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viernes, 4 de febrero de 2011

V Domingo del T.O. (Mt 5, 13-16) - Ciclo A: Vosotros sois la luz del mundo



● Ruego por pedir el don de comprender el Evangelio y poder conocer y estimar a Jesucristo y, así, poder seguirlo mejor.
● Apunto algunos hechos vividos esta semana que ha acabado.
● Leo el texto. Después contemplo y subrayo.
● Ahora apunto aquello que descubro de JESÚS y de los otras personajes, la BUENA NOTICIA que escucho... ¿qué descubro de la misión y acción de la Iglesia y de cada discípulo de Cristo? Mi vida-acción-contemplación, ¿es de estilo de vida?
● Y vuelvo a mirar la vida, los HECHOS vividos, las PERSONAS de mi entorno... desde el Evangelio. ¿He descubierto la presencia de Dios? ¿A quién he encontrado que actuara como “sal”, como “luz”, como levadura?
● Llamadas que me hace -nos hace- el Padre hoy a través de este Evangelio y compromiso.
● Plegaria. Diálogo con Jesús dando gracias, pidiendo...

“¿PARA QUÉ?”

VER

Ante una situación difícil que estaba atravesando una persona, no hacía más que preguntarse: “¿Por qué me ocurre esto?”, sin encontrar respuesta satisfactoria. Hasta que le sugerí: “No te quedes sólo en el ‘por qué’; pregúntate también ‘para qué’”. En ese momento no entendía lo que le decía, pero pasado el tiempo, me comentó que ahora podía entender algo mejor “para qué” había tenido que pasar lo que pasó. Y es que a veces confundimos el “por qué” con el “para qué”. Cuando nos preguntamos “¿por qué?”, estamos buscando la causa o motivo de algo y a veces no vamos a encontrar respuesta o no nos va a resultar satisfactoria; mientras que si nos preguntamos “¿para qué?”, estamos buscando el propósito o la finalidad de algo, y en este caso, aunque también cueste, sí que es posible con el tiempo llegar a descubrir ese propósito o finalidad.

JUZGAR

Hoy la Palabra de Dios nos invita a que pensemos en algunos “¿para qué?”. A veces nos preguntamos: ¿Por qué soy cristiano? ¿Por qué sigo este camino? ¿Por qué existe la Iglesia? Y quizá las respuestas a estas preguntas no lleguen a satisfacernos; es mejor preguntarnos: ¿Para qué seguimos a Cristo? ¿Para qué asumimos seguir el camino de las Bienaventuranzas, como veíamos el domingo pasado? ¿Para qué existe la Iglesia? Y la respuesta la hemos escuchado en el Evangelio, resumida en dos imágenes muy claras: para ser «sal de la tierra y luz del mundo».

Como se indica en “Llamados por la Gracia de Cristo” (paso 7): «la misión de la Iglesia [es] anunciar la Buena Noticia, es decir: evangelizar. (...) “Evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar” (Evangelii nuntiandi, 14). Toda la Iglesia es, pues, evangelizadora. Al ser misión recibida de Cristo, el anuncio del evangelio compromete a todos y cada uno de los cristianos. Esta misión nace de la experiencia del encuentro de la persona con Cristo. Encuentro en la fe que produce en el cristiano un cambio y una felicidad que empuja a ser comunicada. Esta experiencia la transmite a los demás para que puedan sentirla y vivirla ellos también». Ésta es nuestra misión, nuestro “para qué”. Y si esta misión no la cumplimos, es como si la luz que hemos recibido la metiésemos «debajo del celemín», y entonces «la sal se vuelve sosa y no sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente». No responderemos al “para qué” somos cristianos y somos Iglesia.

Por eso, si queremos cumplir bien nuestra misión, encontrar y mostrar nuestro “para qué”, no debemos olvidar que «para que ésta [la evangelización] sea total ha de llevar al compromiso por la transformación del mundo y de sus estructuras. El encuentro con Cristo no sólo transforma a las personas, sino que debe convertirlas en transformadoras de la sociedad con sus vidas y su palabra. Porque “evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad” (Pablo VI, E.N. 18). Ninguna realidad humana es indiferente a la transformación que Cristo ha traído y que se perpetúa en la Iglesia cuando evangeliza». Así es como seremos sal de la tierra y luz del mundo, como indicaba la 1ª lectura: «parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo... Entonces romperá tu luz como la aurora... brillará tu luz en las tinieblas». Si procuramos ser sal y luz se cumplirá el objetivo, el para qué de la misión evangelizadora: «para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo». Para que descubran la Buena Noticia.

Y el cumplimiento de esta misión, llevar a cabo nuestro “para qué”, no requiere grandes capacidades intelectuales o materiales. Como decía san Pablo en la 2ª lectura: «mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios». No se trata de quedar nosotros bien, sino de manifestar la presencia y acción del Espíritu de Dios, “para eso” debemos ser sal de la tierra y luz del mundo.

ACTUAR

¿He pensado alguna vez “para qué” soy cristiano, “para qué” soy Iglesia? Hablando evangélicamente, ¿soy una persona “salada y luminosa”, o “sosa y apagada”? ¿Dónde y cómo llevo la Buena Noticia para ser sal y luz del mundo? ¿Tengo claro que he de mostrar la acción del Espíritu para que den gloria al Padre?

La semana pasada, citando unas frases de la Campaña de Cáritas de este años, veíamos que “mucha gente pequeña haciendo muchas cosas pequeñas en muchos lugares pequeños, puede cambiar el mundo. Otro estilo de vivir es posible”. Podemos y debemos ser “sal y luz”, el mismo Señor nos capacita para ello con su Palabra y con su Cuerpo y Sangre. Así anunciaremos de palabra y de obra la Buena Noticia y con nuestro compromiso humanizador, evangelizador y transformador, mostraremos de modo creíble para qué servimos los cristianos, y para qué seguimos al Señor en y desde la Iglesia.

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