Por A. Pronzato
Las palabras dicen otra cosa...
Mediodía. La sombra profunda del pozo, el perfil grisáceo del Garizim y del Ebal que se dibuja en el fondo de un cielo terso, y el aire caluroso de alrededor.
La mujer ha dejado el cántaro sobre el brocal del pozo. Y le gustaría liberarse del mismo modo de su cansancio, del peso, del vacío que advierte en su interior (quizás el peso resulta más aplastante todavía, cuanto mayor es el vacío).
El extranjero está cansado como ella. Tiene sed como ella.
Un forastero algo extraño, que se toma la libertad de hablar con una mujer. Un judío distinto de los demás, que se rebaja a pedirle de beber a una enemiga, a una renegada, a una que pertenece a un pueblo «bastardo».
La conversación se entabla fatigosamente, entre las resistencias, la desconfianza y las hábiles escaramuzas de la mujer.
El agua es un tema obligado.
Pero él invierte con facilidad las posiciones: de mendigo se convierte en donante, alude a un don misterioso, a un secreto del que sólo él tiene la clave.
La conversación se prolonga. Se sigue hablando del agua, pero el agua sigue sin aparecer.
El se refiere a una fuente, que no tiene nada que ver con aquel pozo. Toca el tema de la sed, pero se trata de otra sed.
Usa las palabras de todos, pero ella tiene la impresión de que esas palabras encierran un contenido que desconoce.
El lenguaje es el acostumbrado. Pero él se refiere a algo distinto. Ambos hablan la misma lengua. Pero cada uno entiende cosas distintas.
No ya el espejo...
En su encuentro con la samaritana podemos captar algo de la pedagogía de Cristo. Me gustaría, siguiendo las agudas sugerencias de Jean Marc Chappuis subrayar algunos aspectos significativos.
Jesús no ofrece a la samaritana un espejo, donde pueda mirarse y quizás ruborizarse. No le presenta un espejo acusador: «Mira lo miserable que eres... Lo desquiciada que está tu existencia...». Al contrario, le presenta una imagen. La imagen de lo que puede ser, de la belleza que puede alcanzar, si se quita las costras que afean su rostro auténtico.
Todos nosotros, frente a un espejo, actuamos como Narciso. Nos detenemos en la contemplación de nosotros mismos, bien para admirarnos, bien para detestarnos. Y de este modo quedamos bloqueados.
Jesús no ofrece a Narciso un espejo que le permita ser más narcisista todavía. Le ofrece una imagen, un retrato inédito, resplandeciente, en donde el hombre puede captar la exigencia y la urgencia de una superación, la llamada a una metamorfosis inaudita.
No trata de restaurar al hombre viejo, de devolverle la posibilidad de funcionar mejor o peor, sino de hacer que nazca el hombre nuevo. Es lo que hace con Nicodemo. Y con la samaritana.
Esta es la táctica preferida de Jesús: excavar en el corazón del hombre, hacerle tomar conciencia de sus nostalgias secretas, poner de relieve su necesidad más radical, hacer que surja y que explote una exigencia, revelarle sus posibilidades.
Jesús no sólo satisface las esperanzas del hombre. Previamente, se encarga de suscitarlas.
Antes de calmar su sed más verdadera, la provoca.
No se limita a responder al hombre, sino que intenta hacerlo crecer, dilatar sus deseos, ensanchar sus horizontes, llevarlo más allá de sus esperanzas.
Y el hombre tiene que acomodarse al proyecto de Dios, y no encerrar a Dios en su propio proyecto reductivo.
Jacob se limitó a excavar un pozo, al que había que volver siempre que faltaba agua. Jesús excava un pozo dentro de la criatura. Un pozo que se convierte en agua inagotable de «agua viva». La fuente está dentro de cada uno y se convierte en principio interior de conocimiento, de amor, de fecundidad.
Primero el ofrecimiento, luego la denuncia
Jesús ante todo ofrece el agua viva. Hace su propuesta. Y sólo después de haber despertado el deseo intenso, denuncia a la mujer sus culpas e incluso la obliga a ella misma a confesarlas.
