Este comentario se publicó al cumplirse siete años del martirio del anterior arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero, San Romero de América, en expresión de un hermano suyo en el episcopado. Estaba presidiendo la celebración de la eucaristía y una bala asesina acabó con aquella celebración en la que culminaba el culto que él daba permanentemente al Padre: el ofrecimiento de su vida en favor de la vida del pueblo; la entrega de su vida como expresión de su amor leal al Padre y a sus hijos.
LA SAMARITANA
Los judíos no se llevaban bien con los samaritanos. Los consideraban herejes y evitaban cualquier contacto con ellos, y el peor insulto que podía hacerse a un judío era decirle «samaritano ».
Los galileos, que se mantenían unidos a los judíos, cuando tenían que ir a Jerusalén procuraban dar un rodeo por las tierras del otro lado del Jordán para no pasar por la región de los herejes. Pero Jesús, dice el evangelio, «tenía que pasar por Samaría». Tenía que ofrecer también a. ellos su mensaje, su Espíritu, el agua viva que sacia definitivamente la sed de Dios que la persona humana siente. En un pueblo de Samaría, Jesús se encuentra con una mujer. Se trata de una mujer de vida alegre que ha sido esposa de cinco maridos y que ahora vive con alguien que no es su esposo.
Según el modo de contar las cosas que el evangelio tiene, esta mujer representa a Samaría, a todos los samaritanos. Ellos habían abandonado a Dios dando culto a cinco dioses falsos (cinco maridos), aunque desde hacia algún tiempo intentaban dar culto al Dios de los judíos. Jesús, enviado por Dios, que ha sido fiel a su pueblo a pesar de la infidelidad de éste, se acerca a Samaría para ofrecerle la definitiva reconciliación con Dios.
UN CULTO NUEVO...
Una de las causas de la división entre Judea y Samaría era la pretensión de los samaritanos de dar culto a Dios en su tierra, sin tener que ir al templo de Jerusalén. De hecho, en el año 128 antes de Cristo los judíos habían destruido un templo que los samaritanos tenían en el monte Garizín. Por eso es lógico que, cuando la samaritana toma conciencia de que el que le habla lo hace en nombre de Dios, le pregunte acerca de aquel problema que tantos enfrentamientos había provocado: ¿dónde debemos dar culto a Dios? ¿Aquí, en nuestra tierra, o en Jerusalén?
La respuesta de Jesús no da la razón a nadie. Es verdad, dice, que la salvación de Dios «proviene de los judíos» (la salvación es Jesús, judío de raza); pero eso va a dejar -ha dejado ya- de tener importancia, pues por medio de Jesús Dios ofrece su amistad -y algo más que su amistad- a todos los hombres, sin discriminación. Hasta ahora, el culto a Dios dividía a los hombres y a los pueblos porque estaba limitado por las paredes de un edificio situado en un lugar concreto adonde había que acudir, por unos mediadores con los que había que contar, por unas ceremonias que había que realizar. Pero llegan tiempos nuevos en los que todo eso no será necesario: «se acerca la hora, o, mejor dicho, ha llegado, en que los que dan culto verdadero adorarán al Padre con espíritu y lealtad, pues el Padre busca hombres que lo adoren así». Y dejará de ser necesario porque Jesús va a revelar el verdadero ser de Dios: «Dios es Espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con espíritu y lealtad».
CON ESPIRITU Y LEALTAD
Dios es Espíritu, es decir: Dios es amor. Dios es dinamismo, fuerza de amor que tiende a comunicarse en forma de vida y de amor. Por eso Dios se llamará en adelante Padre, el que, por amor, da la vida. No es un Dios distante al que hay que buscar en los lugares sagrados; ni un Dios terrible al que haya que estar adulando constantemente para conseguir aplacar su ira; ni un Dios lejano que necesite intermediarios para que los hombres se entiendan con él. Es el Padre (el único al que se debe llamar así: Mt 23,9) y se le encuentra cuando se acepta ser su hijo y comportarse como un hijo suyo. Y si, como dice el evangelio de Juan en otro lugar, el Padre «demostró su amor al mundo llegando a dar a su Hijo... para que el mundo por él se salve» (3,16-17), los que acepten ser hijos de Dios deberán corresponder a su amor contribuyendo a la felicidad de todos los hombres, que es lo que el Padre quiere. Ese es el culto que Dios quiere: la práctica del amor leal; amar con el mismo amor de Dios, con la fuerza de su Espíritu, a nuestros hermanos los hombres.
SAN ROMERO DE AMERICA
La república centroamericana de El Salvador vivía -vive aún- días terribles de represión. Junto a otros miembros del pueblo salvadoreño, muchos cristianos dieron su vida por amor a su pueblo. Entre ellos, Rutilio Grande, un cura muy cercano a Oscar Romero que, asesinado, murió amando, según dijo el mismo Oscar Romero en la homilía de su funeral. Toda esa sangre derramada hizo comprender al arzobispo lo que él sabía sólo en teoría: que el amor era la salvación para su pueblo. Y se dedicó a amar -defendiéndolo- a su pueblo. Y convirtió su actividad de obispo, y en especial su predicación de los domingos, en servicio de amor para con su pueblo. El 23 de marzo de 1980, quinto domingo de Cuaresma, en la predicación de la misa, exigió a los soldados del ejército de El Salvador (el presidente era entonces un demócrata-cristiano (!)) que dejaran de disparar contra los miembros de su pueblo. Al día siguiente, mientras celebraba la eucaristía, una bala de aquel ejército le partió el corazón. Así culminó su amor leal para con su pueblo. Y en su muerte se llenó de sentido la eucaristía que estaba celebrando: a la vez, Jesús y él daban de nuevo la vida, por amor, para la salvación del pueblo.
