Publicado por El Blog de X. Pikaza
Domingo 3º de Cuaresma. Ciclo A. Juan 4,5-42. El texto del evangelio (un texto largo) es un prodigio de evocaciones:
1. El futuro de la vida humana sobre el mundo está vinculado al agua conservada y compartida, al agua limpia, no contamina, para todos los hombres y mujeres de la tierra. Éste es un tema que está al fondo de todo lo que sigue. Las “guerras” o paces del futuro (en especial en Palestina, tierra de la Biblia) se harán en torno al agua, agua de Dios, agua de todos, como supone el evangelio de hoy.
2. Estamos ante un pozo donde buscan agua para saciar la sed hombres y mujeres que vienen de muy lejos; cientos de millones de mujeres, de hombres y niños viven todavía sin agua corriente, sin agua potable, condenados a la sed y a las enfermedades que nacen de las aguas corrompidas. Jesús dice con ellos: ¡Tengo sed, dame de beber!
3. En un pozo como éste se juntan y se dan de beber los enamorados (según un tema clásico de la Biblia, que aparecen en las historias de Raquel y de Moisés). En ese contexto se sitúa el evangelio; una mujer da de beber a Jesús del agua que ella tiene, Jesús le ofrece el agua que el tiene… Estamos en el pozo de Jacob, donde se centra la historia de Israel, el pozo donde empieza la nueva historia cristiana.
4. Éste es un pasaje clave de mística y de historia cristiana, un pasaje que nos abre al infinito de la Vida. Teresa de Jesús reflexionó sobre las formas de sacar agua del pozo de Dios y de la vida. Gustavo Gutiérrez ha escrito un libro precioso titulado: “Beber del propio pozo”. Yo poco puedo aportar, a no ser mi pequeña experiencia bíblica. He estudiado el tema del agua en mi Diccionario de la Biblia (Verbo Divino, Estella 2009). Para aquellos que no lo tengan a mano puedo ofrecer aquí las reflexiones básicas que allí he condensado. Son algo largas, no espero que mis lectores las lean de corrido. Terminen el post ahora mismo los que no tienen tiempo o deseo de leer un "tratadito" sobre el agua en la Biblia. Los que pueden disponer de un tiempo más largo pueden seguir leyendo. Verán que al final lo que importa es "dar de beber al sediento", compartir el agua común de la vida.
Texto. Juan 4,5-42 (sólo el comienzo del texto)
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: "Dame de beber."
El agua, una reflexión bíblica
Antiguo Testamento
Es difícil trazar una reflexión teológica del agua, pues la tradición de la iglesia apenas ha tratado de ella, a pesar de la importancia del tema en la Biblia. Por eso he querido volver a la Biblia, para fundar desde ella una visión teológica del agua, partiendo del Antiguo Testamento.
El agua pertenece al comienzo de la creación del hombre, que Gen 1-2 ha presentado de dos formas complementarias, una partiendo del caos acuático (Gen 1) y otra de la estepa que debo convertirse en jardín (Gen 2).
1. Creación desde el caos del agua Gen 1.
Conforme a Gen 1, Dios ha creado el mundo partiendo de un abismo de aguas “divina” (aunque peligrosas), que él ha dividido, poniendo una “cubierta” o firmamento, para separar las de arriba y abajo; ese mismo Dios ha dividido después las aguas del mar y la tierra firme, haciendo así posible el surgimiento de seres terrestres (cf. Gen 1, 6-9).
–- En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y vacío, las tinieblas cubrían la faz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: "Sea la luz". Y fue la luz. Vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas. Llamó a la luz "Día", y a las tinieblas llamó "Noche". Y fue la tarde y la mañana del primer día. Luego dijo Dios: "Exista un firmamento en medio de las aguas, para que separe las aguas de las aguas". E hizo Dios un firmamento que separó las aguas que estaban debajo del firmamento, de las aguas que estaban sobre el firmamento. Y fue así... (Gen 1, 1-7).
Crear es alentar (con el Espíritu divino) y separar con la Palabra (y dijo Dios), a partir de un Caos, entendido como agua-tiniebla, oscuridad marina. Todos son signos de Dios: el Agua-Caos, el Espíritu y la Palabra. La creación es un camino en el que Dios hace que surja el mundo y el hombre, partiendo de sí mismo En este contexto se entienden las tres “obras” primeras.
Día primero: Dios es Luz que triunfa de las tinieblas (Gen 1, 3-5). Las tinieblas ya existían, como fondo de caos que rodea al ser divino (Gen 1, 2). Ellas no son "dios", pues no existe un dios bueno y otro malo y Dios es sólo bueno, como luz que brota de su entraña y da sentido (campo de existencia y visibilidad) a todo lo que existe. Dios es uno, pero su unidad es luz que vence a las tinieblas, que es también divinas, aunque en otro sentido.
Día segundo: Dios es firmamento que separa las aguas (Gen 1,7-8), suscitando de esa forma el cielo. Cielo es la bóveda firme que se abre por la luz entre las aguas primordiales como un techo duro, en forma de bóveda o de semiesfera, que divide las aguase de arriba y abajo. En el hueco así formado, como al interior de una matriz divina, con aire y suelo firme existimos los hombres. Así ha vencido Dios al gran caos (tohu wabohu) que forman las tinieblas con las aguas. Todo ha surgido de la voz creadora de Dios, siendo así bueno, pero todo se encuentra igualmente sostenido y rodeado por el caos (tiniebla y aguas).
Día Tercero: Dios es agua fecunda para la tierra (Gen 1,9-13). Para ello son necesarias dos obras divinas.
Las aguas se separan de la tierra (Gen 1, 9-10); Unas quedan arriba y desde allí pueden fecundar la tierra por la lluvia (aunque con riesgo de tormenta). Otras quedan separadas en el mar, de manera que brota lo seco es decir, la tierra firme fecundada por la lluvia, por las fuentes y los ríos.
De la tierra regada por el agua surgen las plantas (Gen 1,11-12). Del Espíritu-Aliento de Dios (aire), por medio del agua, brotan de la tierra todas las plantas y de esa forma surge la vida sobre el mundo. Las plantas (árboles y yerbas) pertenecen a la misma tierra que no es dios ni diosa pero que aparece como "madre" de la vida cósmica. Una tierra sin plantas, una tierra a la que el hombre quitaría su capacidad engendradora sería contraria a la voluntad de Dios. Del Agua brotamos, en el agua somos, de manera que por ella pervivimos, sobre una Tierra de Dios, impulsados por su Espíritu-aliento, llamados a la Palabra; éstas son nuestras raíces divinas. En esa línea, mirada desde nuestra perspectiva, el agua (con el fuego, del que hablaremos después) pertenece a la manifestación fundante de Dios.
2. Creación desde la estepa sin agua.
El texto anterior (Gen 1, 1-2, 4a) suponía que todo ha brotado de las aguas, a las que Dios dividía y limitaba (con su Espíritu-Palabra), para que surgiera tierra humanizada. La nueva perspectiva del orden creador (Gen 2, 4b-25), comienza en un desierto sin vegetación para que Dios y hombre trabajen. Yahvé Dios debe enviar el agua de la lluvia. Los hombres deben abrir pozos y canalizar el agua para el riego (cf. 2, 4b-6). Vivientes de estepa son los hombres, llamados a convertir el desierto en paraíso, con la ayuda del agua de Dios.
En contra de Gen 1, al principio no hay agua, sino una estepa, con un vapor informe que sube de la entraña de la tierra y no logra fecundarla. Frente a la visión anterior, que hablaba de un agua yerma, que debe “domarse” para que fecunde la tierra, el nuevo texto habla de una tierra yerma, que sólo puede dar frutos, si cae la lluvia del cielo y el hombre trabaja. Frente a la ecología natural del agua de Dios la que debe retirarse para que surja tierra buena) emerge ahora la ecología laboral del campesino que debe humanizar el campo, con la ayuda del agua. Gen 1 suponía que venimos del agua-caos y a ella podemos retornar si no somos fieles al plan de Dios. Gen 2 supones que venimos de desierto y al desierto podemos retornar, si no trabajamos a conciencia la tierra, para convertirla en jardín. Así nos ha hecho Dios para labrar su jardín (cf. Gen 2, 5-7):
–- Yahvé Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado. E hizo Yahvé Dios nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer; también el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Salía de Edén un río para regar el huerto, y de allí se repartía en cuatro brazos. El primero se llama Pisón y rodea toda la tierra de Havila, donde hay oro… El segundo se llama Gihón y rodea toda la tierra de Cus. El tercero se llama Tigris y va al oriente de Asiria. El cuarto río es el Éufrates (Gen 2, 8-14).
Gen 1 suponía que nacemos del agua y a ella podemos volver si rompemos el gran equilibrio cósmico. Por el contrario, Gen 2 afirma que brotamos de un desierto que Dios mismo prepara (plantó Yahvé Elohim un huerto…), para que nosotros los hombres lo cultivemos. De esa forma, en la misma estepa (sin plantas ni agua) emerge un espacio de vida en abundancia, de árboles inmensos. Este es el huerto de los cuatro ríos que marcan los cuatro puntos cardinales, huerto de abundancia y belleza infinita, de oro y de piedras preciosas (cf. 2, 10-14).
Todo lo que el hombre puede desear lo posee este huerto que Dios ofrece al hombre para que lo cultive, como un parque ecológico extendido a lo largo de media luna fértil que se abre desde los ríos de Mesopotamia (Tigris y Eúfrates) hasta el Nilo de Egipto, pasando por la franja verde de Siria, Fenicia y Palestina. Fuera del huerto sigue la estepa; pero el huerto, con el agua de los ríos de Dios, hace posible la vida de los hombres. Éste es el huerto de la vida, que se expresa ante todo en forma vegetal. "Dios Hizo brotar en el Edén todos los árboles"... ¿Cómo?
El texto no lo dice, pero están allí. Basta que miremos las tierras cultivadas, los huertos que se extienden desde Caldea hasta Egipto. Éste es el primer milagro: que la dura costra del mundo pueda convertirse en jardín de felicidad para los hombres, lugar donde crecen árboles de abundancia y belleza, deseables a la vista (nehmad) y apetecibles para comer (tob). Todo eso es posible porque hay agua y porque los hombres pueden y saben emplearla, al servicio de la vida, siempre que no quieran destruirla, comiendo del árbol del bien-mal.
–- [[En torno a los wadis o ríos de la estepa surgen espacios verdes (oasis) con árboles o plantas, donde los hombres cultivan semillas y viven, como en los oasis del desierto. Esta imagen ofrece un precioso programa ecológico que define la condición de muchos pueblos, que viven al borde de las tierras secas y que saben que lo natural (lo que existe y se extiende por sí) es la estepa o desierto, de manera que los huertos o jardines son más bien un regalo, una bendición de Dios, siendo al mismo tiempo un producto del trabajo de los hombres. En ese contexto se habla del agua de los ríos como gran regalo de vida]].
Conclusión. Los motivos anteriores nos ofrecen la primera teología del agua, que de forma significativa es doble. (1) Agua que se debe moderar y limitar, para que surja el hombre. (2) Agua que el hombre debe cuidar, para que el mundo sea jardín y no desierto. Esta es una teología del agua divina y humana.
a) El agua es divina: ella forma parte de la revelación y/o creación de Dios, de tal manera que en Gen 1 empieza resultando muy difícil precisar si “es Dios” (un elemento de Dios) o si es algo que Dios ha creado fuera de sí. Lo mismo pasa en Gen 2.
b) El agua es humana. Ella forma parte del fondo divino del hombre, como signo especial de bendición, pero también de riesgo: si el hombre rompe el “pacto” de Dios el agua puede anegarle; si el hombre no trabaja la tierra que Dios le ha dado, esa tierra se puede secar y destruirle.
3. Agua destructora, diluvio
El tema del agua está en el centro del ciclo del diluvio (Gen 6-9), que dividimos en dos partes: Gen 6-7 (diluvio-inundación); Gen 8-9 (restauración u arco iris).
El agua del diluvio (Gen 6-7) expresa el riesgo de la destrucción humana. En el fondo del texto se encuentra la certeza de que el mundo de Dios ha de cuidarse. Lo lógico es el caos: que las aguas de arriba y de abajo se nivelen, que se rompa el frágil equilibrio que permite que la vida exista y que todo vuelva al caos indiferente de las aguas oscuras del principio. El relato del diluvio supone que el equilibrio de las aguas cósmicas se encuentra vinculado a la conducta humana, de manera que cuando los hombres y mujeres “pecan” vuelve el caos:
– Aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, al ver los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas. Entonces dijo Yahvé: "No permanecerá mi Espíritu en el hombre para siempre.". Había gigantes en la tierra en aquellos días, y también después que los hijos de Dios violaron a las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos fueron los hombres guerreros que desde la antigüedad alcanzaron renombre. Vio Yahvé que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón solo era de continuo el mal; y se arrepintió Yahvé de haber hecho al hombre en la tierra, y le dolió en su corazón. Por eso dijo Yahvé: "Borraré de la faz de la tierra a los seres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos hecho". Pero Noé halló gracia ante los ojos de Yahvé (Gen 6, 1-8).
Éste es un pasaje enigmático, lleno de matices que deberían precisarse ; pero tiene un rasgo claro: los hombres pueden destruir el equilibrio de las aguas de Dios, suscitando de esa forma el caos, la gran inundación que se atribuye a Dios: "Vio Dios que crecía la maldad del hombre sobre la tierra...” (Gen 6, 5-6). Frente al Dios que todo lo hace bueno, como sabe Gen 1, 10.12.25…, se ha elevado el hombre que tiende a pervertirlo todo, a través de su violencia (violación sexual y guerra; cf. 6, 11-12).
En este contexto se sitúa el diluvio, que el Génesis presenta desde dos perspectivas. En línea antropológica, la destrucción del mundo depende de la acción humana, pues el pecado conduce a la muerte (Gen 3, 17: “si coméis del fruto malo moriréis”). En línea teológica, la Biblia supone que ese mismo diluvio es castigo de Dios. En ambos casos el riesgo de muerte se encuentra vinculado con el agua.
En una línea, todo sucede como si Dios no hiciera nada, pues la misma acción pervertida de los hombres se propaga como inundación que aniquila todo lo que existe, conforme a un claro talión intramundano: la maldad del hombre pervierta a la naturaleza, la naturaleza enloquecida mata al hombre. Hombre y mundo aparecen de esa forma vinculados, de manera que allí donde “peca”, el hombre suscita la muerte del mundo, desatando las aguas del diluvio. Pero, en otra línea, el diluvio puede entenderse como signo de la acción de Dios, es decir, como castigo. Miró Elohim la tierra y estaba corrompida (6, 12), como si el mal del hombre se expandiera y lo emponzoñara todo, de manera que Dios mismo se arrepintió (najam) de haber creado el mundo. El texto nos sitúa ante un “fracaso” de Dios que parece sufrir mujer, como una mujer a quien duele el fracaso de sus hijos.
Se manifiesta así la primera lógica de Dios que dice: “Borraré al ser humano de la superficie de la tierra...” (6, 7). Es como si el hombre fuera una "mancha" que se debe lavar, para que la tierra quede limpia. Para ello no necesita hacer nada, sino sólo dejar de hacer, de cuidad y mirar al mundo de los hombres, dejando que las aguas expresen sin más su potencial de caos (como suponía Gen 1, 6-10). Lo "natural" hubiera sido el triunfo del caos de las aguas, el retorno de los hombres a la muerte del principio. Dios no tenía que actuar, sino "dejar de hacer". Pues bien, en este contexto, lo novedoso y grande es que Dios haya tenido compasión de Noe (que eso significa ese nombre), enseñándole a construir un arca (tebah), una gran casa flotante o barco en el que hombres y animales puedan invertir el potencial de su destrucción, haciendo así la travesía del diluvio. Esta es la segunda lógica de Dios, la verdadera; pero ella exige una colaboración del hombre que responda, cuidando y respetando el agua.
