
Para muchos de nosotros el agua es un recurso abundante y barato. Se abre el grifo y ya está: todo el agua que se quiere. Más de la que se necesita. Es raro que experimentemos la sed de verdad, la que puede sentir un náufrago, todo rodeado de agua salada. Ese también nos podría explicar muy bien que hay agua que no quita la sed sino que la multiplica. Porque no todas las aguas valen para quitar la sed.
El agua que nace de una fuente en la montaña, el agua que vieron brotar de la peña los israelitas en el monte Horeb, es agua de vida, es agua que garantiza la vida, es agua que devuelve la esperanza y cura las enfermedades. El agua del pantano, quita, sucia, ponzoñosa es agua que nos recuerda a la muerte. En ella con un poco de tiempo todas las cosas se disuelven y se pierden, dejan de existir.
Un alto en el camino
En este camino de Cuaresma, la liturgia nos presenta a Jesús haciendo un alto en el camino. Pero el autor del evangelio de Juan no da puntada sin hilo. Para empezar Jesús está haciendo con sus discípulos ese largo camino de Galilea a Jerusalén. Todo es cuesta arriba. De los verdes y feraces llanos de Galilea a las montañas de Judea en cuyo centro está prácticamente Jerusalén. El camino es duro y cuesta arriba.
Además, hay que atravesar una tierra dominada por un pueblo que es peor que extranjero. El pueblo samaritano es un pueblo hereje. Han mezclado las creencias judías con las de otros pueblos. No son puros. Un buen judío debe evitar cualquier tipo de contacto con ellos. Quizá por eso la parábola del buen samaritano debió resultar más escandalosa todavía a los oídos de los judíos bienpensantes.
Allí está Jesús parado al lado de un pozo. Aparece una mujer y le pide que saque agua para él. Una primera sorpresa: un judío hablando con una samaritana. Segunda sorpresa: Es Jesús el que le ofrece de beber a la samaritana un agua diferente, una agua que quita la sed para siempre, una agua que libera del casino y duro trabajo de acercarse al poco todos los días.
El diálogo pasa en seguida del agua material que calma la sed física a ese otro agua que da la vida. Aquella mujer no era tonta y se da cuenta de que está frente a un conflicto religioso. ¿Dónde está el Dios verdadero, en este monte o en Jerusalén? Pero Jesús plantea las cosas de otro modo. La cuestión no está en encontrar el monte (o la iglesia) adecuado sino en adorar al Padre en espíritu y en verdad. A partir de ese momento, se abre un horizonte nuevo. El agua que da la vida ha abierto una perspectiva que va más allá de los sacrificios, de las liturgias, de las normas, de los cánones.
Orientaciones para nuestro camino
A Dios se le adora en espíritu en verdad. Al Padre se le adora en la vida diaria, en la relación con los hermanos, en el trabajo para hacer de este mundo un lugar habitable, en el respeto al otro y a su dignidad de hijo de Dios. El Mesías no realiza su salvación a través de un milagro turbativo que nos lleve a la corte celestial donde podamos cantar para siempre las aleluyas del Señor sino que nos devuelve a la tierra, a la vida para que adoremos al Padre en espíritu y en verdad.
La samaritana aprendió que adorar al Padre en espíritu y en verdad está por encima de las fronteras, de las razas, de las tradiciones. Aprendió también que lo del “agua viva” no era cuestión de tener un cubo más grande sino de aprestar el corazón a abrirse al hermano para compartir lo que Dios nos ha regalado: la gracia de la salvación, el amor que ha sido derramado en nuestros corazones. Pero, ¿tiene vida el amor que no se comparte, que no se expande, que no salta por encima de las divisiones? A ver si vamos a confundir el amor con el narcisismo o con “sentirme bien”.
Los israelitas, peregrinos en el desierto, encontraron en el agua del Horeb la fuerza necesaria para seguir caminando, para seguir siendo un pueblo, para juntos mantener la esperanza de llegar a la tierra prometida. Nosotros encontramos en Jesús el agua viva que nos mantiene unidos, que nos reúne en la esperanza y que multiplica el amor entre nosotros y con todos los hombres y mujeres de este mundo. Porque todos son hijos de Dios. Porque todos son hermanos nuestros.
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