Primero revela la belleza de su don; luego señala los obstáculos que impiden su acogida.
Comienza por lo positivo. Su denuncia no es destructiva, ya que antes ha dejado atisbar un descubrimiento sublime, una perspectiva atrayente.
El Maestro no pide una ruptura que deje a la mujer en el vacío, en la ausencia. Primero deja abierta una puerta, abre un portillo a la plenitud; luego cierra todas las puertas y caminos que no llevan a ninguna parte.
Tan sólo una fugaz alusión a la situación matrimonial de la mujer, para hacerla consciente de su estado de «dispersión», de división. En su vida se han sucedido toda una serie de maridos, pero «no tiene marido». Su existencia avanza sin riendas, sin meta alguna, en mil direcciones.
Jesús, para ofrecer su don, quiere que nos dirijamos a él con el corazón unificado, que no pidamos a otro o a otros lo que solamente él puede ofrecemos.
El extranjero conoce nuestra verdadera patria
Sí. Se necesita un extranjero, alguien que venga de lejos.
Se vive de hábitos, bajo los ojos, los juicios y las condenaciones de los demás.
El horizonte acostumbrado. Las preocupaciones de siempre. Los gestos repetitivos de cada día. Como los de la mujer. Recorrer el mismo camino, tirar de la polea para sacar agua, volver cargada a casa. Y mañana igual que hoy. Siempre lo mismo. La impresión de dar vueltas y vueltas sin sentido. Lo cotidiano se vuelve insoportable, cuando no va atravesado por una luz, cuando no lo sacude el presagio de algo distinto.
Luego llega alguien que te mira con otros ojos. Te dirige una mirada que revela una luz intensa, un secreto fascinante.
Y también a ti te ofrece una mirada nueva: sobre el mundo, sobre la vida, sobre los demás. Te revela a ti mismo. Te revela lo mejor de ti mismo, eso «mejor» que ni siquiera tú conoces, acostumbrado como estás a explorar lo peor.
«La experiencia me demuestra que un hombre es siempre mejor que su examen de conciencia», asegura J. Leclercq, un sacerdote acostumbrado a frecuentar los bajos fondos y a hurgar entre los escombros de la sociedad.
Importancia de la mirada. Importancia de un rostro.
El diálogo no es asunto de palabras. Es ante todo encuentro de dos rostros.
Jesús, cuando habla, no utiliza términos sacados de un libro, de un código. Sus palabras se identifican con su persona, con su rostro, con su sonrisa.
El diálogo, aun sin concesión alguna a la facilidad, se desarrolla por su parte bajo el signo de la ternura, de la comprensión, de la dulzura, de la paciencia. Sigue a la mujer incluso en sus escarceos, en sus astutas maniobras de diversión.
Se trata -como dice también J. Leclercq- de «echar el corazón a la cara del interlocutor».
No la polémica, las discusiones sutiles, los discursos abstractos, las formulaciones puntillosas, los argumentos, las pruebas.
En ese nivel se puede también llegar a tener razón, a acallar al adversario, incluso a humillarlo, a confundirlo.
Que se venza en una discusión, no significa que Dios gane. Soy yo solo quien se afirma, el que prevalece...
Cristo, por el contrario, busca con delicadeza llegar al corazón. El único camino que él puede recorrer es el de la humanidad. No se trata de forzar, ni tampoco de llegar a un fácil acuerdo, de obligar a adoptar una solución ya programada de antemano. Sino de afrontar el riesgo de caminar juntos, de descubrir juntos.
Tan sólo el diálogo que es confrontación abierta, no en un sentido único, consigue transformar las cosas.
La samaritana nos advierte del peligro de acercarse a ese pozo... También la mujer tiene algo que enseñarnos. Nos revela el peligro del encuentro con Jesús.
Ella intuyó desde el principio que aquel cara a cara era sumamente peligroso, comprometedor. Podía hacer tambalear todo el planteamiento de su vida, perder el equilibrio que había alcanzado. Por eso intenta de todas las formas posibles esquivarlo, escabullirse después de las primeras escaramuzas, dándose cuenta de las consecuencias «desestabilizadoras».