Hombres y animales han sido compañeros desde el comienzo de la travesía de la vida y juntos han compartido un riesgo, que brota de la violencia de los hombres. Por eso han de ser compañeros en la salvación, en medio de la ira de las aguas desbocadas. Por eso, los hombres deben abrir un espacio en su “arca” no sólo para ellos (o para algunos privilegiados), sino para los mismos animales. El arca es un paradigma antropológico de solidaridad y salvación. Una humanidad que sólo quisiera salvarse a sí misma se destruiría. Hoy sabemos que la vida del mundo no es infinita, que los recursos de la tierra son limitados y que, si manipulamos o pervertimos de un modo egoísta los valores del mundo (de la fauna y flora), nos destruimos a nosotros mismos, destruyendo nuestro mundo. Podemos convertir el agua de la vida de Dios en inundación de muerte.
4. Agua salvadora. El arco iris.
Conforme a la visión de conjunto del Génesis, el diluvio ha sido un ensayo general del riesgo y sentido de la historia: Dios ha dejado que los hombres definan su existencia; les ha dado el árbol de la vida y de la muerte, ha permitido que ellos mismos escojan y sean (Gen 2-3); pero apoyados en su libertad, impulsados por su propio deseo, los hombres han corrido el riesgo de matarse (Gen 4), suscitando el diluvio (Gen 6-7). Pues bien, conforme al testimonio bíblico, en el mismo diluvio, Dios se “arrepiente” y se compromete a garantizar la estabilidad y permanencia del mundo, a pesar de la maldad de los hombres, como ha dicho ya en Gen 8, 22: «Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche». Desde ese fondo se entiende la nueva palabra de bendición y pacto (berit) de Dios con todos los vivientes:
–-Yo establezco mi pacto con vosotros y con vuestros descendientes después de vosotros; y con todo ser viviente que está con vosotros; aves, animales y toda bestia de la tierra que está con vosotros... Estableceré mi pacto con vosotros y no exterminaré ya más toda carne con aguas de diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra... Ésta es la señal del pacto... Pongo mi arco en las nubes. Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se dejará ver entonces mi arco en las nubes (Gen 9, 9-14).
Éste es un pacto “gratuito”, fundado en la fidelidad de Dios y no depende de la respuesta de los hombres, pues Dios les ofrece protección perpetua, a pesar de lo que ellos hagan. Éste es un pacto abierto no sólo a los hombres (judíos y no judíos), sino a hombres y animales: todos son destinatarios de la misma protección divina. Esto significa que las cosas ya no existen por bondad del hombre sino por pura gracia providente de Dios. Éste es un pacto con un signo (´ot) de tipo cósmico: el arco iris (qeshet) en medio de las aguas que corren el riesgo de volverse nuevo diluvio.
(a) Este arco de las aguas es signo de paz, como resalta el mismo texto: «Cuando envíe la lluvia y aparezca el arco en las nubes me acordaré del pacto...», expresa¬do en colores de vida y belleza.
(b) El arco del agua es paz en medio de la guerra, como sigue el texto: cada vez que se encienda la tormenta y explote la lluvia, amenazando el mundo, Dios ha de acordarse (zakar) del pacto y detener las aguas de la ira. El arco es para la Biblia (y para el oriente antiguo) el arma militar por excelencia: cada vez que los hombres veían la forma de un arco se acordaban de la guerra, en medio de la gran tormenta; pero Dios ha querido convertirlo en signo de la paz que se expresa por el agua de la buena lluvia.
5. Un Dios del agua.
En los dos contextos anteriores, el agua era un signo ligado básicamente con el mundo, aunque estaba llena de connotaciones divinas. Ahora ponemos de relieve sus rasgos divinos o sagrados, que aparecen ya en la gran teofanía de Ez 1, donde se habla de los cuatro Vivientes que se mueven en un entorno de “ascuas de fuego; de manera que había como unas antorchas (lappidim) discurriendo entre los vivientes. Y el fuego (´es) fulgaraba y del fuego salían relámpagos (baraq)” (Ez 1, 13).
Estamos, sin duda, ante el Dios del agua y del fuego, el Dios de la tormenta cósmica. Sobre la cabeza de los vivientes se extiende “la bóveda celeste (raqi´a), como destello aterrador de cristal, extendido sobre sus cabezas… Y oí el rumor de sus alas cuando caminaban, como estruendo de aguas (mayim) caudalosas, como la voz de Sadday (Omnipotente), ruido tumultuoso, fragor de ejército” (cf. Ez 1, 22-15). En el lugar donde se vinculan el agua y el fuego, en las órbitas astrales, habita un Dios a quien podemos llamar Dios del Agua:
– Y por encima del basamento que estaba sobre sus cabezas había como una visión de piedra de zafiro, una semejanza de Trono (demut Kisse´); y sobre esa semejanza de Trono una visión como semejanza de ser humano (demut ke-Mar´eh 'Adam)... Y vi como un fulgor de electro, como visión de un fuego con halo alrededor de lo que parecía su cintura para arriba; y de lo que parecía su cintura para abajo vi como una especie de fuego fulgurante. Como el aspecto del arco que aparece en las nubes en día de lluvia: tal era el resplandor que lo nimbaba. Era la visión de la Imagen de la Gloria de Yahvé. Al contemplarla caí rostro en tierra (Ez 1, 26-28).
Como arco iris humano (o humanizador) en la gran tormenta cósmica, allí donde habitan y se juntan agua y fuego, como Arco Iris que rasga la lluvia abriendo una esperanza de vida: así emerge Dios. Ya no pone en el cielo un arco iris (cf. Gen 9, 9-14), sino que es el mismo Arco Iris, promesa de agua buena en la tormenta . En esa misma línea se sitúa la visión de 1 Hen 14, presentando la casa de Dios como coincidencia o unión de contrastes, de fuego y de agua (hielo-granizo). “Entré en la lengua de fuego y me acerqué adonde está la gran casa construida con piedras de granizo, cuyo muro es como pavimento de lápidas pétreas, de granizo. Su suelo es también de granizo y su techo como curso de estrellas y relámpagos, entre los cuales están los querubines ígneos; y su cielo es como agua. Había fuego ardiente alrededor de las paredes... Entré en esta casa que es ardiente como fuego y fría como granizo”.
Pues bien, esa visión del Dios del agua, vinculado de un modo especial a la tormenta constituye una constante de la historia y teología israelita: éste es el Dios que “cabalga sobre las nubes” (Dt 33, 26), el Dios que habita en la oscuridad de la aguas, entre nubarrones (2 Sam 22, 12; cf. Sal 18 11-12). Éste es el Dios que está en las aguas (Sal 77, 16). De esa forma reina sobre el cosmos, reinando, al mismo tiempo, sobre los hombres: “Nubes y oscuridad le rodean; Justicia y juicio son el cimiento de su trono. Fuego irá delante de él, Y abrasará a sus enemigos alrededor. Sus relámpagos deslumbran el orbe; la tierra lo vio y se estremeció” (Sal 97, 2-5; cf. 68, 4). Éste es el Dios “que establece su aposento entre las aguas, el que pone las nubes por su carroza, el que camina sobre las alas del viento” (cf. Sal 104, 3; cf. 135, 7). Este motivo ha sido fijado de forma clásica en un salmo antiguo, que tiene claros contactos con las religiones del entorno:
Hijos de Dios, aclamad a Yahvé, aclamad la gloria y poder de Yahvé. Aclamad la gloria del nombre de Yahvé, postraos ante Yahvé en el atrio sagrado.
La voz de Yahvé sobre las aguas: el Dios de la gloria ha tronado, Yahvé sobre las aguas torrenciales.
La voz de Yahvé es potente, la voz de Yahvé es magnífica.
La voz de Yahvé descuaja los cedros, Yahvé descuaja los cedros de Líbano. La voz de Yahvé lanza llamas de fuego:
la voz de Yahvé sacude el desierto, Yahvé sacude el desierto de Cadés.
La voz de Yahvé retuerce los robles,
Yahvé descorteza las selvas.
En su templo un grito unánime ¡gloria!
Yahvé se sienta por encima del aguacero,
Yahvé se sienta como rey eterno.
Yahvé da fuerza a su pueblo,
Yahvé bendice a su pueblo con la paz (Sal 29, 1-11).
Este salmo se podría haber referido a diversos dioses del entorno indoeuropeo (Indra, Zeus), semita (Hadad, Baal) o americano, pero el orante lo vincula a Yahvé, Dios de Israel, entendido como Dios que es transcendente en su inmanencia cósmica, expresada en la tormenta: su signo es el rayo, su bendición el agua. Éste salmo empieza hablando de los bene´ elim, dioses inferiores (hijos del gran ´El, padre divino, ángeles cósmicos); todos ellos deben mostrar su acatamiento a Yahvé, Dios del agua y la tormenta.
Con los dioses o ángeles cósmicos alaban a Yahvé los sacerdotes y fieles del templo de Jerusalén (o de otro templo de Israel), descubriéndole de un modo especial en el rayo y el trueno con el agua; en ese contexto podemos hablar de una epifanía o manifestación de Dios la tormenta que vincula cielo y tierra.
El narrador no argumenta, no razona, no demuestra. Simplemente dice y, al decir, nos va mostrando los momentos del despliegue de Yahvé Tormenta: viene del Norte, de la montaña de los cedros (Líbano) y va hacia el Sur, al desierto de Cadés; entre Líbano y Cadés, recorriendo el horizonte palestino, cabalga con su fuerza el Dios/Tormenta y lanza el rayo, descuajando los cedros (Líbano; cf 29, 5) e incendiando el páramo (Cadés: 29, 7).
Aliento de Dios es el fuego; su espada victoriosa el rayo, su voz el trueno, su bendición el agua de la lluvia que fecunda el campo. Por siete veces se repite la palabra trueno (voz: qol), vinculando el aspecto cósmico (qol, trueno) y el teológico (Yahvé), que expresan la inmanencia (trueno) y trascendencia (Dios Yahvé) del mismo fenómeno sagrado. No hay magia en el texto; no hay evocación de ningún Deus ex machina o potencia extraña que interfiera en el curso de los fenómenos.
El único milagro es la tormenta, percibida como expresión del fuego/voz de Dios que habla de manera bien visible en la naturaleza, como trascendencia y fuente de agua (fuego y agua). Los devotos (dioses y hombres de Sal 29, 1-2) le han invocado desde el templo. Yahvé, a quien el texto ha definido como Dios de la gloria (´El-hakkabod; 29, 3), responde a la llamada de sus fieles con la voz de la tormenta que es fuego y produce agua. Este Dios se despliega como agua-tormenta en gesto de fuerte potencia sagrada, siendo, al mismo tiempo, principio de terror (¡destroza los cedros, incendia la estepa!), y fuente de vida, pues fecunda el campo con la lluvia.
Cabalga Yahvé sobre las aguas (nubes) y al ritmo de su voz (rayo/trueno) va mostrando su poder y haciendo que la tierra beba el agua de su vida. Por eso responden los fieles (ángeles, hombres) desde el templo diciendo ¡kabod, gloria! (29, 10). Por eso se acaba diciendo ¡Yahvé reina! porque ha triunfado de las aguas diluviales (mabbul) y ha domado con su fuerza la tormenta, convirtiéndola en agua de vida. Domesticar el caos de las aguas, a través del Espíritu y de la Palabra, eso es crear (cf. Gen, 1-3). Enriquecer la tierra con el agua, eso es sentarse desde siempre y para siempre sobre el trono divino. Este Dios israelita es una tormenta salvadora.
6. Aguas de muerte y de vida. Ciclo de Moisés
El tema de las aguas encuentra su centro en el ciclo de Moisés, cuyo nombre, según la etimología popular significa “salvado de las aguas” (Moshe: Min ha-Mayim. Cf. Ex 2, 10). Las aguas del Nilo, que le llevaban a la muerte, se convierten para él en manantial de una vida que marcada por el agua. Así se ve cuando mata a un egipcio y tiene que salir huyendo, porque le persigue el Faraón, hasta la tierra de Madián, donde la suerte de Dios le espera junto al agua:
– Cuando el faraón se enteró, quiso matar a Moisés. Pero Moisés huyó de la presencia del faraón y se fue a la tierra de Madián, y se sentó junto a un pozo. El sacerdote de Madián tenía siete hijas, que fueron a sacar agua para llenar los abrevaderos para las ovejas de su padre. Pero vinieron unos pastores y las echaron. Entonces Moisés se levantó y las defendió, y dio de beber a sus ovejas (Ex 2, 15-17).
Los pozos, a las afueras del poblado, son para la Biblia lugares de encuentro y compromiso matrimonial (cf. Gen 24: matrimonio de Isaac; Jn 4: Jesús y la samaritana). Lógicamente, Moisés se casa con una hija del sacerdote de Madián y descubre al Dios de su pueblo en la zarza ardiente de la montaña del fuego: ¡Soy el que Soy: Yahvé! Pues bien, este Dios del pozo del agua y la zarza de fuego le envía de nuevo a las aguas de Egipto, con el poder de convertirla en sangre de muerte:
“Sucederá que si no te creen por estas dos señales ni escuchan tu voz, tomarás agua del Nilo y la derramarás en tierra seca. El agua que tomarás del Nilo se convertirá en sangre sobre la tierra seca”: Ex 4, 9).
El agua es la vida de Egipto (don del Nilo divino). Pues bien, allí donde los egipcios oprimen a los israelitas convierten el agua de su río en sangre. Éste ha sido y sigue siendo uno de los signos más duros de toda opresión: los opresores convierten el agua en sangre, como muestra Moisés con su vara:
– Yahvé dijo a Moisés…: Toma tu vara y extiende tu mano sobre las aguas de Egipto… y ellas se convertirán en sangre. Habrá sangre en toda la tierra de Egipto… Moisés y Aarón hicieron como les mandó Yahvé… y todas las aguas del Nilo se convirtieron en sangre. Los peces que había en el Nilo murieron. Y el Nilo apestaba, de modo que los egipcios no podían beber de él. Hubo sangre en toda la tierra de Egipto… (Ex 7, 19-21)
Ese pasaje contiene elementos míticos (¡también los magos hacen algo semejante!) y recuerdos geográficos: las aguas del Nilo bajan en ciertos momentos teñidas de rojo, como si fueran sangre. Pero la Biblia interpreta ese como expresión histórica de pecado. Queriendo destruir a los hebreos, los egipcios destruyen las aguas: su río se mancha, su tierra se muere. Los ríos y aguas del mundo sólo mantienen su pureza si los hombres son capaces de vivir en equilibrio de justicia, al servicio de los pobres. Sobre ese fondo ha desarrollado la Biblia el otro signo supremo de las aguas que ayudan a los pobres que buscan libertad. Éste es el signo más hondo de las aguas en la Biblia, el paso del mar Rojo (mar de los Juncos, mar de sangre y vida):
–- Entonces Moisés extendió su mano sobre el mar, y Yahvé hizo que éste se retirase con un fuerte viento del oriente que sopló toda aquella noche e hizo que el mar se secara, quedando las aguas divididas. Y los hijos de Israel entraron en medio del mar seco, con las aguas como muro a su derecha y a su izquierda. Los egipcios los persiguieron, y entraron en el mar tras ellos con toda la caballería del faraón, sus carros y sus jinetes… Entonces Yahvé dijo a Moisés: Extiende tu mano sobre el mar, para que las aguas vuelvan sobre los egipcios, sobre sus carros y sobre sus jinetes. Moisés extendió su mano sobre el mar… y las aguas volvieron y cubrieron los carros y los jinetes, junto con todo el ejército del faraón... Pero los hijos de Israel caminaron en seco por el mar, con las aguas como muro a su derecha y a su izquierda (Ex 14, 14-29).
Éste es el más hondo paradigma teológico del agua en Antiguo Testamento: que los pobres puedan caminar sin ahogarse, convirtiendo las aguas de muerte (donde los hombres se pueden ahogar) en camino de vida. Este signo de las aguas (que retoma el motivo de fondo del relato de la creación de Gen 1) es el principio de la historia israelita. Es un relato alegre (hay esperanza para los pobres); es un relato triste, porque muchos pobres mueren sin que parezca que Dios les ayudó a los hebreos en el mar Rojo.
