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sábado, 5 de febrero de 2011

V Domingo del T.O. (Mt 5, 13-16) - Ciclo A: IDENTIDAD DEL DISCÍPULO DE JESÚS



1. Sal de la tierra. El discípulo de Cristo, el cristiano, ha de superar el espejismo de una religión alienante (1ª lect.) y la tentación de los falsos métodos de eficacia evangélica al estilo humano (2ª lect.), para poder cumplir la misión que Jesús le confía de ser luz del mundo y sal de la tierra. Así se concluye del evangelio de hoy, que es continuación inmediata de las bienaventuranzas que meditábamos el domingo anterior.

Mediante tres parábolas proverbio, nos muestra hoy Jesús qué es ser discípulo suyo: sal de la tierra, luz del mundo y ciudad visible en lo alto de un monte. Las tres imágenes convergen en una misma dirección: el testimonio de la vida al servicio de los demás, como Cristo mismo.

La sal es la primera de las imágenes a que apela Jesús para definir la identidad de su discípulo. La sal es elemento familiar a cualquier cultura, pues desde siempre se ha empleado para dar sabor a la comida. Por eso la sal resulta un feliz simbolismo, de gran riqueza expresiva, para centrar la misión del seguidor de Jesús en medio de la sociedad. La sal es un protagonista muy especial en el ámbito culinario, pues se disuelve por completo en los alimentos y se pierde en sabor agradable. Su presencia discreta en la comida no se detecta; en cambio, su ausencia no puede disimularse. Ésa es su condición: actuar desapercibida.

Bella manera de expresar el cometido del cristiano: ser sal de la tierra, sal humilde, fundida, sabrosa, que actúa desde dentro, que no se nota, pero que es indispensable. Una lección se desprende de aquí: la fe cristiana, es todo lo contrario de un aguafiestas, porque es gozo y no ascética negativa y triste.

Gozosa responsabilidad la del creyente: descubrir el rostro auténtico y la cara oculta de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre de todos. Magnífico papel el nuestro: ser sal y sabor de la vida, ser gracia festiva, ser esperanza y optimismo para el tedio y el aburrimiento de la existencia. Sublime tarea la del cristiano: desbordar sin ostentación la riqueza de una vida cristiana interior, fecunda y alentadora para los demás.

2. Luz del mundo. Según Jesús, esto ha de ser también su discípulo: luz del mundo. El simbolismo de la luz tiene un largo y fecundo itinerario bíblico: desde la primera página del Génesis en que se describe la creación de la luz por Dios, pasando luego por la columna de fuego que guiaba al pueblo israelita en su éxodo de Egipto, y siguiendo por la luz de los tiempos mesiánicos anunciada por los profetas, hasta llegar a la plena luz de la revelación en Cristo Jesús. Él afirmó de si mismo: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 5,12).

En todo tiempo y cultura el hombre ha buscado la luz de la verdad, luz para su propio misterio que es una síntesis de vocación sublime y de miseria profunda. Pues he aquí la respuesta a los interrogantes más profundos del hombre. "La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su altísima vocación... Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en Cristo" (GS 10,2).

La fe en Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero, es la luz del cristiano. Cada uno de nosotros tiene su propio historial de la luz, desde el cirio bautismal que se encendió en la línea de salida hasta la luz pascual definitiva, pasando por la vivencia diaria de nuestro compromiso e identidad cristianos, expresados en cada uno de los sacramentos que acompañan nuestro peregrinar por la vida. Ya no podremos inhibirnos y ser meros espectadores del antagonismo declarado entre la luz de Cristo y las tinieblas del mal en un mundo de pecado. Queda descartada la abstención; es necesaria una opción radical por Dios y los hermanos.

3. Para cumplir la misión de ser sal de la tierra y luz del mundo, es decir, para un testimonio evangélico y eficaz, habremos de actuar sin ceder a las dos tentaciones que señalan respectivamente la primera y segunda lecturas de este domingo: el espejismo de una fe alienante y la eficacia de relumbrón.

No podemos ceder al espejismo de una fe alienante, exclusivamente cultual o ritualista que prima las prácticas religiosas "de iglesia" sobre la acción al ras de la vida. Porque "esto dice el Señor: parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo y no te cierres a tu hermano. Entonces romperá tu luz como la aurora" (1ª lect.).

Hemos de ser testigos de la luz. No se enciende una luz para ocultarla, sino para que alumbre a los hombres, y para que éstos, al ver nuestras buenas obras, den gloria al Padre que está en los cielos. Es el quehacer personal e intransferible de cada día en la familia, en la relación de los esposos entre sí, de los padres con los hijos, de los adultos con las generaciones jóvenes, y en el testimonio ambiental dentro del mundo laboral y cívico.

Tampoco podemos ceder a la tentación de la eficacia de relumbrón. Ése es nuestro modo humano de pensar. Por falsa analogía estamos tentados a aplicar métodos terrenos a la causa del evangelio. Sin embargo, como enseña Pablo -que aprendió bien la lección de su fracaso rotundo en Atenas después de un discurso magistral-, el fundamento de la eficacia evangélica no es la grandilocuencia persuasiva, ni el dinero todopoderoso, ni las influencias y recomendaciones, ni la fama, ni el privilegio social o legal, sino, paradójicamente, la ciencia de Cristo crucificado y la fuerza del Espíritu que apoyan la debilidad y el temor del apóstol. Esto es lo que nos da un optimismo, humilde pero sólido, una seguridad que se apoya sólo en Dios y en la eficacia de la cruz y resurrección del Señor (2ª lect.).

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