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sábado, 23 de abril de 2011

La muerte de Jesús y la maldición a los judíos

Toda la historia del pueblo judío, desde el primero al último libro de la Biblia, estaba manchada de crímenes y muertes inocentes. Y esa sangre clamaba al cielo (Gn 4,10), exigiendo un justo castigo.


En el reciente segundo volumen sobre Jesús de Nazaret, Benedicto XVI sostiene que es un error culpar por su muerte a todo el pueblo judío. Aquí, el autor expone las causas de ese lamentable error, y la interpretación del texto de Mateo. Según el Evangelio de Mateo, durante el proceso a Jesús los judíos pronunciaron una frase que, sin quererlo, marcó la historia y el destino del pueblo hebreo en su relación con los cristianos: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27,25). Este grito fue interpretado a lo largo de los siglos como una maldición que el pueblo judío se echó sobre sí mismo, asumiendo la responsabilidad de la muerte de Jesús.

Desde entonces muchos citan ese versículo como prueba de que Dios ha rechazado a Israel; y peor aún, ha servido para justificar las atrocidades y persecuciones cometidas contra ese pueblo, como si tales sufrimientos fueran un castigo divino. Hutton Gibson, padre del actor Mel Gibson, en su libro El enemigo aún está aquí (2003) escribió: “Cuando Poncio Pilato se negó a aceptar la responsabilidad de la muerte de Jesús, la culpa cayó en los judíos presentes; fue un crimen superior al pecado original y al de la torre de Babel; por eso el castigo se abatió sobre las futuras generaciones judías, que han sufrido muchos desastres como el holocausto, por la maldición que ellos se lanzaron sobre sus cabezas”.

Con razón el teólogo inglés G. C. Montefiore llegó a escribir: “Ésa es una de las frases responsables de océanos de sangre humana, y de incesantes ríos de miseria y desolación”. Pero ¿por qué quedó registrada en el Evangelio?

EL AGUA LIBERADORA

El episodio lo trae únicamente san Mateo. Según él, cuando las autoridades judías llevaron a Jesús ante Pilato para que fuera juzgado, el gobernador romano se dio cuenta de que lo habían entregado por envidia, e intentó liberarlo. Para ello recurrió a una treta. Pensó que enfrentando a Jesús con un famoso preso llamado Barrabás, para elegir a quién dejar en libertad, el pueblo optaría por Jesús. Pero se equivocó. Los Sumos Sacerdotes y dirigentes judíos convencieron a la muchedumbre para que pidiera la libertad del delincuente (Mt 27). Pilato, viendo frustrada su estratagema, dijo a los judíos que no podía condenar a muerte a Jesús porque no encontraba en él delito alguno. Esta frase ya tendría que haber servido para dar por finalizado el juicio: el juez se había pronunciado. Pero el nuevo intento tampoco funcionó porque la gente, azuzada por los Sumos Sacerdotes, comenzó a encresparse y a gritar: “Crucifícalo, crucifícalo” (Mt 27,22-23). Temeroso Pilato por el cariz que tomaban los acontecimientos, y convencido de que nada de lo que hiciera iba a salvar a Jesús, sino que por el contrario su negativa a condenarlo provocaba mayores disturbios, realizó un último gesto simbólico. Delante de todos se lavó las manos diciendo: “Yo no soy responsable de la sangre de este justo; háganse cargo ustedes” (Mt 27,24).

SÓLO PARA MANOS JUDÍAS

Es muy difícil creer que Pilato haya realizado este gesto. En efecto, el lavatorio de las manos como expresión de inocencia pública es una costumbre judía, establecida por Moisés, y ordenada en el Antiguo Testamento. Según la mentalidad semita, la sangre derramada de una persona inocente tenía la propiedad de manchar no sólo al culpable, sino a cuantos se cruzaban con el muerto, e incluso a todo el pueblo donde se había cometido el crimen. Por eso Moisés ordenó que cuando en una ciudad se descubriera un cadáver y no se pudiera identificar al malhechor, los dirigentes debían reunirse junto a un río y lavarse las manos, diciendo: “Nuestras manos no han derramado esta sangre”. Luego debían orar a Dios: “Que esta sangre inocente no caiga en medio de tu pueblo Israel”. Así, los dirigentes y el pueblo quedaban libres de la culpa (Dt 21,1-9).

En la Biblia varias veces se habla del lavatorio de las manos. Leemos en los Salmos: “Lavo mis manos en señal de inocencia, dando vueltas alrededor de tu altar” (Sal 26,6). Y también: “En vano mantuve puro mi corazón, lavando mis manos en la inocencia” (Sal 73,13). Que Poncio Pilato, siendo romano, hubiera realizado un rito propio de la cultura hebrea resulta inverosímil. Por eso muchos autores sostienen que la escena es una creación del evangelista Mateo que, al escribir a lectores de origen judío, emplea esa imagen para hacerles comprender qué quiso decir el gobernador cuando evitó condenar a Jesús.