Éste es un relato triste, porque los pobres también sienten y sufren la muerte de los judíos (como han puesto de relieve algunos comentarios judíos antiguos del Éxodo).
Pues bien, dando un paso más, del lugar de las aguas (Egipto, Mar Rojo: que nos sitúan en el fondo de Gen 1) pasamos a la estepa, al desierto seco (como en Gen 2), donde los israelitas no piden ya a Dios que les libere del agua contaminada o del mar destructor, sino que les ofrezca agua potable (de vida) en el desierto. Éste es un tema que aparece en toda la dura y larga marcha de los israelitas, en el camino que lleva a la tierra prometida. Este es el “milagro” de la roca que se vuelve fuente de vida:
– Los hijos de Israel… acamparon en Refidim, donde no había agua... El pueblo altercó con Moisés diciendo: ¡Danos agua para beber! Moisés les dijo: ¿Por qué altercáis conmigo? ¿Por qué ponéis a prueba a Yahvé?... Y Moisés clamó a Yahvé diciendo: ¿Qué haré con este pueblo? Poco falta para que me apedreen. Yahvé respondió a Moisés: … Toma también en tu mano la vara con que golpeaste el Nilo, y vete. He aquí, yo estaré delante de ti allí sobre la peña de Horeb. Tú golpearás la peña, y saldrá de ella agua, y el pueblo beberá. Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel. Y llamó el nombre de aquel lugar Masá y Meriba (=Tentación, Altercado), por el altercado de los hijos de Israel y porque pusieron a prueba a Yahvé, diciendo: ¿Está Yahvé entre nosotros, o no? (Ex 17, 1-7).
Dios aparece así como fuente de agua (cf. Num 20, 10-11; en otro contexto cf. Ex 15, 22-27). La tradición posterior ha espiritualizado el tema, convirtiendo el agua en signo de presencia de Dios (cf. Is 48, 21; Num 11-14; Dt 8, 15; 32, 51; 38, 8), de tal manera que Pablo ha podido decir que la piedra de la que brotaba el agua en el desierto era una piedra espiritual, es decir, el mismo Cristo, entendido como fuente de agua viva (cf. 1 Cor 10, 4). De esa forma se revela el Dios que camina con su pueblo por el duro desierto, ofreciéndole comida y bebida, para llevarle a una “tierra buena: de arroyos de agua, de manantiales y de fuentes del abismo que brotan en los valles y en los montes” (cf. Dt 8, 7). Pero, siendo espiritual, el agua de Dios sigue siendo agua material: bebida y bendición para los pobres.
7. Agua disputada. Los dioses del agua
El camino que lleva a la tierra del agua es duro: los israelitas tuvieron que enfrentarse con los dioses de la tierra cananea, que son también dioses del agua. Fue un camino de conquista militar y, sobre todo, de enfrentamiento social y religioso. Los israelitas atravesaron “con la ayuda de Dios” el río Jordán, cuyas aguas se separaron a su paso (cf. Jos 3), mostrando así que Dios estaba con ellos. Más aún, conforme a la visión oficial de la historia bíblica, el mismo Dios les ayudó con su lluvia de granizo, en un día muy largo, haciendo que el sol se parara en la batalla, para que los guerreros de Israel, ayudados por la “tormenta de Dios”, aniquilaran a los cananeos (cf. Jos 10, 11-12). En este contexto se sitúa la disputa sobre el origen del agua en 1 Rey 17-18.
El problema es que llueva: que Dios bendiga la tierra con agua, de manera que broten las plantas, maduren las mieses y haya cosecha y comida.
El poder de Dios se encuentra unido al rayo en la tormenta, al fuego del hogar que cuece la comida y, sobre todo, al agua. Por eso, al disputar sobre sus dioses, israelitas y caneceos preguntan: ¿Quién concede el agua? ¿Quién enciende la llama sagrada del fuego del rayo, inseparable del agua? Así preguntaban los israelitas en tiempo de Ajab, rey de Samaría (874-852 a. C.), como recuerda la historia de Elías (1 Rey 17-18), reelaborada con elementos y esquemas de tipo confesional. Afirmaban los baalistas que el agua es de Baal. Elías contesta: ¡Vive Yahvé, Dios de Israel, a quien sirvo que no caerá en tres años gota de agua ni rocío a no ser que yo lo mande! (1 Rey 17,1). Tres años duró la prueba. El profeta, escondido por temor al rey, en una torrentera, tuvo que escapar a otro país (Fenicia), pues las aguas del torrente se secaron (cf. 1 Rey 17, 3-24) y se extendía el hambre por el pueblo.
– Al tercer año vino la palabra de Yahvé sobre el profeta: ¡preséntate a Ajab, que voy a dar el agua! (18,1). Elías fue y preparó ante el rey “el juicio del agua”, con los sacerdotes de Baal, para que viera quién era el Dios de la lluvia. Elías y los profetas de Baal prepararon la escena, disponiendo cada uno su altar y sacrificio, sobre el monte sagrado del Carmelo, entre el mar y las llanuras que separan Galilea y Samaría. En las aguas del torrente inferior se había decidido la suerte del yahvismo en los años de Débora (¡siempre junto al agua!: Jc 4-5) En la altura del monte se celebraría el juicio sagrado ante el rey y los hombres de la tierra, divididos entre Yahvé, Dios israelita de la Ley sagrada, y los baales (Baal y Ashera), dioses de la vegetación. Se trataba de saber quién era el Dios del agua. Empezaron orando y ofreciendo el sacrificio los profetas de Baal, pero no vino el rayo de Dios con la tormenta, no descendió la lluvia. Entonces oró Elías sobre el sacrificio:
– Y descendió el fuego de Yahvé (el rayo, que es el principio de la tormenta) y consumió la víctima, la leña, las piedras y el polvo… Y lo vio todo el pueblo y cayeron sobre su rostro exclamado: ¡Yahvé es Dios! ¡Yahvé es Dios! Y les dijo Elías: Tomad a los profetas de Baal. Que no escape ninguno de ellos. Los agarraron. Y Elías les hizo bajar al torrente Quisón y allí los degolló. Y dijo Elías al rey Ajab:- ¡Vete! ¡Come y bebe! Que se escucha el ruido de la lluvia (1 Rey 18, 38-41)
Este es un texto duro. Más que un hecho concreto del pasado, ha transmitido el valor permanente del símbolo de Elías, portador del rayo de Dios, capaz de dar el agua de lluvia para el pueblo, en contra de Baal, que así aparece como Dios inútil. Sólo Yahvé es el verdadero Dios del rayo: dueño del fuego que "habla" (qol= rayo o palabra), señor del agua que fecunda la tierra seca. Así le invocan los fieles de Yahvé: ¡YHWH hu-ha'Elohim ¡YHWH hu-ha´Elohim! ¡Yahvé es Dios! ¡Yahvé es Dios! (1 Rey 18, 39). Esta confesión del Dios del agua de la vida es hermosa, pero muy peligrosa, pues Elías mandó matar a los profetas de Baal, que, según el texto, habían sido incapaces de evocar y suscitar el agua. En ese mismo contexto, pero sin violencia, se sitúa Oseas, que presenta a Yahvé como el único que puede dar al pueblo los dones vinculados con el agua (el trigo, el fino y el aceite: cf. Os. 2).
Pero volvamos al tema de la disputa por el agua, que tiene un sentido teológico pero puede y debe entenderse también desde una perspectiva económica y social, vinculada con los bienes del trigo, del vino y del aceite, como señalaba Oseas. El agua no es sólo un don de Dios, sino un elemento básico de la economía y por ella han luchado cananeos y egipcios, de manera que podemos hablar de los dioses del agua, vinculados a los poderes sociales .
Además de estos pasajes, de tipo confesional, en los que Yahvé viene a mostrarse como Señor-Dios del agua, hay en el Antiguo Testamento una serie de textos teológicamente muy hondos en los que aparecen expresados los diversos valores del agua.
Del agua tratan las historias del milagros de Elías y Eliseo Cf. 1 Rey 19, 6 (el pan y agua de la comida de Elías mientras camina hacia la montaña de Yahvé) y 2 Rey 2, 19; 3, 17-19 y 6, 5 (diversos milagros del ciclo de Elías, vinculados con el agua).
De fuentes y pozos de agua tratan numerosas historias, relacionadas con Agar (cf. Gen 16, 7; 21, 14-21) y los patriarcas (Gen 21, 25: Bersebá, pozo del juramento; Gen 26, 18-32 y Num 21, 17-18: disputas sobre pozos). Entre todas ellas podemos recordar, por sus conexiones antropológicas la historia de Aksa:
– “Y Kaleb dijo: A quien venza y conquiste la ciudad de Qiryat-Séfer le dará a mi hija Aksah como esposa. Y la conquistó Otniel, hijo de Qenaz, hermano menor de Kaleb. Y cuando Aksah iba con Otniel se paró… y Kaleb le preguntó: ¿Qué te pasa. Y ella contestó: ¡Concédeme una bendición (=un estanque de aguas)!! Ya que me has dado una tierra desierta (=del Neguev), dame también fuentes de aguas. Y Kaleb le dio las Fuentes de Arriba y las Fuentes de Abajo» (Jc 1, 12-13. 14b-15)”.
La hija de Kaleb acepta su suerte, pero pide a su padre que, junto al campo yermo que rodea a la ciudad, le conceda un estanque de aguas (berakah: alberca, bendición). Ella acepta ser premio de guerra (ciudad que se conquista), pero pide las fuentes del agua por las que luchan también los varones. El agua de la vida es objeto de disputa y guerra, es el agua que acaba siendo dominio de los poderosos.
8. Agua bendita, agua de vida
Desde el contexto anterior podemos y debemos distinguir dos aguas básicas. Está por una parte el agua bendita, que podemos llamar también agua sagrada, agua del templo y de las purificaciones rituales cada vez más abundantes en el judaísmo tardío. Por otra parte se eleva, cada vez con más fuerza, el agua de la vida real, agua que enfrenta a los hombres, agua que pueden tener los poderosos y que no tienen los pobres.
El agua sagrada se vincula con las purificaciones de los sacerdotes. Esta es el agua que podemos llamar sacramental que, para los cristianos, desemboca en el bautismo. En principio, los israelitas no tuvieron un sacramento del agua, sino de sangre (la circuncisión de los varones). Pero después, a partir del exilio, el judaísmo se fue convirtiendo en religión del agua, es decir, de los bautismos y purificación.
Ésta es el agua que se ofrece a Dios en el santuario (cf. 1 Sam 7, 6), el agua simbolizado por el gran “mar de bronce” que está junto al altar del templo, para las purificaciones de las víctimas y de los sacerdotes (cf Ex 30, 18-20; 40, 7.12.30). Conforme a la tradición de Melquisedec, el templo de Jerusalén es casa del pan y del vino (Gen 14, 18), altar de sacrificios de animales. Pero, al mismo tiempo, viene a ser centro de las purificaciones y bautismos que definen gran parte del judaísmo tardío, entendido como religión de la mancha (de la ritualidad y del agua purificadora) más que como religión de la justicia y del agua que sacia la sed de los pobres .
Una parte considerable del libro del Levítico está dedicada a las purificaciones de vestidos y utensilios sagrados, de personas y objetos. Ciertamente, el judaísmo en sí no ha sido sólo una religión de ritos, pero en el tiempo del Segundo Templo ha tendido ritualismo del agua que limpia y purifica, en plano sagrado, las manchas de los hombres y mujeres (cf. Lev 6, 28; 8, 6. 21; 11, 31-40; 14, 8-9; Num 8, 7; 31, 23; Dt 23, 11). Gran parte de Lev 15-17 y Num 19 se centra en ese tema. La pureza es, ante todo, una cuestión de sacerdotes; pero el afán de pureza se ha extendido entre los judíos más piadosos a todos los campos de la vida, como muestran de forma impresionante las mikwé o piscinas de purificación que se encuentran no sólo en el complejo de Qumrán, sino en muchas casas ricas de los judíos piadosos de este tiempo. He desarrollado el tema en Fiesta del pan, fiesta del vino, Verbo Divino, Estella 22006.
De todas formas, el agua sagrada de las purificaciones del templo nunca ha estado del todo separada del agua real de la abundancia de la vida. En esa línea, aprovechando el signo de las aguas de la fuente de Siloé, que brotan casi por debajo del templo de Jerusalén, la tradición profética ha desarrollado una preciosa visión de las aguas abundantes, que definirán la llegada del tiempo escatológico. El tema aparece ya en un texto antiguo de condena: «Por cuanto desechó este pueblo las aguas de Siloé, que corren mansamente, y se regocijó con Rezín y con el hijo de Romería…» (Is 8, 6). Los jerosolimitanos buscaron en aquel tiempo y después (siglo VIII_VII a. C.); pero después que han caído en manos de los babilonios y ha sido destruida, eleva Ezequiel su visión profética “de las aguas que manaban de interior del templo y corrían hacia el oriente... El agua iba bajando... y crecía hasta convertirse en un gran río» (Ez 47, 1ss):
–- Estas aguas van a la región del oriente; descenderán al Arabá y llegarán al mar, a las aguas saladas; y las aguas serán saneadas. Y sucederá que todo ser viviente que se desplace por dondequiera que pase el río vivirá. Habrá muchísimos peces por haber entrado allá estas aguas, pues las aguas serán saneadas. Y todo lugar a donde llegue este río vivirá… Sus hojas nunca se secarán, ni sus frutos se acabarán; cada mes darán sus nuevos frutos, porque sus aguas salen del santuario. Sus frutos servirán para comida, y sus hojas para medicina (cf. Ez 47, 8-12).
Este es una preciosa visión ecológica, fácil de entender para quien conozca Jerusalén y su entorno. Las aguas del río del templo se pierden actualmente en el desierto que se empieza a las afueras de Jerusalén hasta culminar en la hondonada del Mar Muerto, aguas saladas sin vida. Pues bien, las aguas del templo crecerán y regarán toda la tierra del Oriente y harán del Mar Muerto un paraíso. Las aguas del templo serán principio y centro de un nuevo paraíso. En esa línea se sitúa Zacarías, pero ampliando el motivo de las aguas, que se extienden y expanden desde el templo ahora en las dos direcciones del mundo: «Aquel día brotará un manantial de Jerusalén; la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el mar occidental, lo mismo en verano que en invierno» (Zac 14, 8-9). Éste será el río final del paraíso (Ap 22, 1-2; cf. Gen 2, 10), que brota de la roca de Dios, que es la roca del templo (cf. Ex 17, 1-7).
En una línea semejante se sitúan las profecías del retorno mesiánico. Como hemos dicho ya, hacia oriente de Jerusalén se extiende el desierto, ciertos de kilómetros de estepas resecas, sin aguas. Pues bien, por ese desierto han de volver los exilados de Israel, como sabe y canta la tradición del profeta Isaías, que proyecta sobre el tema las imágenes del éxodo, pero cambiando su sentido: «Despierta, despierta, vístete de poder, oh brazo de Yahvé; despierta como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab y el que hirió al dragón? ¿No eres tú el que secó el mar, las aguas del gran abismo; el que transformó en camino las profundidades del mar para que pasaran los redimidos?» (Is 51, 9-10). El agua del caos ha de ponerse otra vez al servicio de la vida, viniendo a convertir el mundo en paraíso (lo mismo que en Gen 2).
Dios no tiene que abrir ahora el agua para que pasen los perseguidos, sino que ha de ofrecer a los el agua a los sedientos y a los pobres:
«En las alturas abriré ríos, y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca» (Is 41, 18; 48, 21). “Entonces el cojo saltará como un venado, y cantará la lengua del mudo; porque aguas irrumpirán en el desierto, y torrentes en el Arabá. La arena candente se convertirá en laguna; y el sequedal, en manantiales de agua. En la morada de los chacales habrá pastizales y campos de cañaverales y de juncos. Y habrá allí una calzada a la cual se llamará Camino de Santidad” (Is 35, 6-8; Is 49, 10).
