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miércoles, 20 de abril de 2011

EL SACRAMENTO DE NUESTRA FE - Jueves Santo (Juan 13, 1-15) - Ciclo A


La liturgia de este día se centra en el recuerdo de la cena de despedida que Jesús realiza con sus discípulos y en los dos aconteci­mientos que en ella se desarrollan: el lavatorio de los pies y la institución de la eucaristía.

Ni los evangelistas, ni los exegetas se ponen de acuerdo si fue o no fue una cena pascual. No tiene mayor importancia, porque para nosotros lo esencial está en lo que va más allá del rito judío de la cena pascual. Esta Pascua no es ya la pascua de los judíos.

Es curioso que los tres evangelistas que narran la institución de la eucaristía, no hablen del lavatorio de los pies, y Juan que narra el lavatorio de los pies, no dice nada de la institución de la eucaristía. La verdad es que los dos signos expresan exactamente la misma realidad significada: la entrega total de sí mismo por parte de Jesús.

Tampoco sabemos el sentido exacto que quiso dar Jesús a aquellos gestos y palabras. La protesta de Pedro deja claro que, en aquel momento, los discípulos no entendieron nada.

Sin embargo, el recuerdo de lo que Jesús hizo en la última cena se convirtió muy pronto en el sacramento de nuestra fe. Y no sin razón, porque en esos gestos, en esas palabras está encerrado todo lo que fue Jesús durante su vida y todo lo que tenemos que llegar a ser nosotros como cristianos. Por eso la liturgia de este día es de las más densas de todo el año.

Debemos comenzar por tomar conciencia de la importancia de los que celebramos, como la toma el evangelista Juan cuando ha hecho esa grandiosa obertura:

“Consciente Jesús de que había llegado su “hora”, la de pasar de este mundo al Padre, él que había amado a los suyos que estaban en medio del mundo, les demostró su amor hasta el final” (en el más alto grado).

Pero no es menos sorprendente el final del relato:

“¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el “Maestro” y el “Señor”; y decís bien, porque lo soy. Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, sabed que también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”.

En estas dos frases que inician y terminan el relato, tenemos la clave de la celebración de hoy.

Vamos a comenzar por el lavatorio de los pies. No porque sea más importante que la eucaristía, sino porque espero que esta reflexión nos ayude a comprenderla mejor. En ese gesto, Cristo está tan presente como en la celebración de la eucaristía.

Lavar los pies era un servicio que solo hacían los esclavos. Jesús quiere manifestar que él está entre ellos como el que sirve, no como el señor.

Lo importante no es el hecho físico, sino el simbolismo que en él se encierra. Tanto el pan y el vino como el lavatorio nos están diciendo que la plenitud de Jesús como ser humano, está en el dejarse comer o en el servir a los demás.

Fijaros que ese profundo simbolismo es lo que se quiere manifestar en el evangelio de Juan. El más espiritual y místico de los evangelistas, el que más profundizó en el mensaje de Jesús, ni siquiera menciona la institución de la eucaristía. Sospecho que la eucaristía se había convertido ya en un rito mágico y formal, vacío de contenido, y Juan quiso recuperar para la última cena el carácter de recuerdo de Jesús como don, como entrega.

"Yo estoy entre vosotros como el que sirve." Jesús no renuncia a ninguna grandeza humana. Al contrario, denuncia la falsedad de la grandeza humana que se apoya en el poder o en el dominio de los demás, pero proclama que la verdadera grandeza humana está en parecerse a Dios que se da sin condiciones ni reservas.

Poco después del texto que hemos leído, dice Jesús:

“Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros como yo os he amado”.

Esta es la explicación definitiva que da Jesús a lo que acaba de hacer. Cuando seguimos insistiendo en los diez mandamientos de Moisés, nos quedamos a años luz del mensaje de Jesús. Para el que quiere seguir a Jesús, todo queda reducido a esto: ¡Amaros!

No dijo que debíamos amar a Dios, ni siquiera que debíamos amarle a él. Tenemos que amar a los demás, eso sí, como Dios ama, como Jesús amó.

