El último evangelio, atribuido por la tradición a Juan, es un escrito que va a iluminar la vida de Jesús con una profundidad teológica nunca antes desarrollada por ningún evangelista.
Jesús no es solo el gran Profeta de Dios. Es «la Palabra de Dios hecha carne», hecha vida humana; Jesús es Dios hablándonos desde la vida concreta de este hombre. Más aún, en la resurrección, Dios se ha manifestado tan identificado con Jesús que el evangelista se atreve a poner en su boca estas misteriosas palabras: «El Padre y yo somos uno», «el Padre está en mí y yo en el Padre».
Por supuesto, Dios sigue siendo un misterio. Nadie lo ha visto, pero Jesús, que es su Hijo y viene del seno del Padre, «nos lo ha dado a conocer».
Por eso Juan va narrando los «signos» que Jesús hace revelando la gloria que se encierra en él, como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvar al mundo. Si cura a un ciego es para manifestar: «Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida».
Si resucita a Lázaro es para proclamar: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».
A la luz de la resurrección, el evangelista revela que el objetivo supremo de Jesús es dar vida: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia».
Es lo único que Dios quiere para sus hijos e hijas. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo» .
A la luz de la resurrección todo cobra una profundidad grandiosa que no podían sospechar cuando le seguían por Galilea. Aquel Jesús al que han visto curar, acoger, perdonar, abrazar y bendecir es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo para que todos encuentren en él la salvación.
Jesús no es solo el gran Profeta de Dios. Es «la Palabra de Dios hecha carne», hecha vida humana; Jesús es Dios hablándonos desde la vida concreta de este hombre. Más aún, en la resurrección, Dios se ha manifestado tan identificado con Jesús que el evangelista se atreve a poner en su boca estas misteriosas palabras: «El Padre y yo somos uno», «el Padre está en mí y yo en el Padre».
Por supuesto, Dios sigue siendo un misterio. Nadie lo ha visto, pero Jesús, que es su Hijo y viene del seno del Padre, «nos lo ha dado a conocer».
Por eso Juan va narrando los «signos» que Jesús hace revelando la gloria que se encierra en él, como Hijo de Dios enviado por el Padre para salvar al mundo. Si cura a un ciego es para manifestar: «Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida».
Si resucita a Lázaro es para proclamar: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá».
A la luz de la resurrección, el evangelista revela que el objetivo supremo de Jesús es dar vida: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia».
Es lo único que Dios quiere para sus hijos e hijas. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo» .
A la luz de la resurrección todo cobra una profundidad grandiosa que no podían sospechar cuando le seguían por Galilea. Aquel Jesús al que han visto curar, acoger, perdonar, abrazar y bendecir es el gran regalo que Dios ha hecho al mundo para que todos encuentren en él la salvación.
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