En esa línea se puede añadir que el agua de Dios (agua de bendición) es el agua de los pobres, agua espiritual y material al mismo tiempo. Desde ese fondo, los salmistas y orantes de Israel han desarrollado una intensa piedad del agua, que sigue siendo motivo de alabanza y meditación para millones de judíos y cristianos de todas las confesiones. El agua de Dios es agua interior: “Como un árbol plantado a la vera de las aguas es el hombre o la mujer que sigue la senda de Dios” (Sal 1, 3). Pero es, al mismo tiempo agua exterior, de manera que el creyente le puede confesar a Dios diciendo:
– “Visitas la tierra y la riegas y enriqueces sin medida. El río de Dios está lleno de aguas. Riegas los trigales, empapas sus surcos y allanas sus alturas. Disuelves los terrones con aguaceros y bendices sus brotes. Coronas el año con tus bienes, y tus recorridos fluyen abundancia. Los pastizales del desierto están llenos de abundancia, y las colinas se ciñen de alegría. Los prados se visten de rebaños y los valles se cubren de grano. Gritan de júbilo y cantan” (Sal 65, 9-13).
El Dios de la Biblia es un Dios de abundancia de aguas interiores y exteriores (cf. Sal 73, 10; 107, 34), el Dios de una tierra fértil: “Tierra de arroyos de agua, de manantiales y de fuentes del abismo que brotan en los valles y en los montes; tierra de trigo, de cebada, de vides, de higueras y de granados; tierra de olivos ricos en aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, pues nada te faltará en ella; tierra cuyas piedras son de hierro y de cuyas montañas extraerás cobre. Comerás y te saciarás, y bendecirás a Yahvé tu Dios por la buena tierra que te habrá dado” (Dt 8, 7-10) .
El agua en el Nuevo Testamento
En comparación con el Antiguo, el Nuevo Testamento trata poco del agua, pero lo hace de un modo muy significativo, a partir de la experiencia del mar embravecido, que Jesús amansa, liberando a los hombres del miedo, sobre la barca de la iglesia o, mejor dicho, de la fe en el Dios de la vida (cf. Mc 4, 35-41; 6, 45-52 par).
Los cristianos evocan y actualizan con ese motivo la experiencia de los hebreos que salen de Egipto y superan el riesgo de las aguar del mar Rojo. En esa línea se sitúa el tema de la tempestad (huracán y tormenta) que puede arrastrar la casa interior y exterior de los hombres, que deben fortalecer la fe, procurando construir en tierra firme, de manera solidaria (cf. Mt 7, 24-27 par). En esa línea culminan los tres motivos siguientes: purificaciones y bautismo, agua mística, dar de beber al sediento.
1. Purificaciones y bautismo.
La tradición cristiana sabe que Jesús ha iniciado su andadura mesiánica acudiendo a las aguas del Jordán, para recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1,1-2; Mt 4; Lc 4). Eso significa que, en un primer momento, él ha sentido el riesgo de la destrucción de un mundo que se apoya sobre bases de injusticia. No ha buscado una purificación pasajera (como en los rituales de purificación de los judíos observantes), sino la trasformación total, el nuevo nacimiento para el juicio de Dios, tal como Juan lo proclamaba. Pero, en vez de quedarse en el nivel del juicio inexorable del Bautista, Jesús ha dado un paso más, descubriendo más allá del agua destructora el agua de la creación del Dios Padre, escuchando su palabra: “Tú eres mi hijo” (Mc 1, 11).
Ésta es el agua de la filiación divina, que él ha querido compartir con los pobres y excluidos de Israel a quienes ha ofrecido la salud de Dios, la fe que se abre a la vida. De esa forma ha superado el nivel de las aguas limpiadoras de las purificaciones: la verdadera limpieza (el agua del bautismo verdadero) está en cuidar a los enfermos, en acoger a los pecadores y excluidos, en compartir la vida. Por eso, los judíos observantes, interesados en el agua de pureza, le critican:
– Se juntaron a Jesús los fariseos y algunos de los escribas que habían venido de Jerusalén. Ellos vieron que algunos discípulos de él estaban comiendo pan con las manos impuras, es decir, sin lavarse. Pues los fariseos y todos los judíos, si no se lavan las manos hasta la muñeca, no comen, porque se aferran a la tradición de los ancianos. Cuando vuelven del mercado, si no se lavan, no comen. Y hay muchas otras cosas que aceptaron para guardar, como los lavamientos de las copas, de los jarros y de los utensilios de bronce y de los divanes (Mc 7, 1-5).
Estos fariseos practican la religión del agua de la pureza y son de aquellos que se bautizan sin cesar y bañan (limpian) todas las cosas que han podido perder su pureza al contacto con gentiles o pecadores (en la calle y el mercado). Pues bien, en contra de eso (evidentemente, sin rechazar las normas de higiene), Jesús sabe que lo que mancha no es el mercado, ni los alimentos, ni los enfermos… Lo que hay que limpiar es el alma, no las manos (cf. Mc 7, 15). Lo que hay que buscar es el bien de los pobres. Desde ese fondo se entiende el bautismo cristiano, que no ha sido instituido por el Jesús de la historia, sino por la iglesia, que ha reinterpretado la muerte y pascua de Jesús como nueva creación y ha puesto en su boca las palabras esenciales: “haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu” (cf. Mt 28, 16-20). Este no es el bautismo de las purificaciones rituales, sino un gesto de nueva creación: los hombres y mujeres nacen a la vida de Dios, según la fe de la iglesia, y el signo de esa vida y nuevo nacimiento es el bautismo, en nombre de Jesús (asumir su camino de entrega) o en nombre de la Trinidad.
2. La mística del agua. Evangelio de Juan
Los cristianos han retomado el signo del bautismo de Juan, pero vinculando el agua y el Espíritu, como en el principio de la creación, cuando el Espíritu de Dios, que se manifestaba a través de su Palabra creadora, se cernía sobre las aguas. En este contexto, el agua del bautismo viene a presentarse como signo y principio de la verdadera creación, que se expresa ahora al camino de vida de Jesús, de manera que se puede hablar del agua y del Espíritu, que se abren y ofrecen como principio de salvación y plenitud para todos los hombres (cf. Mc 1, 8.10 par; Hech 1, 5; 11, 16. Cf. Hech 8, 36 y 10, 47: bautismo del eunuco prosélito y del centurión pagano). En la culminación de esa línea que une el agua y el Espíritu están los textos de Juan.
Ciertamente, el Cuarto Evangelio sabe bien que el agua en sí no basta. Por eso ha puesto de relieve la impotencia de las seis grandes tinajas de agua de las purificaciones, pues son incapaces de dar alegría de vida a las bodas. A instancias de la madre (el Antiguo Testamento que llega a su plenitud), Jesús convierte el agua de esas seis tinajas (seis es siempre el número imperfecto de este mundo que no alcanza la plenitud) en vino de bodas, es decir, de alegría mesiánica (cf. Jn 2, 1-11). Sin ese paso del agua de la purificación al vino de la vida no existe evangelio.
Desde ese fondo, el Jesús de Juan puede mantener el sentido del agua (esto es, del mundo), al lado del Espíritu (que es signo de la acción de Dios).
Por eso dice a Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo que a menos que uno nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede nacer un hombre si ya es viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que a menos que uno nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 3-5).
Este pasaje está quizá ya combatiendo el riesgo de un tipo de gnosticismo según el cual sólo importa el Espíritu, es decir, la vida interior, mientras el agua queda fuera de las preocupaciones religiosas. Este es el riesgo de aquellos que quieren habla de Dios pero olvidan el agua de la vida material, la vida de los pobres. Pues bien, en contra de eso, Jesús destaca el valor no sólo del Espíritu, sino también del agua.
Desde el fondo anterior ha de entenderse el tema del agua del pozo de Siquem, donde viene a llenar su cubo la samaritana. La samaritana busca el agua de la vida externa y Jesús le responde ofreciéndole un agua diferente
– Todo el que bebe del agua de ese pozo (de Siquem) volverá a tener sed. Pero cualquiera que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna (cf. Jn 4, 13-14).
Este pasaje nos sitúa cerca de la disputa de Jesús con el diablo en los sinópticos. Puede haber un diablo que ofrece comida y bebida, para esclavizar mejor a los hombres y tenerlos sometidos, como sabe bien cierto capitalismo moderno. Por eso, Jesús ha respondido: “no sólo de pan (y de agua) vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (cf. Mt 4, 4). No basta el pan y agua, es necesario además (al mismo tiempo) el Espíritu y la Palabra (como supone Gen 1, 1-3), es decir, la libertad y dignidad. Pero un Espíritu-Palabra sin pan-agua real es también mentira, sería un desprecio al Creador del mundo. Sólo desde este fondo han de entenderse las palabras básicas del Jesús de Juan:
– El último y gran día de la fiesta, Jesús se puso de pie y alzó la voz diciendo: Si alguno tiene sed que venga a mí; y que beba aquel que cree en mí; pues, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su interior. Esto dijo acerca del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7, 37-39).
Jesús está en la fiesta judía de los Tabernáculos y en ella se realizaba una liturgia del agua que evoca los grandes textos ya citados del Antiguo Testamento: el agua de la roca en el desierto, el agua que brota del templo, el agua del camino de retorno de los exilados . Pues bien, conforme al testimonio de Juan, todas esas aguas se concentran ahora en Cristo. El agua de Cristo es, sin duda, un agua mística abierta a la contemplación de Dios. Pero, al mismo tiempo, es el agua de la curación de los enfermos (como indica el milagro de la piscina probática, en Jn 5, 3-7, y el de la fuente de Siloé, en Jn 9, 7), el agua del servicio mutuo que consiste en lavarse los pies unos a otros, empezando por los señores a los siervos (cf. Jn 13, 1-17), el agua de vida que bota, con la sangre, del costado del Cristo (Jn 19, 34; cf. 1 Jn 5, 8).
– [[En este contexto se sitúa el tema de la roca. Retomando quizá una interpretación israelita antigua, Pablo dice que la roca de Dios, de la que brotaba el agua, iba acompañando a los hijos de Israel por el desierto, precisando después que ella se identificaba con Cristo: «Todos nuestros padres bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que les seguís. Esa roca era el Cristo» (1 Cor 10, 4-5).
En el Apocalipsis el Dragón antiguo es dueño del agua destructora (de muerte) con la que pretende ahogar a la Mujer (cf. Ap 12, 5) y las muchas aguas pueden ser un signo de destrucción (17, 1.15). Pero, en otra perspectiva, el rumor de grandes aguas aparece como sonido de la multitud de los salvados (cf. 1, 15; 14, 2, 19, 6); en esa línea ha de entenderse el símbolo final del Agua de vida que brota del Trono de Dios y el Cordero, en la Nueva Jerusalén (Ap 7, 17; 21, 6; 22, 1.17; cf. Ez 47, 1-12 y Zac 14, 8)]].
3. Dar de beber al sediento.
El tema del agua en la Biblia cristiana culmina en Mt 25, 31-46, donde la exigencia de “dar de beber al que tiene sed” se convierte en sentido y clave de la vida humana. El motivo de dar de beber al sediento aparece con cierta frecuencia en la Biblia, aunque casi siempre de un modo indirecto, como algo que se supone (junto a la exigencia de dar de comer al hambriento). Por eso, a Job le acusan diciendo: no diste agua al sediento… (Job 22, 7).
En ese contexto, el libro de los Proverbios habla incluso de dar de beber al enemigo: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer pan; y si tiene sed, dale de beber agua; pues así amontonas carbones encendidos sobre su cabeza y Yahvé te recompensará” ( Prov 25, 21; cf. Rom 12, 20). Pero sólo el Nuevo Testamento ha desarrollado esta exigencia, situándola en el centro de su mensaje, tanto en línea de iglesia como de apertura universal. En línea de iglesia el tema parece claro. Jesús envía a sus discípulos sin nada, diciéndoles que confíen, pues han de recibirles, dándoles aquello que necesitan. En ese contexto añade:
“Cualquiera que os dé un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que jamás perderá su recompensa” (Mc 9, 41; Mt 10, 42).
Jesús está seguro de que sus enviados recibirán pan y agua suficiente para vivir. Pues bien, ampliando ese motivo, Mt 25, 31-46 supone que todos los pobres-sedientos son presencia de Cristo:
Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber… Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuando te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber?... Respondiendo el Rey, les dirá: «En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis». Entonces dirá también a los de su izquierda: «Apartaos de mí… porque tuve sed y no me disteis de beber… Entonces ellos también responderán, diciendo: «Señor, cuando te vimos hambriento o sediento, o extranjero o desnudo o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?». El entonces les responderá, diciendo: En verdad os digo: cada vez que no lo hicisteis a uno de esto más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis (cf. Mt 25, 31-46).
Las primeras necesidades del hombre son la comida y bebida (sólo después viene el vestido y la casa, la salud y libertad). Ciertamente, hay otras carencias dolorosas (de cariño, cultura, palabra...; cf. Mt 4, 4). Pero la más honda, la más dura, es la falta de comida y bebida. Allí donde este mundo lleno de riquezas condena al hambre y sed (pan tasado y agua contaminada) a millones de personas (o las pone en situación de inseguridad permanente) no sólo se vuelve injusto, sino contrario a la voluntad de Dios. Pues bien, en este contexto Jesús viene a presentarse como Mesías de los hambrientos y sedientos. Es Mesías porque comparte el hambre y sed de los hombres. Es Mesías porque inicia un movimiento de liberación que empieza dando de comer y de beber a los hambrientos y sedientos.
El hambre y sed son la primera de las necesidades y deberían ser fáciles de remediar, pues la tierra puede ofrecer alimento y agua suficiente para todos. Más todavía, el capitalismo moderno sabe producir, de manera que hay (puede haber) comida y agua sufriente para remediar el hambre y sed universal. Pero el capitalismo no sabe compartir: no quiere que todos los hombres se sienten a la mesa de la palabra (diálogo gratuito) y de la "bendición" del pan y del agua, para comer y beber y para ofrecerse dignidad unos a otros, cultivando el misterio de la vida, en amistad y de confianza. Por eso, mientras haya división en el mundo, mientras unos acaparen y posean a costa de los otros seguirá habiendo hambre y sed, no habrá justicia, ni se cumplirá la voluntad de Dios en la tierra.
Hambre y sed tienen múltiples raíces (la relativa escasez de recursos, la falta de desarrollo de determinados colectivos nacionales o sociales...), pero en sentido más profundo, ellas tiene dos causas principales:
1. El egoísmo de muchos individuos y grupos, que no quieren compartir los bienes de ese mundo que ellos acaparen y producen (hacen producir a otros) para sí mismos.
2. La injusticia del sistema capitalista, que pone un tipo de desarrollo económico por encima de la vida humana. Ciertamente, el hambre-sed es un problema físico (proviene de la carencia de bienes), pero está vinculado al egoísmo de alguno y a la violencia del sistema. Para superar el hambre es necesario un sistema distinto (no capitalista) y para ello tiene que cambiar la manera de entender y vivir los valores de la vida.
Esta palabra de Jesús (¡tuve sed y me disteis de beber!) es principio de interpretación del evangelio. Es una palabra que no se puede espiritualizad: aquí se trata de la sed material, de la necesidad de aquellos que carecen de agua para beber y vivir en libertad. Sólo allí donde todos los hombres y mujeres tierra pueden comer y beber con dignidad e higiene puede hablarse de un comienzo de Reino. Ciertamente, el agua tiene otros sentidos, como hemos podido señalar en todo lo anterior. Pero el agua primera, agua de Dios (bendita o sagrada) es aquella que debemos dar a los pobres.
1. El futuro de la vida humana sobre el mundo está vinculado al agua conservada y compartida, al agua limpia, no contamina, para todos los hombres y mujeres de la tierra. Éste es un tema que está al fondo de todo lo que sigue. Las “guerras” o paces del futuro (en especial en Palestina, tierra de la Biblia) se harán en torno al agua, agua de Dios, agua de todos, como supone el evangelio de hoy.
