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viernes, 29 de abril de 2011

II Domingo de Pascua (Jn 20,19-31) - Ciclo A: UN DISCIPULO DESCONFIADO



Parece que están de moda otra vez, porque ya lo han estado muchas veces, las apariciones de seres sobrenaturales. Dejando aparte la intención de los videntes, que en algunos casos no está demasiado clara -¿o sí lo está?-, parece que muchos necesitan que Dios les confirme personalmente su fe, pero eso, si se da, es excepcional.

Ya anochecido, el primer día de la semana, estando atrancadas las puertas del sitio donde estaban los discípulos, por miedo a los dirigentes judíos, llegó Jesús, haciéndose presente en el centro... Pero Tomás, es decir, Mellizo, uno de los doce, no estaba con ellos cuando llegó Jesús.

Tomás, entre todos los discípulos, era el que con más decisión se había mostrado dispuesto a acompañar a Jesús a la muerte: «Vamos también nosotros a morir con él», había dicho en una ocasión a los demás discípulos (Jn 11,18). Tenía valor para enfrentarse a la muerte y era generoso y leal como para dar la vida; pero, sin embargo, no creía que el amor pudiera vencer a la muerte. Y, por lo que parece, tampoco confiaba mucho en la palabra de sus compañeros: «Como no vea en sus manos la señal de los clavos y, además, no meta mi dedo en la señal de los clavos y meta mi mano en su costado, no creo», respondió cuando le dijeron que habían visto vivo a Jesús (él no estaba con la comunidad cuando Jesús se presentó en medio de ella). Y para creer el testimonio de sus compañeros exige tener el privilegio de experimentar personal e individualmente la presencia de Jesús resucitado.


UN PRIVILEGIO EXCEPCIONAL


Ocho días después estaban de nuevo dentro de la casa sus discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús estando las puertas atrancadas, se hizo presente en el centro y dijo:

-Paz con vosotros.

Luego dijo a Tomás:

-Trae aquí tu dedo, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel.


Jesús le concede esa experiencia, pero en medio de la comunidad. Porque es en ella donde él se va a hacer pre­sente de ahora en adelante. Será la comunidad cristiana el lugar en el que se podrá sentir la presencia de Jesús resucitado: para Tomás, las pruebas de que aquel que estaba vivo era el mismo Jesús fueron las señales físicas de su amor (las heridas de las manos y del costado de Jesús); en adelante serán otras señales de ese mismo amor las que hagan visible su presencia: el amor, al estilo de Jesús, practicado por los que han recibido la misión de ser testigos de su resurrección.

La reacción de Tomás, «¡Señor mío y Dios mío!», es una afirmación de lealtad con Jesús y una confesión de fe en lo que él ha enseñado con su entrega: que el ser humano llega a lo más alto, a participar del ser de Dios, no cuando alcanza el poder, sino cuando está dispuesto a servir, por amor, hasta dar la propia vida.


ÉL SIGUE PRESENTE


Pero esa experiencia es excepcional. Ese privilegio se le concede a Tomás quizá como reconocimiento a su disposición de acompañar a Jesús a la muerte y, sobre todo, para aprove­char la ocasión de anunciar que, en adelante, lo habitual será otra cosa: «¿Has tenido que verme en persona para acabar de creer? Dichosos los que sin haber visto llegan a creer. »

Esos somos nosotros. Pero el que hayamos creído sin haber visto físicamente a Jesús resucitado no quiere decir que no hayamos podido sentir su presencia en medio de la comu­nidad de los que le son leales y siguen creyendo que la meta de todo ser humano es llegar a ser hijo de Dios, como Jesús. Porque Jesús sigue vivo y activo en el centro de las comuni­dades cristianas. Y su presencia se nota, se debe notar, no en apariciones extraordinarias, sino en que estas comunidades reproducen en su vida las señales de la muerte de Jesús, y no tanto en lo que aquella muerte tuvo de sufrimiento y de dolor, sino sobre todo en lo que tiene de entrega y de amor, de afirmación de la vida y de anuncio de liberación. La presencia del Hijo único de Dios en un grupo se nota en que los hombres y mujeres que forman ese grupo viven como hermanos: «En la multitud de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: nadie consideraba suyo nada de lo que tenía, sino que lo poseían todo en común» (Hch 4,32).


El camino normal para llegar a la fe en el resucitado es éste. Si para creer hay muchos que necesitan todavía aparicio­nes milagrosas, esto debe preocuparnos: quizá las señales que hacen visible la presencia de Jesús no se vean por ningún lado. Esas señales no son otras que el amor fraterno porque «quien cree que Jesús es el Mesías ha nacido de Dios, y quien ama al que le da el ser ama también a todo lo que ha nacido de él» (1 Jn 5,1).

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