Hace unos días, en un encuentro sobre un tema de actualidad como el de la transformación de las cajas en bancos, uno de los ponentes, después de realizar un exhaustivo análisis de las consecuencias económicas y sociales de la desaparición del modelo de cajas, dijo, y cito de memoria: “Nos jugamos un modelo que cree en la importancia de las pequeñas cosas.” La misma impresión me ha causado la lectura del cuaderno de Cristianisme i Justícia La agroindustria bajo sospecha de Gustavo Duch.
“Las pequeñas cosas” y, en el caso agrario, un modelo basado en pequeñas explotaciones, está amenazado por el desarrollo del capitalismo a escala global que comporta la concentración de la tierra, del agua y de los recursos forestales en manos de unas pocas multinacionales. Bajo los argumentos de la eficiencia y el beneficio se impone un modelo productivo extraño a una cultura campesina que había optado siempre por métodos mucho más respetuosos con el medio ambiente. El precio de esta reconversión salvaje no es otro que el hambre, ya que de las formas de producción tradicionales depende aún la subsistencia de millones de personas que ven ahora impedido el acceso a los alimentos, al haber optado por una producción dirigida sobre todo a la exportación y a una comercialización a gran escala.
Tras el sentimiento de “pérdida de las pequeñas cosas”, no se esconde sólo un conservadurismo nostálgico sino la conciencia de que lo que se nos está imponiendo trastoca profundamente las relaciones entre los individuos y también la capacidad que los individuos tienen para decidir sobre su propia vida. En definitiva, está afectando a la democracia. La “comunidad de formato humano”, respetuosa con el entorno, va siendo sustituida por unas relaciones de oligopolio empresarial basadas en la ganancia y el beneficio. Todo el proceso desde la siembra hasta la distribución en grandes superficies, queda controlado por grandes corporaciones que se encargan de proporcional las semillas, de los tratamientos a través de agrotóxicos, de la transformación de los alimentos, de su comercio y, finalmente, de su distribución. Y eso no solamente en los productos vegetales, sino también en el caso de la ganadería. Resulta imposible competir con las grandes corporaciones, ya que ellas imponen sus condiciones en cada una de las fases del proceso, mientras amplían el negocio a partir de la compra de más y más tierras pertenecientes a agricultores o a comunidades de agricultores arruinados. La consecuencia de todo es, pues, una progresiva pérdida de control por parte de productores y consumidores sobre lo que se siembra y lo que se consume.
Frente a todo esto nace, sin embargo, una alternativa: la soberanía alimentaria. De todas maneras, esta soberanía no será posible sin la complicidad de unos consumidores interesados en conocer el origen y la calidad de lo que compran. Unos consumidores responsables que no se dejen deslumbrar por las grandes rebajas, por las grandes ofertas y por todo lo grande, y que vuelvan a valorar las pequeñas casas. Y, entre estas pequeñas cosas, aquellos valores como la austeridad, el amor a la tierra y la solidaridad, que aseguren a la larga una vida digna para todo el mundo.
Por Santi Torres. Catalunya Cristiana
Publicado por Cristianismo y Justicia
“Las pequeñas cosas” y, en el caso agrario, un modelo basado en pequeñas explotaciones, está amenazado por el desarrollo del capitalismo a escala global que comporta la concentración de la tierra, del agua y de los recursos forestales en manos de unas pocas multinacionales. Bajo los argumentos de la eficiencia y el beneficio se impone un modelo productivo extraño a una cultura campesina que había optado siempre por métodos mucho más respetuosos con el medio ambiente. El precio de esta reconversión salvaje no es otro que el hambre, ya que de las formas de producción tradicionales depende aún la subsistencia de millones de personas que ven ahora impedido el acceso a los alimentos, al haber optado por una producción dirigida sobre todo a la exportación y a una comercialización a gran escala.
Tras el sentimiento de “pérdida de las pequeñas cosas”, no se esconde sólo un conservadurismo nostálgico sino la conciencia de que lo que se nos está imponiendo trastoca profundamente las relaciones entre los individuos y también la capacidad que los individuos tienen para decidir sobre su propia vida. En definitiva, está afectando a la democracia. La “comunidad de formato humano”, respetuosa con el entorno, va siendo sustituida por unas relaciones de oligopolio empresarial basadas en la ganancia y el beneficio. Todo el proceso desde la siembra hasta la distribución en grandes superficies, queda controlado por grandes corporaciones que se encargan de proporcional las semillas, de los tratamientos a través de agrotóxicos, de la transformación de los alimentos, de su comercio y, finalmente, de su distribución. Y eso no solamente en los productos vegetales, sino también en el caso de la ganadería. Resulta imposible competir con las grandes corporaciones, ya que ellas imponen sus condiciones en cada una de las fases del proceso, mientras amplían el negocio a partir de la compra de más y más tierras pertenecientes a agricultores o a comunidades de agricultores arruinados. La consecuencia de todo es, pues, una progresiva pérdida de control por parte de productores y consumidores sobre lo que se siembra y lo que se consume.
Frente a todo esto nace, sin embargo, una alternativa: la soberanía alimentaria. De todas maneras, esta soberanía no será posible sin la complicidad de unos consumidores interesados en conocer el origen y la calidad de lo que compran. Unos consumidores responsables que no se dejen deslumbrar por las grandes rebajas, por las grandes ofertas y por todo lo grande, y que vuelvan a valorar las pequeñas casas. Y, entre estas pequeñas cosas, aquellos valores como la austeridad, el amor a la tierra y la solidaridad, que aseguren a la larga una vida digna para todo el mundo.
Por Santi Torres. Catalunya Cristiana
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