2. Estamos ante un pozo donde buscan agua para saciar la sed hombres y mujeres que vienen de muy lejos; cientos de millones de mujeres, de hombres y niños viven todavía sin agua corriente, sin agua potable, condenados a la sed y a las enfermedades que nacen de las aguas corrompidas. Jesús dice con ellos: ¡Tengo sed, dame de beber!
3. En un pozo como éste se juntan y se dan de beber los enamorados (según un tema clásico de la Biblia, que aparecen en las historias de Raquel y de Moisés). En ese contexto se sitúa el evangelio; una mujer da de beber a Jesús del agua que ella tiene, Jesús le ofrece el agua que el tiene… Estamos en el pozo de Jacob, donde se centra la historia de Israel, el pozo donde empieza la nueva historia cristiana.
4. Éste es un pasaje clave de mística y de historia cristiana, un pasaje que nos abre al infinito de la Vida. Teresa de Jesús reflexionó sobre las formas de sacar agua del pozo de Dios y de la vida. Gustavo Gutiérrez ha escrito un libro precioso titulado: “Beber del propio pozo”. Yo poco puedo aportar, a no ser mi pequeña experiencia bíblica. He estudiado el tema del agua en mi Diccionario de la Biblia (Verbo Divino, Estella 2009). Para aquellos que no lo tengan a mano puedo ofrecer aquí las reflexiones básicas que allí he condensado. Son algo largas, no espero que mis lectores las lean de corrido. Terminen el post ahora mismo los que no tienen tiempo o deseo de leer un "tratadito" sobre el agua en la Biblia. Los que pueden disponer de un tiempo más largo pueden seguir leyendo. Verán que al final lo que importa es "dar de beber al sediento", compartir el agua común de la vida.
Texto. Juan 4,5-42 (sólo el comienzo del texto)
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía. Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: "Dame de beber."
El agua, una reflexión bíblica
Antiguo Testamento
Es difícil trazar una reflexión teológica del agua, pues la tradición de la iglesia apenas ha tratado de ella, a pesar de la importancia del tema en la Biblia. Por eso he querido volver a la Biblia, para fundar desde ella una visión teológica del agua, partiendo del Antiguo Testamento.
El agua pertenece al comienzo de la creación del hombre, que Gen 1-2 ha presentado de dos formas complementarias, una partiendo del caos acuático (Gen 1) y otra de la estepa que debo convertirse en jardín (Gen 2).
1. Creación desde el caos del agua Gen 1.
Conforme a Gen 1, Dios ha creado el mundo partiendo de un abismo de aguas “divina” (aunque peligrosas), que él ha dividido, poniendo una “cubierta” o firmamento, para separar las de arriba y abajo; ese mismo Dios ha dividido después las aguas del mar y la tierra firme, haciendo así posible el surgimiento de seres terrestres (cf. Gen 1, 6-9).
–- En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y vacío, las tinieblas cubrían la faz del abismo y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas. Dijo Dios: "Sea la luz". Y fue la luz. Vio Dios que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas. Llamó a la luz "Día", y a las tinieblas llamó "Noche". Y fue la tarde y la mañana del primer día. Luego dijo Dios: "Exista un firmamento en medio de las aguas, para que separe las aguas de las aguas". E hizo Dios un firmamento que separó las aguas que estaban debajo del firmamento, de las aguas que estaban sobre el firmamento. Y fue así... (Gen 1, 1-7).
Crear es alentar (con el Espíritu divino) y separar con la Palabra (y dijo Dios), a partir de un Caos, entendido como agua-tiniebla, oscuridad marina. Todos son signos de Dios: el Agua-Caos, el Espíritu y la Palabra. La creación es un camino en el que Dios hace que surja el mundo y el hombre, partiendo de sí mismo En este contexto se entienden las tres “obras” primeras.
Día primero: Dios es Luz que triunfa de las tinieblas (Gen 1, 3-5). Las tinieblas ya existían, como fondo de caos que rodea al ser divino (Gen 1, 2). Ellas no son "dios", pues no existe un dios bueno y otro malo y Dios es sólo bueno, como luz que brota de su entraña y da sentido (campo de existencia y visibilidad) a todo lo que existe. Dios es uno, pero su unidad es luz que vence a las tinieblas, que es también divinas, aunque en otro sentido.
Día segundo: Dios es firmamento que separa las aguas (Gen 1,7-8), suscitando de esa forma el cielo. Cielo es la bóveda firme que se abre por la luz entre las aguas primordiales como un techo duro, en forma de bóveda o de semiesfera, que divide las aguase de arriba y abajo. En el hueco así formado, como al interior de una matriz divina, con aire y suelo firme existimos los hombres. Así ha vencido Dios al gran caos (tohu wabohu) que forman las tinieblas con las aguas. Todo ha surgido de la voz creadora de Dios, siendo así bueno, pero todo se encuentra igualmente sostenido y rodeado por el caos (tiniebla y aguas).
Día Tercero: Dios es agua fecunda para la tierra (Gen 1,9-13). Para ello son necesarias dos obras divinas.
Las aguas se separan de la tierra (Gen 1, 9-10); Unas quedan arriba y desde allí pueden fecundar la tierra por la lluvia (aunque con riesgo de tormenta). Otras quedan separadas en el mar, de manera que brota lo seco es decir, la tierra firme fecundada por la lluvia, por las fuentes y los ríos.
De la tierra regada por el agua surgen las plantas (Gen 1,11-12). Del Espíritu-Aliento de Dios (aire), por medio del agua, brotan de la tierra todas las plantas y de esa forma surge la vida sobre el mundo. Las plantas (árboles y yerbas) pertenecen a la misma tierra que no es dios ni diosa pero que aparece como "madre" de la vida cósmica. Una tierra sin plantas, una tierra a la que el hombre quitaría su capacidad engendradora sería contraria a la voluntad de Dios. Del Agua brotamos, en el agua somos, de manera que por ella pervivimos, sobre una Tierra de Dios, impulsados por su Espíritu-aliento, llamados a la Palabra; éstas son nuestras raíces divinas. En esa línea, mirada desde nuestra perspectiva, el agua (con el fuego, del que hablaremos después) pertenece a la manifestación fundante de Dios.
2. Creación desde la estepa sin agua.
El texto anterior (Gen 1, 1-2, 4a) suponía que todo ha brotado de las aguas, a las que Dios dividía y limitaba (con su Espíritu-Palabra), para que surgiera tierra humanizada. La nueva perspectiva del orden creador (Gen 2, 4b-25), comienza en un desierto sin vegetación para que Dios y hombre trabajen. Yahvé Dios debe enviar el agua de la lluvia. Los hombres deben abrir pozos y canalizar el agua para el riego (cf. 2, 4b-6). Vivientes de estepa son los hombres, llamados a convertir el desierto en paraíso, con la ayuda del agua de Dios.
En contra de Gen 1, al principio no hay agua, sino una estepa, con un vapor informe que sube de la entraña de la tierra y no logra fecundarla. Frente a la visión anterior, que hablaba de un agua yerma, que debe “domarse” para que fecunde la tierra, el nuevo texto habla de una tierra yerma, que sólo puede dar frutos, si cae la lluvia del cielo y el hombre trabaja. Frente a la ecología natural del agua de Dios la que debe retirarse para que surja tierra buena) emerge ahora la ecología laboral del campesino que debe humanizar el campo, con la ayuda del agua. Gen 1 suponía que venimos del agua-caos y a ella podemos retornar si no somos fieles al plan de Dios. Gen 2 supones que venimos de desierto y al desierto podemos retornar, si no trabajamos a conciencia la tierra, para convertirla en jardín. Así nos ha hecho Dios para labrar su jardín (cf. Gen 2, 5-7):
–- Yahvé Dios plantó un huerto en Edén, al oriente, y puso allí al hombre que había formado. E hizo Yahvé Dios nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer; también el árbol de la vida en medio del huerto, y el árbol del conocimiento del bien y del mal. Salía de Edén un río para regar el huerto, y de allí se repartía en cuatro brazos. El primero se llama Pisón y rodea toda la tierra de Havila, donde hay oro… El segundo se llama Gihón y rodea toda la tierra de Cus. El tercero se llama Tigris y va al oriente de Asiria. El cuarto río es el Éufrates (Gen 2, 8-14).
Gen 1 suponía que nacemos del agua y a ella podemos volver si rompemos el gran equilibrio cósmico. Por el contrario, Gen 2 afirma que brotamos de un desierto que Dios mismo prepara (plantó Yahvé Elohim un huerto…), para que nosotros los hombres lo cultivemos. De esa forma, en la misma estepa (sin plantas ni agua) emerge un espacio de vida en abundancia, de árboles inmensos. Este es el huerto de los cuatro ríos que marcan los cuatro puntos cardinales, huerto de abundancia y belleza infinita, de oro y de piedras preciosas (cf. 2, 10-14).
Todo lo que el hombre puede desear lo posee este huerto que Dios ofrece al hombre para que lo cultive, como un parque ecológico extendido a lo largo de media luna fértil que se abre desde los ríos de Mesopotamia (Tigris y Eúfrates) hasta el Nilo de Egipto, pasando por la franja verde de Siria, Fenicia y Palestina. Fuera del huerto sigue la estepa; pero el huerto, con el agua de los ríos de Dios, hace posible la vida de los hombres. Éste es el huerto de la vida, que se expresa ante todo en forma vegetal. "Dios Hizo brotar en el Edén todos los árboles"... ¿Cómo?
El texto no lo dice, pero están allí. Basta que miremos las tierras cultivadas, los huertos que se extienden desde Caldea hasta Egipto. Éste es el primer milagro: que la dura costra del mundo pueda convertirse en jardín de felicidad para los hombres, lugar donde crecen árboles de abundancia y belleza, deseables a la vista (nehmad) y apetecibles para comer (tob). Todo eso es posible porque hay agua y porque los hombres pueden y saben emplearla, al servicio de la vida, siempre que no quieran destruirla, comiendo del árbol del bien-mal.
–- [[En torno a los wadis o ríos de la estepa surgen espacios verdes (oasis) con árboles o plantas, donde los hombres cultivan semillas y viven, como en los oasis del desierto. Esta imagen ofrece un precioso programa ecológico que define la condición de muchos pueblos, que viven al borde de las tierras secas y que saben que lo natural (lo que existe y se extiende por sí) es la estepa o desierto, de manera que los huertos o jardines son más bien un regalo, una bendición de Dios, siendo al mismo tiempo un producto del trabajo de los hombres. En ese contexto se habla del agua de los ríos como gran regalo de vida]].
Conclusión. Los motivos anteriores nos ofrecen la primera teología del agua, que de forma significativa es doble. (1) Agua que se debe moderar y limitar, para que surja el hombre. (2) Agua que el hombre debe cuidar, para que el mundo sea jardín y no desierto. Esta es una teología del agua divina y humana.
a) El agua es divina: ella forma parte de la revelación y/o creación de Dios, de tal manera que en Gen 1 empieza resultando muy difícil precisar si “es Dios” (un elemento de Dios) o si es algo que Dios ha creado fuera de sí. Lo mismo pasa en Gen 2.
b) El agua es humana. Ella forma parte del fondo divino del hombre, como signo especial de bendición, pero también de riesgo: si el hombre rompe el “pacto” de Dios el agua puede anegarle; si el hombre no trabaja la tierra que Dios le ha dado, esa tierra se puede secar y destruirle.
3. Agua destructora, diluvio
El tema del agua está en el centro del ciclo del diluvio (Gen 6-9), que dividimos en dos partes: Gen 6-7 (diluvio-inundación); Gen 8-9 (restauración u arco iris).
El agua del diluvio (Gen 6-7) expresa el riesgo de la destrucción humana. En el fondo del texto se encuentra la certeza de que el mundo de Dios ha de cuidarse. Lo lógico es el caos: que las aguas de arriba y de abajo se nivelen, que se rompa el frágil equilibrio que permite que la vida exista y que todo vuelva al caos indiferente de las aguas oscuras del principio. El relato del diluvio supone que el equilibrio de las aguas cósmicas se encuentra vinculado a la conducta humana, de manera que cuando los hombres y mujeres “pecan” vuelve el caos:
– Aconteció que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, al ver los hijos de Dios que las hijas de los hombres eran hermosas tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas. Entonces dijo Yahvé: "No permanecerá mi Espíritu en el hombre para siempre.". Había gigantes en la tierra en aquellos días, y también después que los hijos de Dios violaron a las hijas de los hombres y les engendraron hijos. Estos fueron los hombres guerreros que desde la antigüedad alcanzaron renombre. Vio Yahvé que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón solo era de continuo el mal; y se arrepintió Yahvé de haber hecho al hombre en la tierra, y le dolió en su corazón. Por eso dijo Yahvé: "Borraré de la faz de la tierra a los seres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos hecho". Pero Noé halló gracia ante los ojos de Yahvé (Gen 6, 1-8).
Éste es un pasaje enigmático, lleno de matices que deberían precisarse ; pero tiene un rasgo claro: los hombres pueden destruir el equilibrio de las aguas de Dios, suscitando de esa forma el caos, la gran inundación que se atribuye a Dios: "Vio Dios que crecía la maldad del hombre sobre la tierra...” (Gen 6, 5-6). Frente al Dios que todo lo hace bueno, como sabe Gen 1, 10.12.25…, se ha elevado el hombre que tiende a pervertirlo todo, a través de su violencia (violación sexual y guerra; cf. 6, 11-12).
En este contexto se sitúa el diluvio, que el Génesis presenta desde dos perspectivas. En línea antropológica, la destrucción del mundo depende de la acción humana, pues el pecado conduce a la muerte (Gen 3, 17: “si coméis del fruto malo moriréis”). En línea teológica, la Biblia supone que ese mismo diluvio es castigo de Dios. En ambos casos el riesgo de muerte se encuentra vinculado con el agua.
En una línea, todo sucede como si Dios no hiciera nada, pues la misma acción pervertida de los hombres se propaga como inundación que aniquila todo lo que existe, conforme a un claro talión intramundano: la maldad del hombre pervierta a la naturaleza, la naturaleza enloquecida mata al hombre. Hombre y mundo aparecen de esa forma vinculados, de manera que allí donde “peca”, el hombre suscita la muerte del mundo, desatando las aguas del diluvio. Pero, en otra línea, el diluvio puede entenderse como signo de la acción de Dios, es decir, como castigo. Miró Elohim la tierra y estaba corrompida (6, 12), como si el mal del hombre se expandiera y lo emponzoñara todo, de manera que Dios mismo se arrepintió (najam) de haber creado el mundo. El texto nos sitúa ante un “fracaso” de Dios que parece sufrir mujer, como una mujer a quien duele el fracaso de sus hijos.
Se manifiesta así la primera lógica de Dios que dice: “Borraré al ser humano de la superficie de la tierra...” (6, 7). Es como si el hombre fuera una "mancha" que se debe lavar, para que la tierra quede limpia. Para ello no necesita hacer nada, sino sólo dejar de hacer, de cuidad y mirar al mundo de los hombres, dejando que las aguas expresen sin más su potencial de caos (como suponía Gen 1, 6-10). Lo "natural" hubiera sido el triunfo del caos de las aguas, el retorno de los hombres a la muerte del principio. Dios no tenía que actuar, sino "dejar de hacer". Pues bien, en este contexto, lo novedoso y grande es que Dios haya tenido compasión de Noe (que eso significa ese nombre), enseñándole a construir un arca (tebah), una gran casa flotante o barco en el que hombres y animales puedan invertir el potencial de su destrucción, haciendo así la travesía del diluvio. Esta es la segunda lógica de Dios, la verdadera; pero ella exige una colaboración del hombre que responda, cuidando y respetando el agua.
