“Ha resucitado”: Ese es el grito que dio origen a la comunidad cristiana. No sabemos qué fue exactamente lo que vivieron aquellos primeros testigos. En todo caso, se trató –por usar nuestro lenguaje- de una experiencia transpersonal, es decir, de una vivencia que trascendió el mundo de los objetos y de los sentidos, el nivel de la mente y del yo.
En la Quietud transmental y en el Silencio transegoico, “contemplaron” la Identidad del resucitado y descubrieron que la muerte no es sino un “paso” en el que se desvela lo que realmente somos y siempre hemos sido.
Vivida la experiencia como una certeza inobjetable –evidente, aunque mística, es decir, acaecida fuera de los parámetros espaciotemporales-, tenían luego que comunicarla a los demás. Y es ahí donde nacieron los relatos que han llegado hasta nosotros. Relatos en los que –como sabe cualquiera que ha vislumbrado la verdadera naturaleza de lo Real- será absolutamente imposible plasmar la realidad de lo vivido. Un relato de ese tipo es el que conocemos con el nombre de la “Transfiguración”.
El que leemos hoy pertenece al último capítulo del evangelio de Mateo. Y, como todos los demás, se trata de una elaboración cuidada, que se fue desarrollando en los años –más de cincuenta- que transcurrieron desde la muerte-resurrección de Jesús hasta el momento en que se redacta el evangelio. En ese proceso relativamente largo, el grito (pregón o “kerigma”) inicial de la experiencia –“ha resucitado”- se convierte también en catequesis, que quiere ofrecer un mensaje y proponer unas pautas de comportamiento.
Las protagonistas de la narración que nos ocupa son dos mujeres, aunque sólo haya quedado registrado el nombre de una de ellas: María Magdalena.
Es un dato notable que las primeras testigos de la resurrección son las mismas que lo habían sido también de la muerte. Y más notable todavía que se trate precisamente de mujeres. Sabemos que en la sociedad judía el testimonio de la mujer carecía de valor probatorio. Esto parece indicar que nos hallamos ante un dato seguro: el autor del evangelio no hubiera “inventado” un testimonio sin valor para atestiguar nada menos que la resurrección de Jesús.
Con ello, parece que pueden extraerse, al menos, dos conclusiones:
1) María Magdalena –y quizás otras discípulas- vivieron “algo” que fue reconocido como auténtico,
2) la mujer ocupaba un papel relevante en aquella primera comunidad.
El relato tiene cuidado en señalar que la puesta en marcha de las mujeres no nace de la fe, sino, en todo caso, del afecto hacia el muerto Jesús: van únicamente “a ver el sepulcro”. Está oscuro –es madrugada-, sobre todo en su interior; sin embargo, el primer día empieza a alborear. La resurrección de Jesús es Luz y es Principio de todo: se trata de una “nueva creación”.
(Esto no significa, como pensaría una mente mítica, que quienes no creen en Jesús se hallan al margen de la Luz y del Origen. En una perspectiva no-dual, lo que se afirma de Jesús es nada menos que el desvelamiento de lo Real: lo que siempre ha sido y es. Los cristianos hemos accedido a ello a través de la adhesión a Jesús; otros lo harán por otros cauces. Pero tanto unos como otros compartimos la misma y única Realidad, más allá de los nombres que le demos y de las formas que usemos para referirnos a ella).
Apenas iniciado el relato, empiezan a producirse signos teofánicos: figura del ángel, temblor de la tierra, aturdimiento de los centinelas… Se trata de signos que hablan de la presencia de lo divino. El ángel –metáfora de Dios- se sienta sobre la piedra que pretendía encerrar a Jesús en la muerte. El mensaje es radiante: la muerte no tiene poder para retener la Vida. Viniendo a nosotros, eso significa que únicamente teme la muerte quien no ha descubierto que, más allá del nivel relativo del yo, su verdadera identidad es la Vida misma, que se expresa en él en una forma concreta.
El mensaje –no podía ser de otro modo- es de confianza (“no temáis”) y, más tarde, puesto ya en labios del propio Jesús, de alegría (“alegraos”). Indudablemente, aquél que llega a percibir su identidad profunda no puede no vivir en la confianza y en el gozo…, por más que puedan aparecer “olas” de miedo o de tristeza en un nivel superficial. Serán, en todo caso, olas pasajeras que no afectarán a la vivencia de fondo.
Y con el mensaje de confianza, el contenido que deben transmitir a los discípulos (ellos y nosotros): verán (veremos) al Resucitado en Galilea. “Galilea” es el lugar que hace referencia directa a la práctica de Jesús. Una práctica en la que, en síntesis, destacan dos aspectos por encima de cualquier otro: la compasión –“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36)- y la Conciencia unitaria –“El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30)- en la que él vivía. Según aquellas palabras, podrá “ver” a Jesús quien viva en ese nivel de conciencia “unitaria” (transpersonal), que se manifiesta como compasión.
