Cuando los primeros discípulos de Jesús se convencieron de que Dios lo había resucitado desautorizando a cuantos lo habían condenado, tomaron conciencia de que en la vida y el mensaje de Jesús se encerraba algo único, confirmado por el mismo Dios.
Entonces sucedió un hecho singular y desconocido en toda la literatura universal. Los discípulos comenzaron a recoger las palabras que le habían escuchado a Jesús durante su vida terrestre, pero no como se recoge el testamento de un maestro muerto ya para siempre, sino como palabras de alguien que está vivo y sigue hablando ahora mismo a los que creen en él. Nació así un género literario nuevo y desconocido: los evangelios.
En las primeras comunidades cristianas se leía el evangelio no como palabras que dijo Jesús en otros tiempos en Galilea, sino como palabras que ahora mismo nos está diciendo Jesús para iluminar nuestros problemas de hoy. Las escuchaban como palabras que son «espíritu y vida», «palabras de vida eterna», un mensaje que nos hace vivir en la verdad y nos da vida.
Un cristiano no confunde nunca el evangelio con ningún otro escrito. Cuando se dispone a leer las palabras de Jesús, sabe que no va a leer un libro, sino que va a escuchar a Cristo que le habla al corazón. El concilio Vaticano II quiso despertar de nuevo esta fe de los primeros cristianos proclamando solemnemente que «Cristo está presente en la Palabra pues es él mismo quien habla mientras se leen en la Iglesia las sagradas escrituras».
Cuando los creyentes abrimos los evangelios, no estamos leyendo la biografía de un personaje difunto. No nos acercamos a Jesús como a algo acabado. Su vida no ha terminado con su muerte. Sus palabras no han quedado silenciadas para siempre. Jesús sigue vivo. Quien sabe leer el Evangelio con fe, lo escucha en el fondo de su corazón. Nunca se sentirá sólo.
Es el mismo Jesús quien nos invita a construir nuestra vida sobre sus palabras: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca».
Entonces sucedió un hecho singular y desconocido en toda la literatura universal. Los discípulos comenzaron a recoger las palabras que le habían escuchado a Jesús durante su vida terrestre, pero no como se recoge el testamento de un maestro muerto ya para siempre, sino como palabras de alguien que está vivo y sigue hablando ahora mismo a los que creen en él. Nació así un género literario nuevo y desconocido: los evangelios.
En las primeras comunidades cristianas se leía el evangelio no como palabras que dijo Jesús en otros tiempos en Galilea, sino como palabras que ahora mismo nos está diciendo Jesús para iluminar nuestros problemas de hoy. Las escuchaban como palabras que son «espíritu y vida», «palabras de vida eterna», un mensaje que nos hace vivir en la verdad y nos da vida.
Un cristiano no confunde nunca el evangelio con ningún otro escrito. Cuando se dispone a leer las palabras de Jesús, sabe que no va a leer un libro, sino que va a escuchar a Cristo que le habla al corazón. El concilio Vaticano II quiso despertar de nuevo esta fe de los primeros cristianos proclamando solemnemente que «Cristo está presente en la Palabra pues es él mismo quien habla mientras se leen en la Iglesia las sagradas escrituras».
Cuando los creyentes abrimos los evangelios, no estamos leyendo la biografía de un personaje difunto. No nos acercamos a Jesús como a algo acabado. Su vida no ha terminado con su muerte. Sus palabras no han quedado silenciadas para siempre. Jesús sigue vivo. Quien sabe leer el Evangelio con fe, lo escucha en el fondo de su corazón. Nunca se sentirá sólo.
Es el mismo Jesús quien nos invita a construir nuestra vida sobre sus palabras: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece al hombre prudente que edificó su casa sobre roca».
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