fuego”.
Es preciso contemplar al Espíritu bajar y posarse sobre Jesús. Pero también es necesario “contemplar al Espíritu bajar y posarse sobre nosotros”. Porque sólo el Espíritu es capaz de revelarnos de verdad el verdadero rostro de Dios. Fue el Espíritu el que lo concibió en el seno de María. Fue el Espíritu el que inspiró su Palabra.
Nuestra misma oración es mucho más un monólogo nuestro con El, más que un verdadero diálogo. Entendemos que orar es lo que nosotros le decimos, cuando la verdadera oración debiera estar llena de “escucha”, porque lo que nosotros le decimos ya lo sabe antes que se lo digamos. Pero nosotros no sabemos lo que él quiere decirnos en cada momento.
Para hablar y anunciar a Dios necesitamos:
Hablar de lo que hemos visto y oído.
Hablar con convencimiento.
Hablar con gozo y con alegría.
Y sobre todo, hablar con el testimonio de nuestra vida.
Siempre se necesita de que “alguien vea primero” para poder luego mostrarlo a los demás. Y esto es válido para todos los que nos llamamos creyentes. No puedo mostrar las flores de mi jardín si antes yo mismo no las veo. Ni puedo hablar de la calidad del vino si antes no lo he probado.
Dios no necesita “propagandistas”.
Dios necesita “testigos”. “Y vosotros seréis mis testigos”. Y Juan en la introducción a su primera Carta nos dice hasta nueve veces “lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado con nuestras manos” esto es lo “que os anunciamos”.
Los hijos necesitan de padres que han visto.
Los fieles necesitan de sacerdotes que han visto.
El mundo necesita de cristianos que han visto.
Por eso todos necesitamos de “ese bautismo del Espíritu y fuego” para que el agua con que nos bautizaron no se seque de inmediato.
www.iglesiaquecamina.com
Yo añadiría tampoco nadie se “emborracha de Dios por mucho que hablemos de El”. Hasta los curas, que nos pasamos la vida hablando de Dios es posible que, más que borrachos, estemos todos muy cuerdos”.
Es que las palabras no emborrachan.
A lo más, la excesiva palabrería puede emborracharnos de aburrimiento y cansancio.
Juan no habla de Jesús de memoria sino por propia experiencia.
El no le conocía. Pero el Señor le dio los criterios para identificarlo.
“Y él contempló al Espíritu Santo que bajaba del cielo como paloma, y se posó sobre él”.
Y él lo ha visto “y por eso da testimonio de que es el Hijo de Dios”.
Dios no es una simple noticia que podemos leer en el periódico o escuchar en los noticiarios de la TV o de la Radio. A Dios sólo podemos conocerlo desde nuestra experiencia.
A Dios es preciso verlo en nuestra experiencia.
A Dios hay que sentirlo en nuestra experiencia.
Y no de segunda mano a través de quien escribe o habla de El.
Por eso tampoco podemos hablar de Dios si antes nosotros mismos no lo hemos visto.
No podemos hablar de Dios porque otros no lo han dicho.
No podemos hablar de Dios porque lo hemos leído en libros.
Sólo puede habla adecuadamente de Dios quien lo ha visto, lo ha sentido en su corazón.
Cuando hablamos de Dios un poco de memoria o de oídas, Dios deja de ser sorpresa y hasta su mismo nombre se vulgariza tanto que apenas despierta inquietud alguna en nuestros corazones. “Dios” está siendo una palabra demasiado manida. Porque hasta los que no creen en El hablan de El.
En esto tendremos que darle la razón a Julián Green que escribe: “Todo el mundo creía, pero nadie gritaba de asombro, de felicidad o de espanto”. ¿A quién asombra Dios hoy? ¿A quién causa verdadera felicidad hablar de él o escuchar hablar de él?
Quisiera citar aquí una frase de Pagola que escribe: “Parecemos hombres y mujeres que, por decirlo con palabras del Bautista, han sido “bautizados con agua”, pero a los que les falta todavía “ser bautizados con el Espíritu Santo y fuego”.
Es preciso contemplar al Espíritu bajar y posarse sobre Jesús. Pero también es necesario “contemplar al Espíritu bajar y posarse sobre nosotros”. Porque sólo el Espíritu es capaz de revelarnos de verdad el verdadero rostro de Dios. Fue el Espíritu el que lo concibió en el seno de María. Fue el Espíritu el que inspiró su Palabra.
Nuestra misma oración es mucho más un monólogo nuestro con El, más que un verdadero diálogo. Entendemos que orar es lo que nosotros le decimos, cuando la verdadera oración debiera estar llena de “escucha”, porque lo que nosotros le decimos ya lo sabe antes que se lo digamos. Pero nosotros no sabemos lo que él quiere decirnos en cada momento.
Para hablar y anunciar a Dios necesitamos:
Hablar de lo que hemos visto y oído.
Hablar con convencimiento.
Hablar con gozo y con alegría.
Y sobre todo, hablar con el testimonio de nuestra vida.
Siempre se necesita de que “alguien vea primero” para poder luego mostrarlo a los demás. Y esto es válido para todos los que nos llamamos creyentes. No puedo mostrar las flores de mi jardín si antes yo mismo no las veo. Ni puedo hablar de la calidad del vino si antes no lo he probado.
Dios no necesita “propagandistas”.
Dios necesita “testigos”. “Y vosotros seréis mis testigos”. Y Juan en la introducción a su primera Carta nos dice hasta nueve veces “lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado con nuestras manos” esto es lo “que os anunciamos”.
Los hijos necesitan de padres que han visto.
Los fieles necesitan de sacerdotes que han visto.
El mundo necesita de cristianos que han visto.
Por eso todos necesitamos de “ese bautismo del Espíritu y fuego” para que el agua con que nos bautizaron no se seque de inmediato.
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