Hombres y animales han sido compañeros desde el comienzo de la travesía de la vida y juntos han compartido un riesgo, que brota de la violencia de los hombres. Por eso han de ser compañeros en la salvación, en medio de la ira de las aguas desbocadas. Por eso, los hombres deben abrir un espacio en su “arca” no sólo para ellos (o para algunos privilegiados), sino para los mismos animales. El arca es un paradigma antropológico de solidaridad y salvación. Una humanidad que sólo quisiera salvarse a sí misma se destruiría. Hoy sabemos que la vida del mundo no es infinita, que los recursos de la tierra son limitados y que, si manipulamos o pervertimos de un modo egoísta los valores del mundo (de la fauna y flora), nos destruimos a nosotros mismos, destruyendo nuestro mundo. Podemos convertir el agua de la vida de Dios en inundación de muerte.
4. Agua salvadora. El arco iris.
Conforme a la visión de conjunto del Génesis, el diluvio ha sido un ensayo general del riesgo y sentido de la historia: Dios ha dejado que los hombres definan su existencia; les ha dado el árbol de la vida y de la muerte, ha permitido que ellos mismos escojan y sean (Gen 2-3); pero apoyados en su libertad, impulsados por su propio deseo, los hombres han corrido el riesgo de matarse (Gen 4), suscitando el diluvio (Gen 6-7). Pues bien, conforme al testimonio bíblico, en el mismo diluvio, Dios se “arrepiente” y se compromete a garantizar la estabilidad y permanencia del mundo, a pesar de la maldad de los hombres, como ha dicho ya en Gen 8, 22: «Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche». Desde ese fondo se entiende la nueva palabra de bendición y pacto (berit) de Dios con todos los vivientes:
–-Yo establezco mi pacto con vosotros y con vuestros descendientes después de vosotros; y con todo ser viviente que está con vosotros; aves, animales y toda bestia de la tierra que está con vosotros... Estableceré mi pacto con vosotros y no exterminaré ya más toda carne con aguas de diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra... Ésta es la señal del pacto... Pongo mi arco en las nubes. Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se dejará ver entonces mi arco en las nubes (Gen 9, 9-14).
Éste es un pacto “gratuito”, fundado en la fidelidad de Dios y no depende de la respuesta de los hombres, pues Dios les ofrece protección perpetua, a pesar de lo que ellos hagan. Éste es un pacto abierto no sólo a los hombres (judíos y no judíos), sino a hombres y animales: todos son destinatarios de la misma protección divina. Esto significa que las cosas ya no existen por bondad del hombre sino por pura gracia providente de Dios. Éste es un pacto con un signo (´ot) de tipo cósmico: el arco iris (qeshet) en medio de las aguas que corren el riesgo de volverse nuevo diluvio.
(a) Este arco de las aguas es signo de paz, como resalta el mismo texto: «Cuando envíe la lluvia y aparezca el arco en las nubes me acordaré del pacto...», expresa¬do en colores de vida y belleza.
(b) El arco del agua es paz en medio de la guerra, como sigue el texto: cada vez que se encienda la tormenta y explote la lluvia, amenazando el mundo, Dios ha de acordarse (zakar) del pacto y detener las aguas de la ira. El arco es para la Biblia (y para el oriente antiguo) el arma militar por excelencia: cada vez que los hombres veían la forma de un arco se acordaban de la guerra, en medio de la gran tormenta; pero Dios ha querido convertirlo en signo de la paz que se expresa por el agua de la buena lluvia.
5. Un Dios del agua.
En los dos contextos anteriores, el agua era un signo ligado básicamente con el mundo, aunque estaba llena de connotaciones divinas. Ahora ponemos de relieve sus rasgos divinos o sagrados, que aparecen ya en la gran teofanía de Ez 1, donde se habla de los cuatro Vivientes que se mueven en un entorno de “ascuas de fuego; de manera que había como unas antorchas (lappidim) discurriendo entre los vivientes. Y el fuego (´es) fulgaraba y del fuego salían relámpagos (baraq)” (Ez 1, 13).
Estamos, sin duda, ante el Dios del agua y del fuego, el Dios de la tormenta cósmica. Sobre la cabeza de los vivientes se extiende “la bóveda celeste (raqi´a), como destello aterrador de cristal, extendido sobre sus cabezas… Y oí el rumor de sus alas cuando caminaban, como estruendo de aguas (mayim) caudalosas, como la voz de Sadday (Omnipotente), ruido tumultuoso, fragor de ejército” (cf. Ez 1, 22-15). En el lugar donde se vinculan el agua y el fuego, en las órbitas astrales, habita un Dios a quien podemos llamar Dios del Agua:
– Y por encima del basamento que estaba sobre sus cabezas había como una visión de piedra de zafiro, una semejanza de Trono (demut Kisse´); y sobre esa semejanza de Trono una visión como semejanza de ser humano (demut ke-Mar´eh 'Adam)... Y vi como un fulgor de electro, como visión de un fuego con halo alrededor de lo que parecía su cintura para arriba; y de lo que parecía su cintura para abajo vi como una especie de fuego fulgurante. Como el aspecto del arco que aparece en las nubes en día de lluvia: tal era el resplandor que lo nimbaba. Era la visión de la Imagen de la Gloria de Yahvé. Al contemplarla caí rostro en tierra (Ez 1, 26-28).
Como arco iris humano (o humanizador) en la gran tormenta cósmica, allí donde habitan y se juntan agua y fuego, como Arco Iris que rasga la lluvia abriendo una esperanza de vida: así emerge Dios. Ya no pone en el cielo un arco iris (cf. Gen 9, 9-14), sino que es el mismo Arco Iris, promesa de agua buena en la tormenta . En esa misma línea se sitúa la visión de 1 Hen 14, presentando la casa de Dios como coincidencia o unión de contrastes, de fuego y de agua (hielo-granizo). “Entré en la lengua de fuego y me acerqué adonde está la gran casa construida con piedras de granizo, cuyo muro es como pavimento de lápidas pétreas, de granizo. Su suelo es también de granizo y su techo como curso de estrellas y relámpagos, entre los cuales están los querubines ígneos; y su cielo es como agua. Había fuego ardiente alrededor de las paredes... Entré en esta casa que es ardiente como fuego y fría como granizo”.
Pues bien, esa visión del Dios del agua, vinculado de un modo especial a la tormenta constituye una constante de la historia y teología israelita: éste es el Dios que “cabalga sobre las nubes” (Dt 33, 26), el Dios que habita en la oscuridad de la aguas, entre nubarrones (2 Sam 22, 12; cf. Sal 18 11-12). Éste es el Dios que está en las aguas (Sal 77, 16). De esa forma reina sobre el cosmos, reinando, al mismo tiempo, sobre los hombres: “Nubes y oscuridad le rodean; Justicia y juicio son el cimiento de su trono. Fuego irá delante de él, Y abrasará a sus enemigos alrededor. Sus relámpagos deslumbran el orbe; la tierra lo vio y se estremeció” (Sal 97, 2-5; cf. 68, 4). Éste es el Dios “que establece su aposento entre las aguas, el que pone las nubes por su carroza, el que camina sobre las alas del viento” (cf. Sal 104, 3; cf. 135, 7). Este motivo ha sido fijado de forma clásica en un salmo antiguo, que tiene claros contactos con las religiones del entorno:
Hijos de Dios, aclamad a Yahvé, aclamad la gloria y poder de Yahvé. Aclamad la gloria del nombre de Yahvé, postraos ante Yahvé en el atrio sagrado.
La voz de Yahvé sobre las aguas: el Dios de la gloria ha tronado, Yahvé sobre las aguas torrenciales.
La voz de Yahvé es potente, la voz de Yahvé es magnífica.
La voz de Yahvé descuaja los cedros, Yahvé descuaja los cedros de Líbano. La voz de Yahvé lanza llamas de fuego:
la voz de Yahvé sacude el desierto, Yahvé sacude el desierto de Cadés.
La voz de Yahvé retuerce los robles,
Yahvé descorteza las selvas.
En su templo un grito unánime ¡gloria!
Yahvé se sienta por encima del aguacero,
Yahvé se sienta como rey eterno.
Yahvé da fuerza a su pueblo,
Yahvé bendice a su pueblo con la paz (Sal 29, 1-11).
Este salmo se podría haber referido a diversos dioses del entorno indoeuropeo (Indra, Zeus), semita (Hadad, Baal) o americano, pero el orante lo vincula a Yahvé, Dios de Israel, entendido como Dios que es transcendente en su inmanencia cósmica, expresada en la tormenta: su signo es el rayo, su bendición el agua. Éste salmo empieza hablando de los bene´ elim, dioses inferiores (hijos del gran ´El, padre divino, ángeles cósmicos); todos ellos deben mostrar su acatamiento a Yahvé, Dios del agua y la tormenta.
Con los dioses o ángeles cósmicos alaban a Yahvé los sacerdotes y fieles del templo de Jerusalén (o de otro templo de Israel), descubriéndole de un modo especial en el rayo y el trueno con el agua; en ese contexto podemos hablar de una epifanía o manifestación de Dios la tormenta que vincula cielo y tierra.
El narrador no argumenta, no razona, no demuestra. Simplemente dice y, al decir, nos va mostrando los momentos del despliegue de Yahvé Tormenta: viene del Norte, de la montaña de los cedros (Líbano) y va hacia el Sur, al desierto de Cadés; entre Líbano y Cadés, recorriendo el horizonte palestino, cabalga con su fuerza el Dios/Tormenta y lanza el rayo, descuajando los cedros (Líbano; cf 29, 5) e incendiando el páramo (Cadés: 29, 7).
Aliento de Dios es el fuego; su espada victoriosa el rayo, su voz el trueno, su bendición el agua de la lluvia que fecunda el campo. Por siete veces se repite la palabra trueno (voz: qol), vinculando el aspecto cósmico (qol, trueno) y el teológico (Yahvé), que expresan la inmanencia (trueno) y trascendencia (Dios Yahvé) del mismo fenómeno sagrado. No hay magia en el texto; no hay evocación de ningún Deus ex machina o potencia extraña que interfiera en el curso de los fenómenos.
El único milagro es la tormenta, percibida como expresión del fuego/voz de Dios que habla de manera bien visible en la naturaleza, como trascendencia y fuente de agua (fuego y agua). Los devotos (dioses y hombres de Sal 29, 1-2) le han invocado desde el templo. Yahvé, a quien el texto ha definido como Dios de la gloria (´El-hakkabod; 29, 3), responde a la llamada de sus fieles con la voz de la tormenta que es fuego y produce agua. Este Dios se despliega como agua-tormenta en gesto de fuerte potencia sagrada, siendo, al mismo tiempo, principio de terror (¡destroza los cedros, incendia la estepa!), y fuente de vida, pues fecunda el campo con la lluvia.
Cabalga Yahvé sobre las aguas (nubes) y al ritmo de su voz (rayo/trueno) va mostrando su poder y haciendo que la tierra beba el agua de su vida. Por eso responden los fieles (ángeles, hombres) desde el templo diciendo ¡kabod, gloria! (29, 10). Por eso se acaba diciendo ¡Yahvé reina! porque ha triunfado de las aguas diluviales (mabbul) y ha domado con su fuerza la tormenta, convirtiéndola en agua de vida. Domesticar el caos de las aguas, a través del Espíritu y de la Palabra, eso es crear (cf. Gen, 1-3). Enriquecer la tierra con el agua, eso es sentarse desde siempre y para siempre sobre el trono divino. Este Dios israelita es una tormenta salvadora.
6. Aguas de muerte y de vida. Ciclo de Moisés
El tema de las aguas encuentra su centro en el ciclo de Moisés, cuyo nombre, según la etimología popular significa “salvado de las aguas” (Moshe: Min ha-Mayim. Cf. Ex 2, 10). Las aguas del Nilo, que le llevaban a la muerte, se convierten para él en manantial de una vida que marcada por el agua. Así se ve cuando mata a un egipcio y tiene que salir huyendo, porque le persigue el Faraón, hasta la tierra de Madián, donde la suerte de Dios le espera junto al agua:
– Cuando el faraón se enteró, quiso matar a Moisés. Pero Moisés huyó de la presencia del faraón y se fue a la tierra de Madián, y se sentó junto a un pozo. El sacerdote de Madián tenía siete hijas, que fueron a sacar agua para llenar los abrevaderos para las ovejas de su padre. Pero vinieron unos pastores y las echaron. Entonces Moisés se levantó y las defendió, y dio de beber a sus ovejas (Ex 2, 15-17).
Los pozos, a las afueras del poblado, son para la Biblia lugares de encuentro y compromiso matrimonial (cf. Gen 24: matrimonio de Isaac; Jn 4: Jesús y la samaritana). Lógicamente, Moisés se casa con una hija del sacerdote de Madián y descubre al Dios de su pueblo en la zarza ardiente de la montaña del fuego: ¡Soy el que Soy: Yahvé! Pues bien, este Dios del pozo del agua y la zarza de fuego le envía de nuevo a las aguas de Egipto, con el poder de convertirla en sangre de muerte:
“Sucederá que si no te creen por estas dos señales ni escuchan tu voz, tomarás agua del Nilo y la derramarás en tierra seca. El agua que tomarás del Nilo se convertirá en sangre sobre la tierra seca”: Ex 4, 9).
El agua es la vida de Egipto (don del Nilo divino). Pues bien, allí donde los egipcios oprimen a los israelitas convierten el agua de su río en sangre. Éste ha sido y sigue siendo uno de los signos más duros de toda opresión: los opresores convierten el agua en sangre, como muestra Moisés con su vara:
– Yahvé dijo a Moisés…: Toma tu vara y extiende tu mano sobre las aguas de Egipto… y ellas se convertirán en sangre. Habrá sangre en toda la tierra de Egipto… Moisés y Aarón hicieron como les mandó Yahvé… y todas las aguas del Nilo se convirtieron en sangre. Los peces que había en el Nilo murieron. Y el Nilo apestaba, de modo que los egipcios no podían beber de él. Hubo sangre en toda la tierra de Egipto… (Ex 7, 19-21)
Ese pasaje contiene elementos míticos (¡también los magos hacen algo semejante!) y recuerdos geográficos: las aguas del Nilo bajan en ciertos momentos teñidas de rojo, como si fueran sangre. Pero la Biblia interpreta ese como expresión histórica de pecado. Queriendo destruir a los hebreos, los egipcios destruyen las aguas: su río se mancha, su tierra se muere. Los ríos y aguas del mundo sólo mantienen su pureza si los hombres son capaces de vivir en equilibrio de justicia, al servicio de los pobres. Sobre ese fondo ha desarrollado la Biblia el otro signo supremo de las aguas que ayudan a los pobres que buscan libertad. Éste es el signo más hondo de las aguas en la Biblia, el paso del mar Rojo (mar de los Juncos, mar de sangre y vida):
–- Entonces Moisés extendió su mano sobre el mar, y Yahvé hizo que éste se retirase con un fuerte viento del oriente que sopló toda aquella noche e hizo que el mar se secara, quedando las aguas divididas. Y los hijos de Israel entraron en medio del mar seco, con las aguas como muro a su derecha y a su izquierda. Los egipcios los persiguieron, y entraron en el mar tras ellos con toda la caballería del faraón, sus carros y sus jinetes… Entonces Yahvé dijo a Moisés: Extiende tu mano sobre el mar, para que las aguas vuelvan sobre los egipcios, sobre sus carros y sobre sus jinetes. Moisés extendió su mano sobre el mar… y las aguas volvieron y cubrieron los carros y los jinetes, junto con todo el ejército del faraón... Pero los hijos de Israel caminaron en seco por el mar, con las aguas como muro a su derecha y a su izquierda (Ex 14, 14-29).
Éste es el más hondo paradigma teológico del agua en Antiguo Testamento: que los pobres puedan caminar sin ahogarse, convirtiendo las aguas de muerte (donde los hombres se pueden ahogar) en camino de vida. Este signo de las aguas (que retoma el motivo de fondo del relato de la creación de Gen 1) es el principio de la historia israelita. Es un relato alegre (hay esperanza para los pobres); es un relato triste, porque muchos pobres mueren sin que parezca que Dios les ayudó a los hebreos en el mar Rojo.