Su diálogo, más bien áspero, duro, rozando la ironía y el sarcasmo, evasivo, intentando cambiar de tema (en el fondo la cuestión del templo, aunque legítima y planteada correctamente, no es más que un pretexto, un regate para no afrontar el problema verdadero, la cuestión acuciante para ella...), revela bastante claramente el deseo de no dejarse atrapar, de no caer en la trampa, de no verse obligada a hacer una opción, a tomar una decisión.
La mujer anónima de Samaria nos recuerda que Jesús «sabe», conoce nuestros enredos más secretos.
Su palabra, y más aún su mirada, nos arranca la careta, pone al descubierto las heridas que nosotros intentamos esconder bajo capas espesas de pomadas consolatorias, denuncia las verdaderas causas de nuestra insatisfacción y de nuestra inquietud.
Ante él, la criatura se siente inexorablemente desnuda, despojada de sus ilusiones, desposeída de las apariencias, privada brutalmente de sus falsas seguridades.
El te obliga a admitir que toda saciedad es en realidad un empobrecimiento. Que toda satisfacción cumplida es una disminución. Nosotros, por el contrario, nos hemos especializado en que nuestros encuentros con él carezcan de mordiente, en desactivar la fuerza de sus palabras, en neutralizar sus paradojas, en hacer inofensivas sus provocaciones, en encajar sin excesivos daños sus golpes, en dejar para mañana la conversión, en diferir hasta el infinito las decisiones más comprometedoras.
La mujer nos advierte, con el signo inequívoco del cántaro abandonado junto al pozo, con su carrera hacia la ciudad para comunicar a los demás su sensacional descubrimiento, para sembrar interrogantes, para atizar un movimiento de búsqueda, que no podemos seguir impunemente acercándonos a ese pozo, que no nos está permitido salir ilesos.
El encuentro con él, si es verdadero encuentro y no rutina, es «revolucionario»: no deja nunca las cosas ni a las personas como antes. Después de él, nada está ya en su sitio. Lo que parecía urgente, deja lugar a lo importante. Surgen realidades que hasta ahora habían sido periféricas respecto a nuestras preocupaciones. Nos vemos obligados a rehacer nuestra escala de valores. Hay prioridades que restablecer. Se verifica un cambio radical en las costumbres. Se descubre lo esencial.
Se intuye, sobre todo, que es preciso contar a los demás la experiencia que se ha tenido. Se inventa la «comunicación narrativa» (entre paréntesis: será conveniente que los teólogos reconozcan que el primer esbozo de «catequesis narrativa» se debe a esta mujer hereje...).
En resumen, si el encuentro con Cristo resulta inocuo, tranquilizador para nuestros hábitos, si de aquel pozo nos volvemos a llevar todos nuestros trastos embarazosos, hay motivos para dudar de que haya habido realmente un encuentro, de que nos hayamos acercado de veras a ese pozo.
La fuente de la paz
El pozo que Cristo excava dentro de cada uno de nosotros no está destinado a permanecer vacío.
Se llena de su amor, gracias a la acción incesante del Espíritu. Nos lo sugiere oportunamente san Pablo (segunda lectura): «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu santo que se nos ha dado...».
Y nos vemos colmados por encima de toda medida y espera. Nuestro cántaro personal se muestra inadecuado para contener ese amor. Dios mismo tiene que encargarse de hacer profundas excavaciones en nuestro terreno interior, de ensanchar los espacios.
Y de este modo el creyente vive en paz. «Justificados por la fe, estamos en paz con Dios».
Los dos elementos esenciales de la paz son:
-el amor de Dios: un amor «probado». Jesús en la cruz representa la prueba suprema, indiscutible. La conciencia de ser amados por Dios, aunque pecadores, nos procura una gran serenidad y nos brinda el coraje indispensable para arrostrar las dificultades de la vida.
-la esperanza «que no engaña». Por eso se nos permite echar una mirada al futuro, sin vernos atacados por la angustia o el miedo. Incluso en la oscuridad y en la prueba, podemos vislumbrar nuestro futuro como un «futuro de amor».