LA SAMARITANA
Los judíos no se llevaban bien con los samaritanos. Los consideraban herejes y evitaban cualquier contacto con ellos, y el peor insulto que podía hacerse a un judío era decirle «samaritano ».
Los galileos, que se mantenían unidos a los judíos, cuando tenían que ir a Jerusalén procuraban dar un rodeo por las tierras del otro lado del Jordán para no pasar por la región de los herejes. Pero Jesús, dice el evangelio, «tenía que pasar por Samaría». Tenía que ofrecer también a. ellos su mensaje, su Espíritu, el agua viva que sacia definitivamente la sed de Dios que la persona humana siente. En un pueblo de Samaría, Jesús se encuentra con una mujer. Se trata de una mujer de vida alegre que ha sido esposa de cinco maridos y que ahora vive con alguien que no es su esposo.
Según el modo de contar las cosas que el evangelio tiene, esta mujer representa a Samaría, a todos los samaritanos. Ellos habían abandonado a Dios dando culto a cinco dioses falsos (cinco maridos), aunque desde hacia algún tiempo intentaban dar culto al Dios de los judíos. Jesús, enviado por Dios, que ha sido fiel a su pueblo a pesar de la infidelidad de éste, se acerca a Samaría para ofrecerle la definitiva reconciliación con Dios.
UN CULTO NUEVO...
Una de las causas de la división entre Judea y Samaría era la pretensión de los samaritanos de dar culto a Dios en su tierra, sin tener que ir al templo de Jerusalén. De hecho, en el año 128 antes de Cristo los judíos habían destruido un templo que los samaritanos tenían en el monte Garizín. Por eso es lógico que, cuando la samaritana toma conciencia de que el que le habla lo hace en nombre de Dios, le pregunte acerca de aquel problema que tantos enfrentamientos había provocado: ¿dónde debemos dar culto a Dios? ¿Aquí, en nuestra tierra, o en Jerusalén?
La respuesta de Jesús no da la razón a nadie. Es verdad, dice, que la salvación de Dios «proviene de los judíos» (la salvación es Jesús, judío de raza); pero eso va a dejar -ha dejado ya- de tener importancia, pues por medio de Jesús Dios ofrece su amistad -y algo más que su amistad- a todos los hombres, sin discriminación. Hasta ahora, el culto a Dios dividía a los hombres y a los pueblos porque estaba limitado por las paredes de un edificio situado en un lugar concreto adonde había que acudir, por unos mediadores con los que había que contar, por unas ceremonias que había que realizar. Pero llegan tiempos nuevos en los que todo eso no será necesario: «se acerca la hora, o, mejor dicho, ha llegado, en que los que dan culto verdadero adorarán al Padre con espíritu y lealtad, pues el Padre busca hombres que lo adoren así». Y dejará de ser necesario porque Jesús va a revelar el verdadero ser de Dios: «Dios es Espíritu, y los que lo adoran han de dar culto con espíritu y lealtad».
CON ESPIRITU Y LEALTAD
Dios es Espíritu, es decir: Dios es amor. Dios es dinamismo, fuerza de amor que tiende a comunicarse en forma de vida y de amor. Por eso Dios se llamará en adelante Padre, el que, por amor, da la vida. No es un Dios distante al que hay que buscar en los lugares sagrados; ni un Dios terrible al que haya que estar adulando constantemente para conseguir aplacar su ira; ni un Dios lejano que necesite intermediarios para que los hombres se entiendan con él. Es el Padre (el único al que se debe llamar así: Mt 23,9) y se le encuentra cuando se acepta ser su hijo y comportarse como un hijo suyo. Y si, como dice el evangelio de Juan en otro lugar, el Padre «demostró su amor al mundo llegando a dar a su Hijo... para que el mundo por él se salve» (3,16-17), los que acepten ser hijos de Dios deberán corresponder a su amor contribuyendo a la felicidad de todos los hombres, que es lo que el Padre quiere. Ese es el culto que Dios quiere: la práctica del amor leal; amar con el mismo amor de Dios, con la fuerza de su Espíritu, a nuestros hermanos los hombres.
SAN ROMERO DE AMERICA
La república centroamericana de El Salvador vivía -vive aún- días terribles de represión. Junto a otros miembros del pueblo salvadoreño, muchos cristianos dieron su vida por amor a su pueblo. Entre ellos, Rutilio Grande, un cura muy cercano a Oscar Romero que, asesinado, murió amando, según dijo el mismo Oscar Romero en la homilía de su funeral. Toda esa sangre derramada hizo comprender al arzobispo lo que él sabía sólo en teoría: que el amor era la salvación para su pueblo. Y se dedicó a amar -defendiéndolo- a su pueblo. Y convirtió su actividad de obispo, y en especial su predicación de los domingos, en servicio de amor para con su pueblo. El 23 de marzo de 1980, quinto domingo de Cuaresma, en la predicación de la misa, exigió a los soldados del ejército de El Salvador (el presidente era entonces un demócrata-cristiano (!)) que dejaran de disparar contra los miembros de su pueblo. Al día siguiente, mientras celebraba la eucaristía, una bala de aquel ejército le partió el corazón. Así culminó su amor leal para con su pueblo. Y en su muerte se llenó de sentido la eucaristía que estaba celebrando: a la vez, Jesús y él daban de nuevo la vida, por amor, para la salvación del pueblo.
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