Nos situamos en el contexto de una cena de despedida en la que se recuerda lo vivido y se proyecta la nueva etapa que va a comenzar. Jesús da un consejo a los suyos y se lo explica de una forma tan elocuente que rompe sus esquemas. A nosotros nos toca continuarlo pero no siempre estamos dispuestos.
En días como el de hoy resulta complicado correr la cortina de la tradición, de la piedad arraigada y dar un paso firme hacia el verdadero significado de lo que la Iglesia celebra. Quizá podamos entenderlo mejor si nos metemos en el contexto a partir de un acontecimiento de la vida real en el que a buen seguro hemos participado: una cena o comida de despedida. Puede que sea una sorpresa que se quiere dar a quien se marcha o bien que el “despedido” sea quien se encargue de organizarlo todo. A lo largo de la celebración hay momentos para recordar lo vivido juntos, especialmente los buenos momentos, y también tiempo para proyectar el futuro: cuando nos volveremos a ver, qué va a pasar a partir de ahora en la nueva etapa que se comienza, tanto para quien se va como para quien se queda…
Transportando este contexto a la eucaristía puede decirse que cada que los seguidores de Jesús se juntan para celebrarla se sientan a una misma mesa, comparten lo que tienen, lo que son (bienes, cualidades, sentimientos, defectos…) sin guardase nada, y proyectan el futuro, la nueva etapa que comienza una vez que concluye la celebración, una vez que se han enriquecido y alimentado mutuamente.
Dentro de este contexto se enmarca el evangelio de hoy. No hay mucho tiempo para florituras y se quiere ir al grano. Un consejo: Amaos unos a otros como yo os he amado; y una actitud que hace saltar por los aires, una vez más, las costumbres y comportamientos tradicionales: el lavatorio de los pies. Este era un gesto habitual entre los judíos pero eran los esclavos los encargados de lavar los pies a sus amos, con el fin de proporcionar alivio y descanso tras el camino. Con este gesto el evangelista quiere aclarar, una vez más, que el objetivo de Jesús es darse hasta el extremo, ser para los demás, entregarse sin condiciones. Es decir: amar hasta el extremo, como celebraremos mañana. No necesita servidores, Él es el máximo servidor, el grande más pequeño. El texto nos presenta también ciertas resistencias. No es fácil asimilar un cambio de papeles sin que haya sorpresa o incomprensión. Parece que la grandeza y el servicio no suelen ir demasiado juntas en los esquemas mentales, aunque más nos vale emparejarlas cuanto antes si queremos ser seguidores de este Jesús dispuesto a acariciar nuestros cansancios.
¿No cambia esto el sentido de nuestras celebraciones? ¿Tiene esto algo que ver acaso con las celebraciones de carrerilla donde la vida espera fuera porque lo importante cumplir y agachar la cerviz? ¿Acaso la eucaristía del servicio, de la despedida, del futuro es algo ajeno a lo que verdaderamente nos ocupa y preocupa? ¿Podemos alimentarnos sin los otros o preferimos atragantarnos con la equivocada idea de que la salvación es una carrera de obstáculos en la que hay que darse codazos para llegar los primeros?
Amaos los unos a los otros ese el consejo que nos dejó Jesús, para hoy y para siempre. Y eso solamente puede lograrse si somos capaces de servir y no para que nos vean sino de verdad. Servir es arrimar el hombro, abrazar a quien está sólo o sediento de ternura, llorar con quien llora para poder sembrar esperanza, compartir los bienes para que todos tengan algo…
No se trata de inventar nada. Solamente hay que poner en práctica los signos del servicio. La eucaristía nos ha de lanzar y proyectar hacia los demás. El pan partido y repartido solo nos aprovecha si hacemos que dé fruto en los otros. Servir hace crecer aunque produzca, como en Pedro, sorpresa e incomprensión, resistencia y miedo. Ojalá caigamos en la cuenta y lo pongamos en práctica cuanto antes. Es la única forma de construir una familia, una comunidad, un mundo mejor.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
Publicado por Entra y Verás
En días como el de hoy resulta complicado correr la cortina de la tradición, de la piedad arraigada y dar un paso firme hacia el verdadero significado de lo que la Iglesia celebra. Quizá podamos entenderlo mejor si nos metemos en el contexto a partir de un acontecimiento de la vida real en el que a buen seguro hemos participado: una cena o comida de despedida. Puede que sea una sorpresa que se quiere dar a quien se marcha o bien que el “despedido” sea quien se encargue de organizarlo todo. A lo largo de la celebración hay momentos para recordar lo vivido juntos, especialmente los buenos momentos, y también tiempo para proyectar el futuro: cuando nos volveremos a ver, qué va a pasar a partir de ahora en la nueva etapa que se comienza, tanto para quien se va como para quien se queda…
Transportando este contexto a la eucaristía puede decirse que cada que los seguidores de Jesús se juntan para celebrarla se sientan a una misma mesa, comparten lo que tienen, lo que son (bienes, cualidades, sentimientos, defectos…) sin guardase nada, y proyectan el futuro, la nueva etapa que comienza una vez que concluye la celebración, una vez que se han enriquecido y alimentado mutuamente.
Dentro de este contexto se enmarca el evangelio de hoy. No hay mucho tiempo para florituras y se quiere ir al grano. Un consejo: Amaos unos a otros como yo os he amado; y una actitud que hace saltar por los aires, una vez más, las costumbres y comportamientos tradicionales: el lavatorio de los pies. Este era un gesto habitual entre los judíos pero eran los esclavos los encargados de lavar los pies a sus amos, con el fin de proporcionar alivio y descanso tras el camino. Con este gesto el evangelista quiere aclarar, una vez más, que el objetivo de Jesús es darse hasta el extremo, ser para los demás, entregarse sin condiciones. Es decir: amar hasta el extremo, como celebraremos mañana. No necesita servidores, Él es el máximo servidor, el grande más pequeño. El texto nos presenta también ciertas resistencias. No es fácil asimilar un cambio de papeles sin que haya sorpresa o incomprensión. Parece que la grandeza y el servicio no suelen ir demasiado juntas en los esquemas mentales, aunque más nos vale emparejarlas cuanto antes si queremos ser seguidores de este Jesús dispuesto a acariciar nuestros cansancios.
¿No cambia esto el sentido de nuestras celebraciones? ¿Tiene esto algo que ver acaso con las celebraciones de carrerilla donde la vida espera fuera porque lo importante cumplir y agachar la cerviz? ¿Acaso la eucaristía del servicio, de la despedida, del futuro es algo ajeno a lo que verdaderamente nos ocupa y preocupa? ¿Podemos alimentarnos sin los otros o preferimos atragantarnos con la equivocada idea de que la salvación es una carrera de obstáculos en la que hay que darse codazos para llegar los primeros?
Amaos los unos a los otros ese el consejo que nos dejó Jesús, para hoy y para siempre. Y eso solamente puede lograrse si somos capaces de servir y no para que nos vean sino de verdad. Servir es arrimar el hombro, abrazar a quien está sólo o sediento de ternura, llorar con quien llora para poder sembrar esperanza, compartir los bienes para que todos tengan algo…
No se trata de inventar nada. Solamente hay que poner en práctica los signos del servicio. La eucaristía nos ha de lanzar y proyectar hacia los demás. El pan partido y repartido solo nos aprovecha si hacemos que dé fruto en los otros. Servir hace crecer aunque produzca, como en Pedro, sorpresa e incomprensión, resistencia y miedo. Ojalá caigamos en la cuenta y lo pongamos en práctica cuanto antes. Es la única forma de construir una familia, una comunidad, un mundo mejor.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
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