Por el contrario, si permanecemos reducidos al nivel mental, lo más probable es que nos aferremos a una lectura literalista de los textos de las apariciones, como si de ese modo se “asegurara” la verdad de la resurrección de Jesús. Pero, en realidad, ¿a quién le preocupa “probar” la resurrección? Precisamente a quien nunca podrá hacerlo: a la mente (el yo). ¿Cómo podría la mente entender una realidad que es transmental? Por decirlo con toda claridad: ni la mente ni el “yo” podrán “ver” a Jesús.
Sin embargo, cuando se acalla la mente y se accede al nivel de conciencia transpersonal, caracterizado por el modelo no-dual de cognición, no es que haya respuesta a esa cuestión, sino que es la cuestión misma la que se evapora. En la perspectiva no-dual, tanto el yo como la muerte son “anécdotas” pasajeras; lo que emerge es la Vida que siempre es. Parafraseando a Ken Wilber, puede afirmarse que, al experimentar la simple sensación de Ser, la certeza de la Vida (de la resurrección) no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar. Es en ese nivel de conciencia donde se “ve” a Jesús, en la apercepción de la “Identidad compartida”.
Se trata, por tanto, de ir haciendo el tránsito desde el modelo mental (dual, cartesiano, egoico) de conocer al modelo no-dual (que trasciende la mente). Por eso, quiero terminar este comentario con unos breves textos sufíes, marcados por la no-dualidad.
“Cada imagen pintada
en el lienzo de la existencia
es la forma del mismo artista.
Eterno Océano que
vomita nuevas olas.
"Olas" es el nombre que les damos,
pero en realidad sólo hay mar"
(Fakir-al-Dîn 'Iraqui, poeta persa, s.XIII).
"El Océano es el Océano
como lo es desde la Eternidad,
y los seres contingentes sólo olas y corrientes.
No dejes que las olas y las brumas del mundo
te velen a Aquél que adopta la forma de esos velos"
(Mu`ayyid al-Dîn Jandî, s.XIII).
Y, para terminar, en este domingo de la Resurrección, quiero regalaros un antiguo y hermoso texto budista, que en realidad contiene y expresa la Sabiduría perenne, sabiduría no-dual. Con él, quiero que vaya mi felicitación para cada uno y cada una, y mi deseo de experimentar más y más la No-dualidad que somos, la permanente Unidad en la variada y hermosa Diferencia:
Namasté.
Yo honro el lugar dentro de ti donde el Universo entero reside.
Yo honro el lugar dentro de ti de Amor y Luz, de Verdad, y Paz.
Yo honro el lugar dentro de ti donde
cuando tú estás en ese punto tuyo,
y yo estoy en ese punto mío,
somos sólo Uno.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
En la Quietud transmental y en el Silencio transegoico, “contemplaron” la Identidad del resucitado y descubrieron que la muerte no es sino un “paso” en el que se desvela lo que realmente somos y siempre hemos sido.
Vivida la experiencia como una certeza inobjetable –evidente, aunque mística, es decir, acaecida fuera de los parámetros espaciotemporales-, tenían luego que comunicarla a los demás. Y es ahí donde nacieron los relatos que han llegado hasta nosotros. Relatos en los que –como sabe cualquiera que ha vislumbrado la verdadera naturaleza de lo Real- será absolutamente imposible plasmar la realidad de lo vivido. Un relato de ese tipo es el que conocemos con el nombre de la “Transfiguración”.
El que leemos hoy pertenece al último capítulo del evangelio de Mateo. Y, como todos los demás, se trata de una elaboración cuidada, que se fue desarrollando en los años –más de cincuenta- que transcurrieron desde la muerte-resurrección de Jesús hasta el momento en que se redacta el evangelio. En ese proceso relativamente largo, el grito (pregón o “kerigma”) inicial de la experiencia –“ha resucitado”- se convierte también en catequesis, que quiere ofrecer un mensaje y proponer unas pautas de comportamiento.
Las protagonistas de la narración que nos ocupa son dos mujeres, aunque sólo haya quedado registrado el nombre de una de ellas: María Magdalena.
Es un dato notable que las primeras testigos de la resurrección son las mismas que lo habían sido también de la muerte. Y más notable todavía que se trate precisamente de mujeres. Sabemos que en la sociedad judía el testimonio de la mujer carecía de valor probatorio. Esto parece indicar que nos hallamos ante un dato seguro: el autor del evangelio no hubiera “inventado” un testimonio sin valor para atestiguar nada menos que la resurrección de Jesús.
Con ello, parece que pueden extraerse, al menos, dos conclusiones:
1) María Magdalena –y quizás otras discípulas- vivieron “algo” que fue reconocido como auténtico,
2) la mujer ocupaba un papel relevante en aquella primera comunidad.
El relato tiene cuidado en señalar que la puesta en marcha de las mujeres no nace de la fe, sino, en todo caso, del afecto hacia el muerto Jesús: van únicamente “a ver el sepulcro”. Está oscuro –es madrugada-, sobre todo en su interior; sin embargo, el primer día empieza a alborear. La resurrección de Jesús es Luz y es Principio de todo: se trata de una “nueva creación”.
