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lunes, 25 de abril de 2011

Creer, esperar, amar


En cada Pascua Jesucristo sale a mi encuentro y vuelve a preguntarme en medio de las alegrías y los dolores cotidianos de tantos hermanos: ¿crees?, ¿esperas?, ¿amas?


Optar por la defensa de la dignidad de cada persona implica tolerar la tensión entre lo posible y lo imposible, y sostener a los hermanos en el dolor hasta convertirlo en coraje para seguir viviendo. No es sencillo hacer un alto en el camino y responder con detenimiento a esta pregunta: “¿Quién dice la gente que soy Yo?” (Mc 8,29). No es fácil recoger el “espíritu” que me ha movido durante estos años. Intentaré compartir mi experiencia a partir de la metáfora de las encrucijadas. Ellas se nos presentan a lo largo de la vida como la percepción extensa e intensa del cruce de caminos en los que debemos volver a elegir entre nihilidad-fe, imposibles-posibles, límites-fronteras. En este cruce quisiera que se ubicara mi testimonio.

Convencida de la necesidad de compartir la fe, mi memoria volvió al evangelio de Marcos. Más precisamente a la profesión de fe de Pedro. El texto se inicia con la descripción de la escena de Jesús con sus discípulos que van caminando (Mc 8,27). Sin pretender hacer una exégesis del texto, quisiera detenerme a reflexionar dos puntos: la pregunta ¿quién dicen que soy Yo?, y la enseñanza de Jesús. Parto de la certeza de que todos, en algún momento hemos vivido un encuentro semejante al de las “cuatro de la tarde” (Jn 1,39) que nos ha cambiado la vida de fe. Elijo compartir uno de esos encuentros. Ocurrió en 1987. Más precisamente durante la visita del papa Juan Pablo II a la Argentina. Recuerdo haber seguido con atención sus viajes y participado de la multitudinaria manifestación y misa en la avenida 9 de Julio. Eran tiempos de libertad, de euforia juvenil, de participación social, política, religiosa. Eran tiempos de opciones importantes. De aquel momento guardo para mí, como una invitación, un mandato o testamento espiritual la exhortación pronunciada en Viedma: “Que nadie se sienta tranquilo mientras haya en vuestra patria un hombre, una mujer, un niño, un anciano, un enfermo, ¡un hijo de Dios!, cuya dignidad humana y cristiana no sea respetada y amada” (1). El viernes por la mañana, de camino a un barrio al sur de la Ciudad de Buenos Aires, me sorprendí sorteando bolsas de basura que no llegaron hasta la quema, ubicada en el centro de la villa. De las bolsas negras de consorcio, abiertas y amontonadas, emanaba un olor nauseabundo. Intentando escapar de este escenario, evitando dar con las ratas que merodeaban por los zanjones y con los caballos que pretendían pastar en los cordones de la vereda, tropecé con una bolsa en la que un chico dormía, posiblemente cansado de “cirujear” en la calle y en la vida. No podía creer lo que veía. Él estaba ahí. Dormía.

Extraviada en la espesura de aquella situación me invadió un fuerte estremecimiento; sentí la tensión entre nihilidad y creencia. Un estado de confusión me acompañó, arrebatándome la sonrisa. ¿Qué hacer ante tanta indignidad y pobreza? ¿Cómo convivir con esta realidad sin acallar nuestros pensamientos y sentimientos? ¿Cómo hacer frente al silenciamiento de tantos inocentes sin llegar a ser cómplices del “no se puede hacer nada” ante el problema estructural, y quedarnos tranquilos?

Al experimentar la inutilidad de los esfuerzos humanos y al observar la dificultad para superar los obstáculos que se presentan en la promoción de cada persona, mi experiencia del límite se convirtió en un signo de un más allá. Me sentí obligada a abandonar la actitud egocéntrica y emigrar de mí misma para entregarme a una llamada a la soledad que deja espacio libre a Dios, para que pueda entrar y transformarme. El desafío de desplazar mis límites, con la fuerza de la oración, me obliga a servir mejor y desempeñar debidamente mi tarea: transformar, por la fuerza del Espíritu, los límites en fronteras.

Desde que tuvo lugar la encarnación de Dios se nos invita a buscar lo ilimitado en el interior de nuestros límites y a creer que para Dios nada es imposible. Vivir más allá de nuestros límites significa esperar en la fe la acción del Espíritu que opera en las fronteras. Reclama una actitud orante y confiada en lo eterno que se manifiesta en el tiempo. Optar por la defensa de la dignidad de cada persona, especialmente de aquellas cuya dignidad humana y cristiana no es respetada, implica asumir el compromiso de transitar el camino del sufrimiento, del conflicto, de las injusticias. Es experimentar el dolor a raíz del sufrimiento de los inocentes. Es aceptar el descenso del sábado santo en la propia vida y llegar por el dolor hasta una crisis de fe. Es también el momento de abrirnos a las enseñanzas de Jesús sobre el dolor, el rechazo y la muerte (Mc 8,31).

Optar por Jesús es optar por la defensa de una vida digna para todos. Es tolerar pacientemente la tensión entre lo posible y lo imposible, entre la nihilidad y la creencia, y transformar los límites en fronteras para sostener a los hermanos y hermanas en el dolor hasta convertirlo en coraje para seguir viviendo, sabiendo que la gracia obra el milagro de la integración y la unidad. Es la invitación a esperar en tiempos difíciles, a mantener viva la esperanza sabiendo que la adversidad no tiene ni tendrá la última palabra.

En cada Pascua Jesucristo sale a mi encuentro y vuelve a preguntarme en medio de las alegrías y los dolores cotidianos de tantos hermanos: ¿crees?, ¿esperas?, ¿amas?

(1) La nueva Evangelización. Mensaje a la Patagonia pronunciado por el papa Juan Pablo II en el acto celebrado en el aeropuerto de Viedma el 7 de abril de 1987 en presencia de pobladores locales, de las diócesis patagónicas y de aborígenes mapuches. Pto. 4: Pobreza y falta de dignidad.
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Mariana C. Facciosa. Docente universitaria y coordinadora de proyectos de extensión. Trabaja con jóvenes en situación de riesgo social y educativo y con jóvenes judicializados. Es miembro de la Asociación Internacional de Laicos Institución Teresiana www.institucionteresiana.org. Artículo publicado en revista Criterio, www.revistacriterio.com.ar

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