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jueves, 17 de marzo de 2011

Comentario al Evangelio del Domingo 20 de Marzo del 2011


Hay que seguir caminando

¿Quién dijo que la Cuaresma es un tiempo más bien triste, dedicado a la introspección, al examen de conciencia, a mirar y valorar nuestras faltas, para convertirnos? Al segundo domingo, Jesús nos invita a hacer un alto en el camino, a acompañarle hasta una montala alta y a ver como se transfigura ante nosotros, su rostro como el sol, sus vestidos blancos como la luz. Tan impresionante debió ser aquella situación que Pedro –siempre el más atrevido- no se le ocurrió más que decir: “¡Qué bien se está aquí!” Y luego añadió aquello de hacer tres tiendas, olvidándose de sus compañeros y de él mismo.
Debió ser una experiencia impactante. No parece que en ningún momento les causase miedo o temor. Más bien, lo contrario. Escucharon o sintieron la voz de Dios que les invitaba a escuchar la voz de su Hijo, Jesús. Una vez más, la invitación a escuchar y acoger en el corazón la Palabra, que debe ser siempre el centro de la vida cristiana.
Pero hay un detalle importante. Todo sucedió en una montaña alta. Allí subieron Pedro, Santiago y Juan acompañando a Jesús. Y de allí tuvieron que bajar. Porque la vida sucede en el llano, abajo, en el camino de la vida. De alguna manera, la vida es más larga, más duradera en el tiempo, que la transfiguración. Jesús es sobre todo el maestro que les lleva hacia Jerusalén. Porque sí, todo sucede en el camino hacia Jerusalén. Allí va a haber otra transfiguración relativamente distinta.


Una parada en el camino

En la vida de Jesús, a estas alturas, ya han pasado muchas cosas. Han quedado atrás los primeros tiempos de su predicación en Galilea, cuando eran multitudes las que le seguían, cuando hablaba del Reino de Dios en parábolas y curaba a los enfermos y liberaba a los poseídos por el demonio. Algo ha sucedido que ha cambiado el rumbo de una historia que había empezado muy bien. Los que le seguían, los que le escuchaban, pensaban que tenían delante al libertador de Israel, el libertador de todas las opresiones, el que iba a poner fin a todos los sufrimientos y esclavitudes. Pero en un momento determinado (la confesión de Cesarea en los evangelios sinópticos, el discurso del pan de vida en el evangelio de Juan) muchos dejan de seguirle. El grupo de los discípulos se queda reducido a la mínima expresión. Para ser sinceros, ni siquiera están muy seguros de por qué siguen con él.
Lo que se vislumbra en el horizonte no es precisamente la liberación ni la implantación del nuevo reino de Israel y el fin de la dominación romana. El enfrentamiento de Jesús con las autoridades religiosas de su tiempo no aventura un camino fácil. En Jerusalén hay nubes de tormenta que no presagian nada bueno. Hasta el mismo camino de Galilea a Jerusalén está en cuesta.
En el medio de ese camino se produce la transfiguración. Es una experiencia tan impactante que Pedro desea quedarse allí para siempre. Le da lo mismo pasar frío o no comer. Cualquier cosa es mejor que volver al camino, que bajar de la montaña para reemprender el viaje a Jerusalén.


Vislumbrar la esperanza

Pero Jesús es tozudo. Sabía que tenía que terminar lo que había empezado y que no hay Pascua de Resurrección sin antes pasar por el sufrimiento, por el dolor, por la muerte. El Reino es de los esforzados. Y Jesús se va a dejar la piel para cumplir la voluntad de su Padre. Sólo bajando hasta lo más hondo del dolor humano, podrá abrirse una puerta a la esperanza que no sea ficticia sino real. Le animaba su propia experiencia de Dios, sus días y noches de oración, su convencimiento de que por el Reino valía la pena darlo todo.
Pero también sabía que tenía que cuidar de sus hermanos, que los tenía que alentar en su camino para que no desfalleciesen, para que hiciesen su propio camino, su propia Pascua y pudiesen alumbrar en sus corazones la verdadera esperanza, la que anima el amor y la entrega de la vida por los hermanos y hermanas.
Quizá por eso, en medio del camino de Galilea a Jerusalén, los invitó a subir con él a aquella montaña alta y les adelantó un poco de la gloria del cielo. Quizá por eso hoy nos invita a participar en la Eucaristía y saborear un poco lo que es la fraternidad del Reino, en esos momentos en que todos estamos alrededor de la mesa y, más allá de las diferencias, somos capaces de compartir el pan y el vino y acoger juntos la Palabra y dar gracias al Padre.
Quizá por eso cada vez que hacemos fraternidad experimentamos un poco la transfiguración, conocemos la esperanza a la que Dios nos llama. Saboreamos por anticipado el banquete del Reino. Y luego, seguimos caminando con renovado entusiasmo.

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