Éste es un relato triste, porque los pobres también sienten y sufren la muerte de los judíos (como han puesto de relieve algunos comentarios judíos antiguos del Éxodo).
Pues bien, dando un paso más, del lugar de las aguas (Egipto, Mar Rojo: que nos sitúan en el fondo de Gen 1) pasamos a la estepa, al desierto seco (como en Gen 2), donde los israelitas no piden ya a Dios que les libere del agua contaminada o del mar destructor, sino que les ofrezca agua potable (de vida) en el desierto. Éste es un tema que aparece en toda la dura y larga marcha de los israelitas, en el camino que lleva a la tierra prometida. Este es el “milagro” de la roca que se vuelve fuente de vida:
– Los hijos de Israel… acamparon en Refidim, donde no había agua... El pueblo altercó con Moisés diciendo: ¡Danos agua para beber! Moisés les dijo: ¿Por qué altercáis conmigo? ¿Por qué ponéis a prueba a Yahvé?... Y Moisés clamó a Yahvé diciendo: ¿Qué haré con este pueblo? Poco falta para que me apedreen. Yahvé respondió a Moisés: … Toma también en tu mano la vara con que golpeaste el Nilo, y vete. He aquí, yo estaré delante de ti allí sobre la peña de Horeb. Tú golpearás la peña, y saldrá de ella agua, y el pueblo beberá. Moisés lo hizo así en presencia de los ancianos de Israel. Y llamó el nombre de aquel lugar Masá y Meriba (=Tentación, Altercado), por el altercado de los hijos de Israel y porque pusieron a prueba a Yahvé, diciendo: ¿Está Yahvé entre nosotros, o no? (Ex 17, 1-7).
Dios aparece así como fuente de agua (cf. Num 20, 10-11; en otro contexto cf. Ex 15, 22-27). La tradición posterior ha espiritualizado el tema, convirtiendo el agua en signo de presencia de Dios (cf. Is 48, 21; Num 11-14; Dt 8, 15; 32, 51; 38, 8), de tal manera que Pablo ha podido decir que la piedra de la que brotaba el agua en el desierto era una piedra espiritual, es decir, el mismo Cristo, entendido como fuente de agua viva (cf. 1 Cor 10, 4). De esa forma se revela el Dios que camina con su pueblo por el duro desierto, ofreciéndole comida y bebida, para llevarle a una “tierra buena: de arroyos de agua, de manantiales y de fuentes del abismo que brotan en los valles y en los montes” (cf. Dt 8, 7). Pero, siendo espiritual, el agua de Dios sigue siendo agua material: bebida y bendición para los pobres.
7. Agua disputada. Los dioses del agua
El camino que lleva a la tierra del agua es duro: los israelitas tuvieron que enfrentarse con los dioses de la tierra cananea, que son también dioses del agua. Fue un camino de conquista militar y, sobre todo, de enfrentamiento social y religioso. Los israelitas atravesaron “con la ayuda de Dios” el río Jordán, cuyas aguas se separaron a su paso (cf. Jos 3), mostrando así que Dios estaba con ellos. Más aún, conforme a la visión oficial de la historia bíblica, el mismo Dios les ayudó con su lluvia de granizo, en un día muy largo, haciendo que el sol se parara en la batalla, para que los guerreros de Israel, ayudados por la “tormenta de Dios”, aniquilaran a los cananeos (cf. Jos 10, 11-12). En este contexto se sitúa la disputa sobre el origen del agua en 1 Rey 17-18.
El problema es que llueva: que Dios bendiga la tierra con agua, de manera que broten las plantas, maduren las mieses y haya cosecha y comida.
El poder de Dios se encuentra unido al rayo en la tormenta, al fuego del hogar que cuece la comida y, sobre todo, al agua. Por eso, al disputar sobre sus dioses, israelitas y caneceos preguntan: ¿Quién concede el agua? ¿Quién enciende la llama sagrada del fuego del rayo, inseparable del agua? Así preguntaban los israelitas en tiempo de Ajab, rey de Samaría (874-852 a. C.), como recuerda la historia de Elías (1 Rey 17-18), reelaborada con elementos y esquemas de tipo confesional. Afirmaban los baalistas que el agua es de Baal. Elías contesta: ¡Vive Yahvé, Dios de Israel, a quien sirvo que no caerá en tres años gota de agua ni rocío a no ser que yo lo mande! (1 Rey 17,1). Tres años duró la prueba. El profeta, escondido por temor al rey, en una torrentera, tuvo que escapar a otro país (Fenicia), pues las aguas del torrente se secaron (cf. 1 Rey 17, 3-24) y se extendía el hambre por el pueblo.
– Al tercer año vino la palabra de Yahvé sobre el profeta: ¡preséntate a Ajab, que voy a dar el agua! (18,1). Elías fue y preparó ante el rey “el juicio del agua”, con los sacerdotes de Baal, para que viera quién era el Dios de la lluvia. Elías y los profetas de Baal prepararon la escena, disponiendo cada uno su altar y sacrificio, sobre el monte sagrado del Carmelo, entre el mar y las llanuras que separan Galilea y Samaría. En las aguas del torrente inferior se había decidido la suerte del yahvismo en los años de Débora (¡siempre junto al agua!: Jc 4-5) En la altura del monte se celebraría el juicio sagrado ante el rey y los hombres de la tierra, divididos entre Yahvé, Dios israelita de la Ley sagrada, y los baales (Baal y Ashera), dioses de la vegetación. Se trataba de saber quién era el Dios del agua. Empezaron orando y ofreciendo el sacrificio los profetas de Baal, pero no vino el rayo de Dios con la tormenta, no descendió la lluvia. Entonces oró Elías sobre el sacrificio:
– Y descendió el fuego de Yahvé (el rayo, que es el principio de la tormenta) y consumió la víctima, la leña, las piedras y el polvo… Y lo vio todo el pueblo y cayeron sobre su rostro exclamado: ¡Yahvé es Dios! ¡Yahvé es Dios! Y les dijo Elías: Tomad a los profetas de Baal. Que no escape ninguno de ellos. Los agarraron. Y Elías les hizo bajar al torrente Quisón y allí los degolló. Y dijo Elías al rey Ajab:- ¡Vete! ¡Come y bebe! Que se escucha el ruido de la lluvia (1 Rey 18, 38-41)
Este es un texto duro. Más que un hecho concreto del pasado, ha transmitido el valor permanente del símbolo de Elías, portador del rayo de Dios, capaz de dar el agua de lluvia para el pueblo, en contra de Baal, que así aparece como Dios inútil. Sólo Yahvé es el verdadero Dios del rayo: dueño del fuego que "habla" (qol= rayo o palabra), señor del agua que fecunda la tierra seca. Así le invocan los fieles de Yahvé: ¡YHWH hu-ha'Elohim ¡YHWH hu-ha´Elohim! ¡Yahvé es Dios! ¡Yahvé es Dios! (1 Rey 18, 39). Esta confesión del Dios del agua de la vida es hermosa, pero muy peligrosa, pues Elías mandó matar a los profetas de Baal, que, según el texto, habían sido incapaces de evocar y suscitar el agua. En ese mismo contexto, pero sin violencia, se sitúa Oseas, que presenta a Yahvé como el único que puede dar al pueblo los dones vinculados con el agua (el trigo, el fino y el aceite: cf. Os. 2).
Pero volvamos al tema de la disputa por el agua, que tiene un sentido teológico pero puede y debe entenderse también desde una perspectiva económica y social, vinculada con los bienes del trigo, del vino y del aceite, como señalaba Oseas. El agua no es sólo un don de Dios, sino un elemento básico de la economía y por ella han luchado cananeos y egipcios, de manera que podemos hablar de los dioses del agua, vinculados a los poderes sociales .
Además de estos pasajes, de tipo confesional, en los que Yahvé viene a mostrarse como Señor-Dios del agua, hay en el Antiguo Testamento una serie de textos teológicamente muy hondos en los que aparecen expresados los diversos valores del agua.
Del agua tratan las historias del milagros de Elías y Eliseo Cf. 1 Rey 19, 6 (el pan y agua de la comida de Elías mientras camina hacia la montaña de Yahvé) y 2 Rey 2, 19; 3, 17-19 y 6, 5 (diversos milagros del ciclo de Elías, vinculados con el agua).
De fuentes y pozos de agua tratan numerosas historias, relacionadas con Agar (cf. Gen 16, 7; 21, 14-21) y los patriarcas (Gen 21, 25: Bersebá, pozo del juramento; Gen 26, 18-32 y Num 21, 17-18: disputas sobre pozos). Entre todas ellas podemos recordar, por sus conexiones antropológicas la historia de Aksa:
– “Y Kaleb dijo: A quien venza y conquiste la ciudad de Qiryat-Séfer le dará a mi hija Aksah como esposa. Y la conquistó Otniel, hijo de Qenaz, hermano menor de Kaleb. Y cuando Aksah iba con Otniel se paró… y Kaleb le preguntó: ¿Qué te pasa. Y ella contestó: ¡Concédeme una bendición (=un estanque de aguas)!! Ya que me has dado una tierra desierta (=del Neguev), dame también fuentes de aguas. Y Kaleb le dio las Fuentes de Arriba y las Fuentes de Abajo» (Jc 1, 12-13. 14b-15)”.
La hija de Kaleb acepta su suerte, pero pide a su padre que, junto al campo yermo que rodea a la ciudad, le conceda un estanque de aguas (berakah: alberca, bendición). Ella acepta ser premio de guerra (ciudad que se conquista), pero pide las fuentes del agua por las que luchan también los varones. El agua de la vida es objeto de disputa y guerra, es el agua que acaba siendo dominio de los poderosos.
8. Agua bendita, agua de vida
Desde el contexto anterior podemos y debemos distinguir dos aguas básicas. Está por una parte el agua bendita, que podemos llamar también agua sagrada, agua del templo y de las purificaciones rituales cada vez más abundantes en el judaísmo tardío. Por otra parte se eleva, cada vez con más fuerza, el agua de la vida real, agua que enfrenta a los hombres, agua que pueden tener los poderosos y que no tienen los pobres.
El agua sagrada se vincula con las purificaciones de los sacerdotes. Esta es el agua que podemos llamar sacramental que, para los cristianos, desemboca en el bautismo. En principio, los israelitas no tuvieron un sacramento del agua, sino de sangre (la circuncisión de los varones). Pero después, a partir del exilio, el judaísmo se fue convirtiendo en religión del agua, es decir, de los bautismos y purificación.
Ésta es el agua que se ofrece a Dios en el santuario (cf. 1 Sam 7, 6), el agua simbolizado por el gran “mar de bronce” que está junto al altar del templo, para las purificaciones de las víctimas y de los sacerdotes (cf Ex 30, 18-20; 40, 7.12.30). Conforme a la tradición de Melquisedec, el templo de Jerusalén es casa del pan y del vino (Gen 14, 18), altar de sacrificios de animales. Pero, al mismo tiempo, viene a ser centro de las purificaciones y bautismos que definen gran parte del judaísmo tardío, entendido como religión de la mancha (de la ritualidad y del agua purificadora) más que como religión de la justicia y del agua que sacia la sed de los pobres .
Una parte considerable del libro del Levítico está dedicada a las purificaciones de vestidos y utensilios sagrados, de personas y objetos. Ciertamente, el judaísmo en sí no ha sido sólo una religión de ritos, pero en el tiempo del Segundo Templo ha tendido ritualismo del agua que limpia y purifica, en plano sagrado, las manchas de los hombres y mujeres (cf. Lev 6, 28; 8, 6. 21; 11, 31-40; 14, 8-9; Num 8, 7; 31, 23; Dt 23, 11). Gran parte de Lev 15-17 y Num 19 se centra en ese tema. La pureza es, ante todo, una cuestión de sacerdotes; pero el afán de pureza se ha extendido entre los judíos más piadosos a todos los campos de la vida, como muestran de forma impresionante las mikwé o piscinas de purificación que se encuentran no sólo en el complejo de Qumrán, sino en muchas casas ricas de los judíos piadosos de este tiempo. He desarrollado el tema en Fiesta del pan, fiesta del vino, Verbo Divino, Estella 22006.
De todas formas, el agua sagrada de las purificaciones del templo nunca ha estado del todo separada del agua real de la abundancia de la vida. En esa línea, aprovechando el signo de las aguas de la fuente de Siloé, que brotan casi por debajo del templo de Jerusalén, la tradición profética ha desarrollado una preciosa visión de las aguas abundantes, que definirán la llegada del tiempo escatológico. El tema aparece ya en un texto antiguo de condena: «Por cuanto desechó este pueblo las aguas de Siloé, que corren mansamente, y se regocijó con Rezín y con el hijo de Romería…» (Is 8, 6). Los jerosolimitanos buscaron en aquel tiempo y después (siglo VIII_VII a. C.); pero después que han caído en manos de los babilonios y ha sido destruida, eleva Ezequiel su visión profética “de las aguas que manaban de interior del templo y corrían hacia el oriente... El agua iba bajando... y crecía hasta convertirse en un gran río» (Ez 47, 1ss):
–- Estas aguas van a la región del oriente; descenderán al Arabá y llegarán al mar, a las aguas saladas; y las aguas serán saneadas. Y sucederá que todo ser viviente que se desplace por dondequiera que pase el río vivirá. Habrá muchísimos peces por haber entrado allá estas aguas, pues las aguas serán saneadas. Y todo lugar a donde llegue este río vivirá… Sus hojas nunca se secarán, ni sus frutos se acabarán; cada mes darán sus nuevos frutos, porque sus aguas salen del santuario. Sus frutos servirán para comida, y sus hojas para medicina (cf. Ez 47, 8-12).
Este es una preciosa visión ecológica, fácil de entender para quien conozca Jerusalén y su entorno. Las aguas del río del templo se pierden actualmente en el desierto que se empieza a las afueras de Jerusalén hasta culminar en la hondonada del Mar Muerto, aguas saladas sin vida. Pues bien, las aguas del templo crecerán y regarán toda la tierra del Oriente y harán del Mar Muerto un paraíso. Las aguas del templo serán principio y centro de un nuevo paraíso. En esa línea se sitúa Zacarías, pero ampliando el motivo de las aguas, que se extienden y expanden desde el templo ahora en las dos direcciones del mundo: «Aquel día brotará un manantial de Jerusalén; la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el mar occidental, lo mismo en verano que en invierno» (Zac 14, 8-9). Éste será el río final del paraíso (Ap 22, 1-2; cf. Gen 2, 10), que brota de la roca de Dios, que es la roca del templo (cf. Ex 17, 1-7).
En una línea semejante se sitúan las profecías del retorno mesiánico. Como hemos dicho ya, hacia oriente de Jerusalén se extiende el desierto, ciertos de kilómetros de estepas resecas, sin aguas. Pues bien, por ese desierto han de volver los exilados de Israel, como sabe y canta la tradición del profeta Isaías, que proyecta sobre el tema las imágenes del éxodo, pero cambiando su sentido: «Despierta, despierta, vístete de poder, oh brazo de Yahvé; despierta como en el tiempo antiguo, en los siglos pasados. ¿No eres tú el que cortó a Rahab y el que hirió al dragón? ¿No eres tú el que secó el mar, las aguas del gran abismo; el que transformó en camino las profundidades del mar para que pasaran los redimidos?» (Is 51, 9-10). El agua del caos ha de ponerse otra vez al servicio de la vida, viniendo a convertir el mundo en paraíso (lo mismo que en Gen 2).
Dios no tiene que abrir ahora el agua para que pasen los perseguidos, sino que ha de ofrecer a los el agua a los sedientos y a los pobres:
«En las alturas abriré ríos, y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca» (Is 41, 18; 48, 21). “Entonces el cojo saltará como un venado, y cantará la lengua del mudo; porque aguas irrumpirán en el desierto, y torrentes en el Arabá. La arena candente se convertirá en laguna; y el sequedal, en manantiales de agua. En la morada de los chacales habrá pastizales y campos de cañaverales y de juncos. Y habrá allí una calzada a la cual se llamará Camino de Santidad” (Is 35, 6-8; Is 49, 10).