Mediodía. La sombra profunda del pozo, el perfil grisáceo del Garizim y del Ebal que se dibuja en el fondo de un cielo terso, y el aire caluroso de alrededor.
La mujer ha dejado el cántaro sobre el brocal del pozo. Y le gustaría liberarse del mismo modo de su cansancio, del peso, del vacío que advierte en su interior (quizás el peso resulta más aplastante todavía, cuanto mayor es el vacío).
El extranjero está cansado como ella. Tiene sed como ella.
Un forastero algo extraño, que se toma la libertad de hablar con una mujer. Un judío distinto de los demás, que se rebaja a pedirle de beber a una enemiga, a una renegada, a una que pertenece a un pueblo «bastardo».
La conversación se entabla fatigosamente, entre las resistencias, la desconfianza y las hábiles escaramuzas de la mujer.
El agua es un tema obligado.
Pero él invierte con facilidad las posiciones: de mendigo se convierte en donante, alude a un don misterioso, a un secreto del que sólo él tiene la clave.
La conversación se prolonga. Se sigue hablando del agua, pero el agua sigue sin aparecer.
El se refiere a una fuente, que no tiene nada que ver con aquel pozo. Toca el tema de la sed, pero se trata de otra sed.
Usa las palabras de todos, pero ella tiene la impresión de que esas palabras encierran un contenido que desconoce.
El lenguaje es el acostumbrado. Pero él se refiere a algo distinto. Ambos hablan la misma lengua. Pero cada uno entiende cosas distintas.
No ya el espejo...
En su encuentro con la samaritana podemos captar algo de la pedagogía de Cristo. Me gustaría, siguiendo las agudas sugerencias de Jean Marc Chappuis subrayar algunos aspectos significativos.
Jesús no ofrece a la samaritana un espejo, donde pueda mirarse y quizás ruborizarse. No le presenta un espejo acusador: «Mira lo miserable que eres... Lo desquiciada que está tu existencia...». Al contrario, le presenta una imagen. La imagen de lo que puede ser, de la belleza que puede alcanzar, si se quita las costras que afean su rostro auténtico.
Todos nosotros, frente a un espejo, actuamos como Narciso. Nos detenemos en la contemplación de nosotros mismos, bien para admirarnos, bien para detestarnos. Y de este modo quedamos bloqueados.
Jesús no ofrece a Narciso un espejo que le permita ser más narcisista todavía. Le ofrece una imagen, un retrato inédito, resplandeciente, en donde el hombre puede captar la exigencia y la urgencia de una superación, la llamada a una metamorfosis inaudita.
No trata de restaurar al hombre viejo, de devolverle la posibilidad de funcionar mejor o peor, sino de hacer que nazca el hombre nuevo. Es lo que hace con Nicodemo. Y con la samaritana.
Esta es la táctica preferida de Jesús: excavar en el corazón del hombre, hacerle tomar conciencia de sus nostalgias secretas, poner de relieve su necesidad más radical, hacer que surja y que explote una exigencia, revelarle sus posibilidades.
Jesús no sólo satisface las esperanzas del hombre. Previamente, se encarga de suscitarlas.
Antes de calmar su sed más verdadera, la provoca.
No se limita a responder al hombre, sino que intenta hacerlo crecer, dilatar sus deseos, ensanchar sus horizontes, llevarlo más allá de sus esperanzas.
Y el hombre tiene que acomodarse al proyecto de Dios, y no encerrar a Dios en su propio proyecto reductivo.
Jacob se limitó a excavar un pozo, al que había que volver siempre que faltaba agua. Jesús excava un pozo dentro de la criatura. Un pozo que se convierte en agua inagotable de «agua viva». La fuente está dentro de cada uno y se convierte en principio interior de conocimiento, de amor, de fecundidad.
Primero el ofrecimiento, luego la denuncia
Jesús ante todo ofrece el agua viva. Hace su propuesta. Y sólo después de haber despertado el deseo intenso, denuncia a la mujer sus culpas e incluso la obliga a ella misma a confesarlas.
