Vivimos tiempos de crisis religiosa. Parece que la fe va quedando como ahogada en la conciencia de no pocas personas, reprimida por la cultura moderna y por el estilo de vida del hombre de hoy. Pero, al mismo tiempo, es fácil observar que de nuevo se despierta en bastantes la búsqueda de sentido, el anhelo de una vida diferente, la necesidad de un Dios Amigo.
Es cierto que se ha extendido entre nosotros un escepticismo generalizado ante los grandes proyectos y las grandes palabras. Ya no tienen eco los discursos religiosos que ofrecen «salvación» o «redención». Ha disminuido, hasta casi desaparecer, la esperanza misma de que pueda realmente oírse una Buena Noticia para la humanidad.
Pero, al mismo tiempo, crece en no pocos la sensación de que hemos perdido la dirección acertada. Algo se hunde bajo nuestros pies. Nos estamos quedando sin metas ni puntos de referencia. Nos damos cuenta de que podemos solucionar «problemas», pero que somos cada vez menos capaces de resolver «el problema» de la vida. ¿No estamos más necesitados que nunca de salvación?
Vivimos también «tiempos de fragmentación». La vida se ha atomizado. Cada uno vive en su compartimiento. Queda muy lejos aquel humanismo que buscaba la verdad y el sentido de totalidad. Hoy no se escucha al sabio humanista, sino al experto especialista que sabe mucho de una parcela, pero lo ignora todo sobre el sentido de la vida.
Pero, al mismo tiempo, no pocas personas comienzan a sentirse mal en este mundo vertiginoso de datos, informaciones y cifras. No pueden evitar los interrogantes eternos del hombre. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿No hay dónde encontrar un sentido último a la vida?
Son también tiempos de pragmatismo científico. El hombre moderno ha decidido (no se sabe por qué) que sólo existe lo que puede comprobar la ciencia. No hay más. Lo que a ella se le escapa, sencillamente no existe.
Naturalmente, en este planteamiento tan simple como poco científico, Dios no tiene cabida y la fe religiosa queda relegada al mundo desfasado de los no progresistas.
Sin embargo, son muchos los que van tomando conciencia de que este planteamiento se queda muy corto, pues no responde a la realidad. La vida no es un «gran mecano», ni el hombre sólo «una pieza» de un mundo que pueda ser desentrañado por la ciencia. Por todas partes se presiente el misterio: en el interior del ser humano, en la inmensidad del cosmos, en la historia de la humanidad.
Por eso, surge de nuevo la sospecha: ¿No serán justamente las «cuestiones» sobre las que la ciencia guarda silencio, las que constituyen el sentido de la vida? ¿No será una grave equivocación perder la respuesta al misterio de la existencia? ¿No es una tragedia prescindir tan «ingenuamente» de Dios?
Mientras tanto, siguen ahí las palabras de Jesús: «Convertíos, porque está cerca el Reino de Dios.»
Es cierto que se ha extendido entre nosotros un escepticismo generalizado ante los grandes proyectos y las grandes palabras. Ya no tienen eco los discursos religiosos que ofrecen «salvación» o «redención». Ha disminuido, hasta casi desaparecer, la esperanza misma de que pueda realmente oírse una Buena Noticia para la humanidad.
Pero, al mismo tiempo, crece en no pocos la sensación de que hemos perdido la dirección acertada. Algo se hunde bajo nuestros pies. Nos estamos quedando sin metas ni puntos de referencia. Nos damos cuenta de que podemos solucionar «problemas», pero que somos cada vez menos capaces de resolver «el problema» de la vida. ¿No estamos más necesitados que nunca de salvación?
Vivimos también «tiempos de fragmentación». La vida se ha atomizado. Cada uno vive en su compartimiento. Queda muy lejos aquel humanismo que buscaba la verdad y el sentido de totalidad. Hoy no se escucha al sabio humanista, sino al experto especialista que sabe mucho de una parcela, pero lo ignora todo sobre el sentido de la vida.
Pero, al mismo tiempo, no pocas personas comienzan a sentirse mal en este mundo vertiginoso de datos, informaciones y cifras. No pueden evitar los interrogantes eternos del hombre. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿No hay dónde encontrar un sentido último a la vida?
Son también tiempos de pragmatismo científico. El hombre moderno ha decidido (no se sabe por qué) que sólo existe lo que puede comprobar la ciencia. No hay más. Lo que a ella se le escapa, sencillamente no existe.
Naturalmente, en este planteamiento tan simple como poco científico, Dios no tiene cabida y la fe religiosa queda relegada al mundo desfasado de los no progresistas.
Sin embargo, son muchos los que van tomando conciencia de que este planteamiento se queda muy corto, pues no responde a la realidad. La vida no es un «gran mecano», ni el hombre sólo «una pieza» de un mundo que pueda ser desentrañado por la ciencia. Por todas partes se presiente el misterio: en el interior del ser humano, en la inmensidad del cosmos, en la historia de la humanidad.
Por eso, surge de nuevo la sospecha: ¿No serán justamente las «cuestiones» sobre las que la ciencia guarda silencio, las que constituyen el sentido de la vida? ¿No será una grave equivocación perder la respuesta al misterio de la existencia? ¿No es una tragedia prescindir tan «ingenuamente» de Dios?
Mientras tanto, siguen ahí las palabras de Jesús: «Convertíos, porque está cerca el Reino de Dios.»
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