En esa línea se puede añadir que el agua de Dios (agua de bendición) es el agua de los pobres, agua espiritual y material al mismo tiempo. Desde ese fondo, los salmistas y orantes de Israel han desarrollado una intensa piedad del agua, que sigue siendo motivo de alabanza y meditación para millones de judíos y cristianos de todas las confesiones. El agua de Dios es agua interior: “Como un árbol plantado a la vera de las aguas es el hombre o la mujer que sigue la senda de Dios” (Sal 1, 3). Pero es, al mismo tiempo agua exterior, de manera que el creyente le puede confesar a Dios diciendo:
– “Visitas la tierra y la riegas y enriqueces sin medida. El río de Dios está lleno de aguas. Riegas los trigales, empapas sus surcos y allanas sus alturas. Disuelves los terrones con aguaceros y bendices sus brotes. Coronas el año con tus bienes, y tus recorridos fluyen abundancia. Los pastizales del desierto están llenos de abundancia, y las colinas se ciñen de alegría. Los prados se visten de rebaños y los valles se cubren de grano. Gritan de júbilo y cantan” (Sal 65, 9-13).
El Dios de la Biblia es un Dios de abundancia de aguas interiores y exteriores (cf. Sal 73, 10; 107, 34), el Dios de una tierra fértil: “Tierra de arroyos de agua, de manantiales y de fuentes del abismo que brotan en los valles y en los montes; tierra de trigo, de cebada, de vides, de higueras y de granados; tierra de olivos ricos en aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, pues nada te faltará en ella; tierra cuyas piedras son de hierro y de cuyas montañas extraerás cobre. Comerás y te saciarás, y bendecirás a Yahvé tu Dios por la buena tierra que te habrá dado” (Dt 8, 7-10) .
El agua en el Nuevo Testamento
En comparación con el Antiguo, el Nuevo Testamento trata poco del agua, pero lo hace de un modo muy significativo, a partir de la experiencia del mar embravecido, que Jesús amansa, liberando a los hombres del miedo, sobre la barca de la iglesia o, mejor dicho, de la fe en el Dios de la vida (cf. Mc 4, 35-41; 6, 45-52 par).
Los cristianos evocan y actualizan con ese motivo la experiencia de los hebreos que salen de Egipto y superan el riesgo de las aguar del mar Rojo. En esa línea se sitúa el tema de la tempestad (huracán y tormenta) que puede arrastrar la casa interior y exterior de los hombres, que deben fortalecer la fe, procurando construir en tierra firme, de manera solidaria (cf. Mt 7, 24-27 par). En esa línea culminan los tres motivos siguientes: purificaciones y bautismo, agua mística, dar de beber al sediento.
1. Purificaciones y bautismo.
La tradición cristiana sabe que Jesús ha iniciado su andadura mesiánica acudiendo a las aguas del Jordán, para recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1,1-2; Mt 4; Lc 4). Eso significa que, en un primer momento, él ha sentido el riesgo de la destrucción de un mundo que se apoya sobre bases de injusticia. No ha buscado una purificación pasajera (como en los rituales de purificación de los judíos observantes), sino la trasformación total, el nuevo nacimiento para el juicio de Dios, tal como Juan lo proclamaba. Pero, en vez de quedarse en el nivel del juicio inexorable del Bautista, Jesús ha dado un paso más, descubriendo más allá del agua destructora el agua de la creación del Dios Padre, escuchando su palabra: “Tú eres mi hijo” (Mc 1, 11).
Ésta es el agua de la filiación divina, que él ha querido compartir con los pobres y excluidos de Israel a quienes ha ofrecido la salud de Dios, la fe que se abre a la vida. De esa forma ha superado el nivel de las aguas limpiadoras de las purificaciones: la verdadera limpieza (el agua del bautismo verdadero) está en cuidar a los enfermos, en acoger a los pecadores y excluidos, en compartir la vida. Por eso, los judíos observantes, interesados en el agua de pureza, le critican:
– Se juntaron a Jesús los fariseos y algunos de los escribas que habían venido de Jerusalén. Ellos vieron que algunos discípulos de él estaban comiendo pan con las manos impuras, es decir, sin lavarse. Pues los fariseos y todos los judíos, si no se lavan las manos hasta la muñeca, no comen, porque se aferran a la tradición de los ancianos. Cuando vuelven del mercado, si no se lavan, no comen. Y hay muchas otras cosas que aceptaron para guardar, como los lavamientos de las copas, de los jarros y de los utensilios de bronce y de los divanes (Mc 7, 1-5).
Estos fariseos practican la religión del agua de la pureza y son de aquellos que se bautizan sin cesar y bañan (limpian) todas las cosas que han podido perder su pureza al contacto con gentiles o pecadores (en la calle y el mercado). Pues bien, en contra de eso (evidentemente, sin rechazar las normas de higiene), Jesús sabe que lo que mancha no es el mercado, ni los alimentos, ni los enfermos… Lo que hay que limpiar es el alma, no las manos (cf. Mc 7, 15). Lo que hay que buscar es el bien de los pobres. Desde ese fondo se entiende el bautismo cristiano, que no ha sido instituido por el Jesús de la historia, sino por la iglesia, que ha reinterpretado la muerte y pascua de Jesús como nueva creación y ha puesto en su boca las palabras esenciales: “haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu” (cf. Mt 28, 16-20). Este no es el bautismo de las purificaciones rituales, sino un gesto de nueva creación: los hombres y mujeres nacen a la vida de Dios, según la fe de la iglesia, y el signo de esa vida y nuevo nacimiento es el bautismo, en nombre de Jesús (asumir su camino de entrega) o en nombre de la Trinidad.
2. La mística del agua. Evangelio de Juan
Los cristianos han retomado el signo del bautismo de Juan, pero vinculando el agua y el Espíritu, como en el principio de la creación, cuando el Espíritu de Dios, que se manifestaba a través de su Palabra creadora, se cernía sobre las aguas. En este contexto, el agua del bautismo viene a presentarse como signo y principio de la verdadera creación, que se expresa ahora al camino de vida de Jesús, de manera que se puede hablar del agua y del Espíritu, que se abren y ofrecen como principio de salvación y plenitud para todos los hombres (cf. Mc 1, 8.10 par; Hech 1, 5; 11, 16. Cf. Hech 8, 36 y 10, 47: bautismo del eunuco prosélito y del centurión pagano). En la culminación de esa línea que une el agua y el Espíritu están los textos de Juan.
Ciertamente, el Cuarto Evangelio sabe bien que el agua en sí no basta. Por eso ha puesto de relieve la impotencia de las seis grandes tinajas de agua de las purificaciones, pues son incapaces de dar alegría de vida a las bodas. A instancias de la madre (el Antiguo Testamento que llega a su plenitud), Jesús convierte el agua de esas seis tinajas (seis es siempre el número imperfecto de este mundo que no alcanza la plenitud) en vino de bodas, es decir, de alegría mesiánica (cf. Jn 2, 1-11). Sin ese paso del agua de la purificación al vino de la vida no existe evangelio.
Desde ese fondo, el Jesús de Juan puede mantener el sentido del agua (esto es, del mundo), al lado del Espíritu (que es signo de la acción de Dios).
Por eso dice a Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo que a menos que uno nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede nacer un hombre si ya es viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo que a menos que uno nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3, 3-5).
Este pasaje está quizá ya combatiendo el riesgo de un tipo de gnosticismo según el cual sólo importa el Espíritu, es decir, la vida interior, mientras el agua queda fuera de las preocupaciones religiosas. Este es el riesgo de aquellos que quieren habla de Dios pero olvidan el agua de la vida material, la vida de los pobres. Pues bien, en contra de eso, Jesús destaca el valor no sólo del Espíritu, sino también del agua.
Desde el fondo anterior ha de entenderse el tema del agua del pozo de Siquem, donde viene a llenar su cubo la samaritana. La samaritana busca el agua de la vida externa y Jesús le responde ofreciéndole un agua diferente
– Todo el que bebe del agua de ese pozo (de Siquem) volverá a tener sed. Pero cualquiera que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna (cf. Jn 4, 13-14).
Este pasaje nos sitúa cerca de la disputa de Jesús con el diablo en los sinópticos. Puede haber un diablo que ofrece comida y bebida, para esclavizar mejor a los hombres y tenerlos sometidos, como sabe bien cierto capitalismo moderno. Por eso, Jesús ha respondido: “no sólo de pan (y de agua) vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (cf. Mt 4, 4). No basta el pan y agua, es necesario además (al mismo tiempo) el Espíritu y la Palabra (como supone Gen 1, 1-3), es decir, la libertad y dignidad. Pero un Espíritu-Palabra sin pan-agua real es también mentira, sería un desprecio al Creador del mundo. Sólo desde este fondo han de entenderse las palabras básicas del Jesús de Juan:
– El último y gran día de la fiesta, Jesús se puso de pie y alzó la voz diciendo: Si alguno tiene sed que venga a mí; y que beba aquel que cree en mí; pues, como dice la Escritura, ríos de agua viva correrán de su interior. Esto dijo acerca del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él, pues todavía no había sido dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jn 7, 37-39).
Jesús está en la fiesta judía de los Tabernáculos y en ella se realizaba una liturgia del agua que evoca los grandes textos ya citados del Antiguo Testamento: el agua de la roca en el desierto, el agua que brota del templo, el agua del camino de retorno de los exilados . Pues bien, conforme al testimonio de Juan, todas esas aguas se concentran ahora en Cristo. El agua de Cristo es, sin duda, un agua mística abierta a la contemplación de Dios. Pero, al mismo tiempo, es el agua de la curación de los enfermos (como indica el milagro de la piscina probática, en Jn 5, 3-7, y el de la fuente de Siloé, en Jn 9, 7), el agua del servicio mutuo que consiste en lavarse los pies unos a otros, empezando por los señores a los siervos (cf. Jn 13, 1-17), el agua de vida que bota, con la sangre, del costado del Cristo (Jn 19, 34; cf. 1 Jn 5, 8).
– [[En este contexto se sitúa el tema de la roca. Retomando quizá una interpretación israelita antigua, Pablo dice que la roca de Dios, de la que brotaba el agua, iba acompañando a los hijos de Israel por el desierto, precisando después que ella se identificaba con Cristo: «Todos nuestros padres bebieron la misma bebida espiritual, porque bebían de la roca espiritual que les seguís. Esa roca era el Cristo» (1 Cor 10, 4-5).
En el Apocalipsis el Dragón antiguo es dueño del agua destructora (de muerte) con la que pretende ahogar a la Mujer (cf. Ap 12, 5) y las muchas aguas pueden ser un signo de destrucción (17, 1.15). Pero, en otra perspectiva, el rumor de grandes aguas aparece como sonido de la multitud de los salvados (cf. 1, 15; 14, 2, 19, 6); en esa línea ha de entenderse el símbolo final del Agua de vida que brota del Trono de Dios y el Cordero, en la Nueva Jerusalén (Ap 7, 17; 21, 6; 22, 1.17; cf. Ez 47, 1-12 y Zac 14, 8)]].
3. Dar de beber al sediento.
El tema del agua en la Biblia cristiana culmina en Mt 25, 31-46, donde la exigencia de “dar de beber al que tiene sed” se convierte en sentido y clave de la vida humana. El motivo de dar de beber al sediento aparece con cierta frecuencia en la Biblia, aunque casi siempre de un modo indirecto, como algo que se supone (junto a la exigencia de dar de comer al hambriento). Por eso, a Job le acusan diciendo: no diste agua al sediento… (Job 22, 7).
En ese contexto, el libro de los Proverbios habla incluso de dar de beber al enemigo: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer pan; y si tiene sed, dale de beber agua; pues así amontonas carbones encendidos sobre su cabeza y Yahvé te recompensará” ( Prov 25, 21; cf. Rom 12, 20). Pero sólo el Nuevo Testamento ha desarrollado esta exigencia, situándola en el centro de su mensaje, tanto en línea de iglesia como de apertura universal. En línea de iglesia el tema parece claro. Jesús envía a sus discípulos sin nada, diciéndoles que confíen, pues han de recibirles, dándoles aquello que necesitan. En ese contexto añade:
“Cualquiera que os dé un vaso de agua en mi nombre, porque sois de Cristo, en verdad os digo que jamás perderá su recompensa” (Mc 9, 41; Mt 10, 42).
Jesús está seguro de que sus enviados recibirán pan y agua suficiente para vivir. Pues bien, ampliando ese motivo, Mt 25, 31-46 supone que todos los pobres-sedientos son presencia de Cristo:
Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber… Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuando te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber?... Respondiendo el Rey, les dirá: «En verdad os digo: cada vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí lo hicisteis». Entonces dirá también a los de su izquierda: «Apartaos de mí… porque tuve sed y no me disteis de beber… Entonces ellos también responderán, diciendo: «Señor, cuando te vimos hambriento o sediento, o extranjero o desnudo o enfermo, o en la cárcel, y no te servimos?». El entonces les responderá, diciendo: En verdad os digo: cada vez que no lo hicisteis a uno de esto más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis (cf. Mt 25, 31-46).
Las primeras necesidades del hombre son la comida y bebida (sólo después viene el vestido y la casa, la salud y libertad). Ciertamente, hay otras carencias dolorosas (de cariño, cultura, palabra...; cf. Mt 4, 4). Pero la más honda, la más dura, es la falta de comida y bebida. Allí donde este mundo lleno de riquezas condena al hambre y sed (pan tasado y agua contaminada) a millones de personas (o las pone en situación de inseguridad permanente) no sólo se vuelve injusto, sino contrario a la voluntad de Dios. Pues bien, en este contexto Jesús viene a presentarse como Mesías de los hambrientos y sedientos. Es Mesías porque comparte el hambre y sed de los hombres. Es Mesías porque inicia un movimiento de liberación que empieza dando de comer y de beber a los hambrientos y sedientos.
El hambre y sed son la primera de las necesidades y deberían ser fáciles de remediar, pues la tierra puede ofrecer alimento y agua suficiente para todos. Más todavía, el capitalismo moderno sabe producir, de manera que hay (puede haber) comida y agua sufriente para remediar el hambre y sed universal. Pero el capitalismo no sabe compartir: no quiere que todos los hombres se sienten a la mesa de la palabra (diálogo gratuito) y de la "bendición" del pan y del agua, para comer y beber y para ofrecerse dignidad unos a otros, cultivando el misterio de la vida, en amistad y de confianza. Por eso, mientras haya división en el mundo, mientras unos acaparen y posean a costa de los otros seguirá habiendo hambre y sed, no habrá justicia, ni se cumplirá la voluntad de Dios en la tierra.
Hambre y sed tienen múltiples raíces (la relativa escasez de recursos, la falta de desarrollo de determinados colectivos nacionales o sociales...), pero en sentido más profundo, ellas tiene dos causas principales:
1. El egoísmo de muchos individuos y grupos, que no quieren compartir los bienes de ese mundo que ellos acaparen y producen (hacen producir a otros) para sí mismos.
2. La injusticia del sistema capitalista, que pone un tipo de desarrollo económico por encima de la vida humana. Ciertamente, el hambre-sed es un problema físico (proviene de la carencia de bienes), pero está vinculado al egoísmo de alguno y a la violencia del sistema. Para superar el hambre es necesario un sistema distinto (no capitalista) y para ello tiene que cambiar la manera de entender y vivir los valores de la vida.
Esta palabra de Jesús (¡tuve sed y me disteis de beber!) es principio de interpretación del evangelio. Es una palabra que no se puede espiritualizad: aquí se trata de la sed material, de la necesidad de aquellos que carecen de agua para beber y vivir en libertad. Sólo allí donde todos los hombres y mujeres tierra pueden comer y beber con dignidad e higiene puede hablarse de un comienzo de Reino. Ciertamente, el agua tiene otros sentidos, como hemos podido señalar en todo lo anterior. Pero el agua primera, agua de Dios (bendita o sagrada) es aquella que debemos dar a los pobres.
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