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viernes, 4 de febrero de 2011

V Domingo del T.O. (Mt 5, 13-16) - Ciclo A: TRES NIVELES EN EL YO



La proclamación de las Bienaventuranzas termina en lo que podemos considerar como una constatación: quien las vive se convierte automáticamente en “sal” y “luz”.

Se trata de dos imágenes profundamente elocuentes, que tienen que ver con dos de nuestros sentidos y que apuntan hacia algo que todos anhelamos: el sabor y la luz.

Al hilo del comentario anterior, en el que veníamos a concluir que es “bienaventurado” quien reconoce la Conciencia (Presencia o Quietud) como su identidad más profunda (el Yo Soy, sin añadidos), más allá de la forma concreta del “yo”, la conclusión parece clara.

La identificación con el yo produce oscuridad y dis-gusto, es decir, ignorancia y sufrimiento. Porque provoca una reducción a él, y la persona queda constreñida, como encerrada en una prisión, a merced de la impermanencia característica de la mente. Indudablemente, la identificación con el yo nos resta luz y sabor, porque nos hace vivir desconectados de nuestra verdadera naturaleza. No es nada extraño que la vida se torne vacía y sin sentido.

Por el contrario, cuando venimos al presente, silenciando los pensamientos, emerge la plenitud y, simultáneamente, la percepción de nuestra identidad profunda: ahí, todo aparece revestido de luz y de sabor; el Sentido es un rasgo característico de la Presencia.

La sal garantiza el sabor…, a condición de que se disuelva. La persona es “sabrosa” en la misma medida en que ha “disuelto” la identificación con su yo. Eso es lo que la hace vivir desegocentrada, como un “espacio abierto” o “campo de conciencia” acogedor, en el que nadie se siente juzgado.

En ausencia de “yo”, la persona se convierte en receptividad y acogida, dando sabor a todo lo que emprende.

De la misma manera, en ausencia de “yo”, todo se hace luz. Porque el yo, al ser una perspectiva tan limitada como interesada en su propia autoafirmación, opaca la visión. Toma como definitiva la ínfima perspectiva que a él le es accesible, ignorando todo lo demás.

Un poco antes, Mateo nos había dicho que Jesús era “la luz que brilló en Galilea” (4,16). Ahora se afirma de todo aquél que asume el espíritu de las Bienaventuranzas. Es decir: somos luz, como Jesús, en la medida en que, tomando distancia de nuestro yo, permitimos sencillamente que la luz “pase” a través nuestro de una manera desapropiada.

“Dios es luz –se lee en la Primera Carta de Juan (1,5)- y no hay en él tiniebla alguna”. La persona que vive en la Presencia –reconociendo en ella su verdadera identidad- es un “cauce” a través del cual pasa la propia luz divina.

Ni la impide, ni la retiene, ni se la apropia: Dios mismo se hace patente y su nombre –tal como dice Jesús- es glorificado. “Dar gloria al Padre” equivale a reconocer con admiración la Belleza de todo lo que es, el milagro de la Vida –a pesar de tantos signos aparentes de “muerte”- y la Luz que todo lo impregna… y que percibimos cuando salimos de la prisión de la mente.

Lo que queda claro es que la identificación con el yo impide ser sal y luz. También –o quizás más- cuando es un “yo religioso”. Porque el yo necesita “notarse” y “brillar”; no está dispuesto a “disolverse” ni a pasar desapercibido. Al yo no se le puede pedir que “su mano izquierda no sepa lo que hace su derecha” (como dirá Mateo un poco más adelante: 6,3), porque pertenece a su naturaleza buscar su propia “gloria”.

Si queremos superar todas esas aporías no cabe luchar contra el yo, sino trascenderlo, porque empezamos a comprender que no somos él. Cuando se da esa comprensión, podemos dejar de vivir para él.

Puesto que todo gira, realmente, en torno a la percepción de nuestra propia identidad –¿quiénes somos?- y todo depende de la respuesta que demos a esa cuestión, resulta prioritario clarificar este punto.