(Esto no significa, como pensaría una mente mítica, que quienes no creen en Jesús se hallan al margen de la Luz y del Origen. En una perspectiva no-dual, lo que se afirma de Jesús es nada menos que el desvelamiento de lo Real: lo que siempre ha sido y es. Los cristianos hemos accedido a ello a través de la adhesión a Jesús; otros lo harán por otros cauces. Pero tanto unos como otros compartimos la misma y única Realidad, más allá de los nombres que le demos y de las formas que usemos para referirnos a ella).
Apenas iniciado el relato, empiezan a producirse signos teofánicos: figura del ángel, temblor de la tierra, aturdimiento de los centinelas… Se trata de signos que hablan de la presencia de lo divino. El ángel –metáfora de Dios- se sienta sobre la piedra que pretendía encerrar a Jesús en la muerte. El mensaje es radiante: la muerte no tiene poder para retener la Vida. Viniendo a nosotros, eso significa que únicamente teme la muerte quien no ha descubierto que, más allá del nivel relativo del yo, su verdadera identidad es la Vida misma, que se expresa en él en una forma concreta.
El mensaje –no podía ser de otro modo- es de confianza (“no temáis”) y, más tarde, puesto ya en labios del propio Jesús, de alegría (“alegraos”). Indudablemente, aquél que llega a percibir su identidad profunda no puede no vivir en la confianza y en el gozo…, por más que puedan aparecer “olas” de miedo o de tristeza en un nivel superficial. Serán, en todo caso, olas pasajeras que no afectarán a la vivencia de fondo.
Y con el mensaje de confianza, el contenido que deben transmitir a los discípulos (ellos y nosotros): verán (veremos) al Resucitado en Galilea. “Galilea” es el lugar que hace referencia directa a la práctica de Jesús. Una práctica en la que, en síntesis, destacan dos aspectos por encima de cualquier otro: la compasión –“Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,36)- y la Conciencia unitaria –“El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30)- en la que él vivía. Según aquellas palabras, podrá “ver” a Jesús quien viva en ese nivel de conciencia “unitaria” (transpersonal), que se manifiesta como compasión.
Por el contrario, si permanecemos reducidos al nivel mental, lo más probable es que nos aferremos a una lectura literalista de los textos de las apariciones, como si de ese modo se “asegurara” la verdad de la resurrección de Jesús. Pero, en realidad, ¿a quién le preocupa “probar” la resurrección? Precisamente a quien nunca podrá hacerlo: a la mente (el yo). ¿Cómo podría la mente entender una realidad que es transmental? Por decirlo con toda claridad: ni la mente ni el “yo” podrán “ver” a Jesús.
Sin embargo, cuando se acalla la mente y se accede al nivel de conciencia transpersonal, caracterizado por el modelo no-dual de cognición, no es que haya respuesta a esa cuestión, sino que es la cuestión misma la que se evapora. En la perspectiva no-dual, tanto el yo como la muerte son “anécdotas” pasajeras; lo que emerge es la Vida que siempre es. Parafraseando a Ken Wilber, puede afirmarse que, al experimentar la simple sensación de Ser, la certeza de la Vida (de la resurrección) no es difícil de alcanzar, sino imposible de evitar. Es en ese nivel de conciencia donde se “ve” a Jesús, en la apercepción de la “Identidad compartida”.
Se trata, por tanto, de ir haciendo el tránsito desde el modelo mental (dual, cartesiano, egoico) de conocer al modelo no-dual (que trasciende la mente). Por eso, quiero terminar este comentario con unos breves textos sufíes, marcados por la no-dualidad.
“Cada imagen pintada
en el lienzo de la existencia
es la forma del mismo artista.
Eterno Océano que
vomita nuevas olas.
"Olas" es el nombre que les damos,
pero en realidad sólo hay mar"
(Fakir-al-Dîn 'Iraqui, poeta persa, s.XIII).
"El Océano es el Océano
como lo es desde la Eternidad,
y los seres contingentes sólo olas y corrientes.
No dejes que las olas y las brumas del mundo
te velen a Aquél que adopta la forma de esos velos"
(Mu`ayyid al-Dîn Jandî, s.XIII).
Y, para terminar, en este domingo de la Resurrección, quiero regalaros un antiguo y hermoso texto budista, que en realidad contiene y expresa la Sabiduría perenne, sabiduría no-dual. Con él, quiero que vaya mi felicitación para cada uno y cada una, y mi deseo de experimentar más y más la No-dualidad que somos, la permanente Unidad en la variada y hermosa Diferencia:
Namasté.
Yo honro el lugar dentro de ti donde el Universo entero reside.
Yo honro el lugar dentro de ti de Amor y Luz, de Verdad, y Paz.
Yo honro el lugar dentro de ti donde
cuando tú estás en ese punto tuyo,
y yo estoy en ese punto mío,
somos sólo Uno.
Enrique Martínez Lozano
www.enriquemartinezlozano.com
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