LA AMENAZA DE JEREMÍAS

Como respuesta a su lavatorio, dice Mateo que el pueblo judío gritó: “¡Que su sangre (de Jesús) caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!” (Mt 27,24- 25). Ésta es la frase que para muchos resulta desconcertante. En realidad es una fórmula legal frecuente en el Antiguo Testamento, que indicaba quién era la persona que debía asumir la responsabilidad de un delito, y sufrir el castigo correspondiente, que era la muerte. El libro del Levítico dice: “Si alguno maldice a su padre o a su madre lo matarán; su sangre caiga sobre él” (Lv 20,9); “Si uno se acuestas con la mujer de su padre morirá; su sangre caiga sobre él” (Lv 20,11); “Si un hombre se acuesta con otro hombre, los dos morirán; su sangre caiga sobre ellos” (Lv 20,13). Cuando David se encontró con el soldado que había matado al rey Saúl, le dijo: “Por haber matado al ungido de Yahvé, tu sangre caiga sobre tu cabeza” (1 Sm 2,16). Y cuando Joab, general del ejército de David, mató al general Abner sin consentimiento del rey, David exclamó: “La sangre de Abner caiga sobre la cabeza de Joab y su familia” (2 Sm 3,29). También el profeta Jeremías, a las autoridades de Jerusalén, les dijo: “Sepan que si me matan, sangre inocente caerá sobre ustedes y sobre toda la ciudad” (Jr 26,15).

Queda claro cuál es el sentido de la frase en el Evangelio de Mateo. Significa que la muchedumbre, presente en el juicio de Jesús, asumió la responsabilidad de su ejecución.

NINGÚN HEBREO QUEDÓ AFUERA

Pero la escena tiene detalles curiosos. En primer lugar, el pueblo judío no emplea la fórmula como corresponde. Cuando alguien en la Biblia invocaba el castigo de sangre, lo hacía sobre la cabeza de otro, de un tercero, nunca sobre la propia. En cambio en Mateo el pueblo judío se lo aplica sobre sí, como si quisiera incriminarse, autocastigándose, en vez de librarse de los efectos de la sangre, que era el sentido de la fórmula.

En segundo lugar, resulta llamativo que el grito sea lanzado por “todo el pueblo”. Hasta ese momento Mateo venía relatando que sólo “una muchedumbre” presenciaba el juicio, es decir, un grupo limitado de personas. La “muchedumbre” se presenta ante el gobernador (Mt 27,15), pide la liberación de Barrabás (Mt 27,20-21), exige la crucifixión de Jesús (Mt 27,22), y presencia el lavatorio de manos (Mt 27,24). Pero de repente Mateo parece olvidarse de este grupo, y dice que es todo el pueblo quien ahora reclama sobre sí la sangre de Jesús. Se trata de un cambio intencionado. En Mateo, la expresión “el pueblo” siempre alude a Israel como raza, etnia, nación global. Por eso al reemplazar “la muchedumbre” por “el pueblo” estaba diciendo a sus lectores que la sangre de Jesús, invocada ese día, no cayó únicamente sobre los asistentes al proceso, sino sobre toda la nación judía y sobre las generaciones posteriores.

BUEN PRETEXTO PARA ODIAR

¿Qué significado tiene esta escena? Desde muy antiguo se la ha interpretado en el sentido de que todos los judíos, de todos los tiempos, son culpables de la muerte de Jesús. Uno de los primeros en defender tal postura fue Orígenes (siglo III), quien enseñaba que la sangre de Jesús “cayó sobre todas las generaciones posteriores de judíos, hasta el final de los tiempos”.

De la misma opinión fueron Melitón de Sardes (s.II), san Agustín (s.IV), san Jerónimo (s.IV), san Juan Crisóstomo (s.IV), Teofilacto (s.IX), Tomás de Aquino (s.XIII) y Calvino. Por su parte Lutero afirmó que la miseria en la que vivían los judíos en su época, y su posterior condenación eterna, se debía a que habían rechazado al Hijo de Dios. Ciertamente hubo otras interpretaciones más mitigadas, pero en general fue ésa la que primó, e hizo que muchos cristianos desarrollaran una general antipatía hacia el pueblo hebreo. Algunos estudiosos, para zafar del aprieto, sugieren que al no ser histórico el pasaje del lavatorio de las manos, tampoco hay que tomar como histórica la respuesta de los judíos; por lo tanto, esas palabras carecen de importancia. Pero eso no resuelve el problema de fondo: ¿por qué Mateo, inspirado por Dios, conservó esa frase en labios de los judíos? ¿Quiso aludir a alguna especie de castigo?

EL SERMÓN QUE LO COMPLICA

Para empeorar las cosas Mateo cuenta que, en su último discurso en público, Jesús les recordó a los judíos que ellos habían derramado mucha sangre inocente a lo largo de la historia, “desde el justo Abel hasta Zacarías” (Mt 23,33-36). ¿Por qué nombra Jesús a estos dos personajes? Es que Abel era el hijo de Adán y Eva, muerto por su hermano Caín. Y Zacarías era un famoso sacerdote de Jerusalén, del siglo IX a.C., que por haberse animado a denunciar la inmoralidad en la que vivían los israelitas, fue apedreado hasta morir en el patio del Templo. Zacarías murió diciendo: “Que Yahvé vea esto y les pida cuentas” (2 Cro 24,20-22). Jesús los mencionó a propósito porque Abel es el primer inocente asesinado de la Biblia (Gn 4,8), y Zacarías el último.

Lo que Jesús quiso decir en esa oportunidad es que toda la historia del pueblo judío, desde el primero al último libro de la Biblia, estaba manchada de crímenes y muertes inocentes. Y esa sangre clamaba al cielo (Gn 4,10), exigiendo un justo castigo. Por eso concluyó aquel sermón con una frase inquietante: “Les aseguro que todo eso recaerá sobre esta generación” (Mt 23,36).
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Ariel Álvarez Valdés. Doctor en Teología Bíblica. Artículo publicado en revista Criterio, www.revistacriterio.com.a

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