Primero revela la belleza de su don; luego señala los obstáculos que impiden su acogida.
Comienza por lo positivo. Su denuncia no es destructiva, ya que antes ha dejado atisbar un descubrimiento sublime, una perspectiva atrayente.
El Maestro no pide una ruptura que deje a la mujer en el vacío, en la ausencia. Primero deja abierta una puerta, abre un portillo a la plenitud; luego cierra todas las puertas y caminos que no llevan a ninguna parte.
Tan sólo una fugaz alusión a la situación matrimonial de la mujer, para hacerla consciente de su estado de «dispersión», de división. En su vida se han sucedido toda una serie de maridos, pero «no tiene marido». Su existencia avanza sin riendas, sin meta alguna, en mil direcciones.
Jesús, para ofrecer su don, quiere que nos dirijamos a él con el corazón unificado, que no pidamos a otro o a otros lo que solamente él puede ofrecemos.
El extranjero conoce nuestra verdadera patria
Sí. Se necesita un extranjero, alguien que venga de lejos.
Se vive de hábitos, bajo los ojos, los juicios y las condenaciones de los demás.
El horizonte acostumbrado. Las preocupaciones de siempre. Los gestos repetitivos de cada día. Como los de la mujer. Recorrer el mismo camino, tirar de la polea para sacar agua, volver cargada a casa. Y mañana igual que hoy. Siempre lo mismo. La impresión de dar vueltas y vueltas sin sentido. Lo cotidiano se vuelve insoportable, cuando no va atravesado por una luz, cuando no lo sacude el presagio de algo distinto.
Luego llega alguien que te mira con otros ojos. Te dirige una mirada que revela una luz intensa, un secreto fascinante.
Y también a ti te ofrece una mirada nueva: sobre el mundo, sobre la vida, sobre los demás. Te revela a ti mismo. Te revela lo mejor de ti mismo, eso «mejor» que ni siquiera tú conoces, acostumbrado como estás a explorar lo peor.
«La experiencia me demuestra que un hombre es siempre mejor que su examen de conciencia», asegura J. Leclercq, un sacerdote acostumbrado a frecuentar los bajos fondos y a hurgar entre los escombros de la sociedad.
Importancia de la mirada. Importancia de un rostro.
El diálogo no es asunto de palabras. Es ante todo encuentro de dos rostros.
Jesús, cuando habla, no utiliza términos sacados de un libro, de un código. Sus palabras se identifican con su persona, con su rostro, con su sonrisa.
El diálogo, aun sin concesión alguna a la facilidad, se desarrolla por su parte bajo el signo de la ternura, de la comprensión, de la dulzura, de la paciencia. Sigue a la mujer incluso en sus escarceos, en sus astutas maniobras de diversión.
Se trata -como dice también J. Leclercq- de «echar el corazón a la cara del interlocutor».
No la polémica, las discusiones sutiles, los discursos abstractos, las formulaciones puntillosas, los argumentos, las pruebas.
En ese nivel se puede también llegar a tener razón, a acallar al adversario, incluso a humillarlo, a confundirlo.
Que se venza en una discusión, no significa que Dios gane. Soy yo solo quien se afirma, el que prevalece...
Cristo, por el contrario, busca con delicadeza llegar al corazón. El único camino que él puede recorrer es el de la humanidad. No se trata de forzar, ni tampoco de llegar a un fácil acuerdo, de obligar a adoptar una solución ya programada de antemano. Sino de afrontar el riesgo de caminar juntos, de descubrir juntos.
Tan sólo el diálogo que es confrontación abierta, no en un sentido único, consigue transformar las cosas.
La samaritana nos advierte del peligro de acercarse a ese pozo... También la mujer tiene algo que enseñarnos. Nos revela el peligro del encuentro con Jesús.
Ella intuyó desde el principio que aquel cara a cara era sumamente peligroso, comprometedor. Podía hacer tambalear todo el planteamiento de su vida, perder el equilibrio que había alcanzado. Por eso intenta de todas las formas posibles esquivarlo, escabullirse después de las primeras escaramuzas, dándose cuenta de las consecuencias «desestabilizadoras».