Como nos recuerda Mónica Cavallé, la sabiduría ha distinguido tres niveles en la consideración del “yo”: El Yo Universal, el yo particular y el yo superficial (M. CAVALLÉ, La sabiduría recobrada. Filosofía como terapia, Martínez Roca, Barcelona 2006, p. 112ss.). Me gustaría explicitar cada uno de esos niveles del modo más pedagógico, para que resulte accesible:

· El Yo Universal alude a nuestra verdadera naturaleza, a la Realidad última o absoluta, Lo Que Es (sin añadidos):

- es una Identidad compartida: en cierto modo, en ella nos reconocemos todos los seres, porque todos, aunque de modo diferente, la compartimos: todos somos;
- es el “agua” que constituye, por igual, al océano y a las olas;
- es el Yo Soy.


· Ese Yo Universal se expresa en cada yo particular o individual que, en este sentido, no es esencialmente diverso de aquél, de un modo análogo a como la ola no es de diversa naturaleza que el océano:

- es una identidad particular;
- es una de las infinitas formas (“olas”) en las que el Yo Soy (“agua”) se expresa;
- es el yo soy esto.

· El yo superficial o ego es, en cierto modo, una patología, nacida de la ignorancia de lo que somos, y resulta de la identificación exclusiva con aquello que hay de estrictamente particular en nosotros: nuestro cuerpo y nuestra mente o psiquismo. Con otras palabras, el ego es el yo que se cree autoconsistente, pero que en realidad sólo tiene la (aparente) sensación de vivir:

- nace de la apropiación de los objetos –mentales o materiales- con los que se identifica;
- es una “ola” que desconoce su naturaleza de “agua”;
- es el yo soy sólo esto.

Es claro que el reconocimiento de nuestra verdadera identidad está en función del nivel de conciencia en que nos encontremos y, más globalmente, de su proceso de evolución.

El primer nivel conciencia del ser humano, tanto en el bebé individual como en la especie en su conjunto, se caracteriza por la fusión indiferenciada; no existe aún consciencia de separación: es el estadio del no-yo prepersonal. A él seguirán el yo-corporal –o “conciencia corporal”, si se acepta esta expresión contradictoria-, el yo-mental, en sus diferentes etapas –mágico, mítico, racional-, que dará paso a un no-yo transpersonal –primero como Conciencia Testigo y, más adelante, como Conciencia No-dual-.

En este nivel, la percepción de la “propia” identidad se modifica de un modo radical: la persona “se” reconoce, más allá del “yo particular”, y se vive anclada en el “Yo Soy” o “Yo universal”, identidad compartida con todo lo que es.

A lo largo de la historia humana, encontramos personas que han vivido en esta identidad. Hoy, sin embargo, parece haber indicios que nos hablan de que, colectivamente, nos hallamos en ese umbral.

Jesús habla desde esa identidad –la Conciencia transpersonal- e invita a los discípulos a que se reconozcan en ella. El se sabe “Yo Soy”, y sólo así se entiende la expresión: “Antes de que Abraham naciese, yo soy” (evangelio de Juan 8,58). Aunque, históricamente, el gran patriarca había nacido dieciocho siglos antes, el Yo Soy es atemporal, eterno.

La identificación con el yo nos hace vivir forzosamente egocentrados –el yo no puede sino vivir para él- y nos hace olvidar que nuestra verdadera identidad no conoce límites.

Podremos dar pasos de desidentificación en la medida en que activemos alguna de estas prácticas:

· observando el pensamiento (o el yo),

· ejercitándonos en venir cada instante al momento presente, volcándonos en los que hacemos,

· o entregándonos por amor.

En cualquiera de esos tres casos lo que ocurre es que la mente se silencia. Y su silencio equivale a trascender el yo, que únicamente vive porque nos identificamos con nuestro pensamiento. Trascendido el yo, dejaremos de buscar su “gloria”, y permitiremos sencillamente que la Gloria (Dios) sea.



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