Una eucaristía celebrada como una devoción más, que comienza y termina en la iglesia, no es la eucaristía que celebró Jesús. Celebrar la eucaristía es aceptar el compromiso de darse hasta el final. La eucaristía no es más que el signo (sacramento) de la entrega, sin entrega el signo se queda reducido a un garabato.

n este relato del lavatorio de los pies, no se dice nada que no se diga en el relato del pan partido y del vino derramado; pero en la eucaristía corremos el riesgo de quedarnos en una visión espiritualista y abstracta que no afecta a mi vida concreta.

La presencia real de Cristo en el pan y en el vino, entendida de una manera estática y física, nos puede impedir descubrir el aspecto vivencial del sacramento y dejarnos al margen del la verdadera intención de Jesús al compartir esos gestos con sus discípulos.

Tenemos que hacer un esfuerzo por descubrir el verdadero signifi­cado de la eucaristía a la luz del lavatorio de los pies.

Jesús toma un pan y mientras lo parte y lo reparte les dice: esto soy yo. Recordemos que “cuerpo” en la antropología judía del tiempo de Jesús, quería decir persona, no carne. Como si dijera: meteos bien en la cabeza, que yo estoy aquí para partirme, para dejarme comer, para dejarme masticar, para dejarme asimilar, para desaparecer dando mi propio ser a los demás. Yo soy sangre (vida) que se derrama por todos, es decir, que da Vida a todos, que saca de la tristeza y de la muerte a todo el que me bebe... Eso soy yo. Eso tenéis que ser vosotros.

Por haber insistido, durante muchos siglos, exclusivamente en la presencia real de Cristo en la eucaristía, nos acercamos al sacramento como a una realidad misteriosa insondable, pero que no tiene para nosotros ningún valor de persuasión, no me lleva a ningún compromiso con los demás.

La presencia real, por el contrario, debería potenciar el verdadero significado del gesto. Nos debería de recordar en todo momento lo que Jesús fue y lo que nosotros, como cristianos, debemos ser. El haber cambiado este sentido dinámico por una adoración, ha empobrecido el sacramento hasta convertirlo en algo aséptico, que nada me exige y nada me motiva.

Lo que Jesús quiso decirnos en estos gestos es que él era un ser para los demás, que el objetivo de su existencia era darse; que había venido no para que le sirvieran, sino para servir, manifestando de esta manera que su meta, su fin, su plenitud humana solo la alcanzaría cuando se diera totalmente, cuando llegara a la donación total en la muerte asumida y aceptada.

Sólo un Jesús des-trozado puede ser asimilado e integrado en nuestro propio ser. Descubrir que destrozarnos para que nos puedan comer, es también la meta para nosotros, es el primer objetivo de un seguidor de Jesús. Pero de esto hablaremos mañana, Viernes Santo.

Juan no menciona la eucaristía en el relato de la última cena, pero no se olvidó de un sacramento que tuvo tanta importancia para la primera comunidad. En el capítulo 6 del evangelio de Juan, encontramos la verdadera explicación de lo que es la eucaristía.

“Yo soy el pan de Vida”; pero para explicar esto, dice a continuación: “Quien viene a mí, nunca pasará hambre; el que me presta su adhesión, nunca pasará sed”.

Está muy claro que comer materialmente el pan y beber literalmente la sangre, no es más que un signo (sacramento) de la adhesión a Jesús, que es lo verdaderamente importante. Se trata de identificarse con su manera de ser hombre, resumida en el servicio a los demás hasta deshacerse por ellos. El mayor peligro que tenemos hoy los cristianos es acercarnos al sacramento como medio de unirnos a Dios, olvidándonos de los hombres.

En el mismo capítulo 6, dice un poco más adelante:

“El Padre que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo el que me “come” vivirá por mí”.

Para mí, no hay en todo el NT una explicación más profunda de lo que significa este sacramento. Jesús tiene la misma Vida de Dios, y todo el que le siga tendrá también esa misma Vida, la definitiva, la trascendente, la que no se verá alterada por la muerte biológica.

Para hacer nuestra esa Vida, tenemos que aceptar la “muerte”, no la física, aunque también, sino la muerte a todo lo que hay en nosotros de caduco, de terreno, de transitorio, de individualismo, de egoísmo. Sin esa muerte, nunca podrá haber Vida.

No se trata de renunciar a nada, sino de conseguirlo todo. Todo lo que no es esa Vida, antes o después, se desvanecerá. Si hemos estado toda la vida biológica, preocupados solo por lo material, esa misma vida perderá su sentido.

Fray Marcos

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