Su diálogo, más bien áspero, duro, rozando la ironía y el sarcasmo, evasivo, intentando cambiar de tema (en el fondo la cuestión del templo, aunque legítima y planteada correctamente, no es más que un pretexto, un regate para no afrontar el problema verdadero, la cuestión acuciante para ella...), revela bastante claramente el deseo de no dejarse atrapar, de no caer en la trampa, de no verse obligada a hacer una opción, a tomar una decisión.
La mujer anónima de Samaria nos recuerda que Jesús «sabe», conoce nuestros enredos más secretos.
Su palabra, y más aún su mirada, nos arranca la careta, pone al descubierto las heridas que nosotros intentamos esconder bajo capas espesas de pomadas consolatorias, denuncia las verdaderas causas de nuestra insatisfacción y de nuestra inquietud.
Ante él, la criatura se siente inexorablemente desnuda, despojada de sus ilusiones, desposeída de las apariencias, privada brutalmente de sus falsas seguridades.
El te obliga a admitir que toda saciedad es en realidad un empobrecimiento. Que toda satisfacción cumplida es una disminución. Nosotros, por el contrario, nos hemos especializado en que nuestros encuentros con él carezcan de mordiente, en desactivar la fuerza de sus palabras, en neutralizar sus paradojas, en hacer inofensivas sus provocaciones, en encajar sin excesivos daños sus golpes, en dejar para mañana la conversión, en diferir hasta el infinito las decisiones más comprometedoras.
La mujer nos advierte, con el signo inequívoco del cántaro abandonado junto al pozo, con su carrera hacia la ciudad para comunicar a los demás su sensacional descubrimiento, para sembrar interrogantes, para atizar un movimiento de búsqueda, que no podemos seguir impunemente acercándonos a ese pozo, que no nos está permitido salir ilesos.
El encuentro con él, si es verdadero encuentro y no rutina, es «revolucionario»: no deja nunca las cosas ni a las personas como antes. Después de él, nada está ya en su sitio. Lo que parecía urgente, deja lugar a lo importante. Surgen realidades que hasta ahora habían sido periféricas respecto a nuestras preocupaciones. Nos vemos obligados a rehacer nuestra escala de valores. Hay prioridades que restablecer. Se verifica un cambio radical en las costumbres. Se descubre lo esencial.
Se intuye, sobre todo, que es preciso contar a los demás la experiencia que se ha tenido. Se inventa la «comunicación narrativa» (entre paréntesis: será conveniente que los teólogos reconozcan que el primer esbozo de «catequesis narrativa» se debe a esta mujer hereje...).
En resumen, si el encuentro con Cristo resulta inocuo, tranquilizador para nuestros hábitos, si de aquel pozo nos volvemos a llevar todos nuestros trastos embarazosos, hay motivos para dudar de que haya habido realmente un encuentro, de que nos hayamos acercado de veras a ese pozo.
La fuente de la paz
El pozo que Cristo excava dentro de cada uno de nosotros no está destinado a permanecer vacío.
Se llena de su amor, gracias a la acción incesante del Espíritu. Nos lo sugiere oportunamente san Pablo (segunda lectura): «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu santo que se nos ha dado...».
Y nos vemos colmados por encima de toda medida y espera. Nuestro cántaro personal se muestra inadecuado para contener ese amor. Dios mismo tiene que encargarse de hacer profundas excavaciones en nuestro terreno interior, de ensanchar los espacios.
Y de este modo el creyente vive en paz. «Justificados por la fe, estamos en paz con Dios».
Los dos elementos esenciales de la paz son:
-el amor de Dios: un amor «probado». Jesús en la cruz representa la prueba suprema, indiscutible. La conciencia de ser amados por Dios, aunque pecadores, nos procura una gran serenidad y nos brinda el coraje indispensable para arrostrar las dificultades de la vida.
-la esperanza «que no engaña». Por eso se nos permite echar una mirada al futuro, sin vernos atacados por la angustia o el miedo. Incluso en la oscuridad y en la prueba, podemos vislumbrar nuestro futuro como un «futuro de amor».
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