No sé si seremos capaces todavía de estar en silencio. Esta sería la mejor ocasión para ello. Velar en silencio.
Aguardar en la noche, encendiendo la lámpara del silencio. Dejarnos sorprender por el misterio sumergidos en el terreno del silencio.
Prepararnos a la luz desde las profundidades del silencio.
En este punto las palabras son inútiles.
Pertenecen al mundo viejo, condenado ya a muerte. Además, con todos nuestros abusos, las hemos gastado. Han perdido su brillo. Se han reducido a simple ruido. «Palabras habladas», que ya no dicen nada.
Hundámoslas en el sepulcro de Cristo. Tapémonos la boca, al menos en esta circunstancia.
No empañemos la luz que nace con el estruendo de nuestros discursos. Correríamos el riesgo de apagarla o, al menos, de no percibirla. Hemos hablado, charlado, gritado, discutido demasiado.
Y lo único que hemos logrado es aumentar la confusión, complicar las cosas más sencillas, embarullarlo todo, profanar el misterio. Así no se puede seguir.
Llevamos el luto del silencio, porque hemos matado, junto con la Palabra, las palabras.
En el sepulcro de Cristo, guardado por el silencio, también pueden resucitar nuestras palabras decrépitas. Nacer nuevas, aptas para contar un mundo nuevo.
Palabras pequeñas, trasparentes, modestas, no ruidosas, las únicas que pueden narrar las «maravillas» cumplidas por el Señor. No ya «palabras habladas», sino «palabras que hablan». «Estaba junto a la cruz de Jesús su madre...» (Jn 19, 25).
María, no hemos tenido coraje para llegar, contigo y con las otras mujeres, hasta allí. Nos hemos dispersado enseguida, después de tantos discursos altisonantes.
Ahora, afortunadamente, ya no tenemos nada que decir, ninguna declaración que hacer.
Queremos solamente, si nos aceptas, estar contigo en silencio, y esperar contigo este segundo y asombroso nacimiento.
Permite que tu silencio envuelva nuestras almas, caliente nuestros corazones, encienda nuestros rostros apagados o asustados.
No queremos molestar, ni hacernos pesados.
Sólo, respetar el carácter sagrado de esta noche, cantando quizás en silencio.
Haznos conscientes de que a la piedra no la derrumbará un trueno pavoroso.
Sólo se notará -como en el caso de Elías, en el umbral de la cueva del Horeb- el susurro de un «suave silencio».
Y tras ese susurro saldrán también, milagrosamente despertadas, prodigiosamente intactas, nuestras palabras, convertidas en palabras de la «nueva creación».
Saldremos a su encuentro con las puntas de los pies.
Tras esta trepidante vigilia de silencio quizás logremos no profanarlas, respetarlas, guardarlas celosamente, no empañar su resplandor. Las trataremos con delicadeza, con pudor. Ya no las manipularemos a nuestro antojo.
Si las palabras tienen que proclamar el anuncio pascual, el silencio constituye su necesaria preparación. Como si se tratara de un presagio del acontecimiento inaudito.
Aguardar en la noche, encendiendo la lámpara del silencio. Dejarnos sorprender por el misterio sumergidos en el terreno del silencio.
Prepararnos a la luz desde las profundidades del silencio.
En este punto las palabras son inútiles.
Pertenecen al mundo viejo, condenado ya a muerte. Además, con todos nuestros abusos, las hemos gastado. Han perdido su brillo. Se han reducido a simple ruido. «Palabras habladas», que ya no dicen nada.
Hundámoslas en el sepulcro de Cristo. Tapémonos la boca, al menos en esta circunstancia.
No empañemos la luz que nace con el estruendo de nuestros discursos. Correríamos el riesgo de apagarla o, al menos, de no percibirla. Hemos hablado, charlado, gritado, discutido demasiado.
Y lo único que hemos logrado es aumentar la confusión, complicar las cosas más sencillas, embarullarlo todo, profanar el misterio. Así no se puede seguir.
Llevamos el luto del silencio, porque hemos matado, junto con la Palabra, las palabras.
En el sepulcro de Cristo, guardado por el silencio, también pueden resucitar nuestras palabras decrépitas. Nacer nuevas, aptas para contar un mundo nuevo.
Palabras pequeñas, trasparentes, modestas, no ruidosas, las únicas que pueden narrar las «maravillas» cumplidas por el Señor. No ya «palabras habladas», sino «palabras que hablan». «Estaba junto a la cruz de Jesús su madre...» (Jn 19, 25).
María, no hemos tenido coraje para llegar, contigo y con las otras mujeres, hasta allí. Nos hemos dispersado enseguida, después de tantos discursos altisonantes.
Ahora, afortunadamente, ya no tenemos nada que decir, ninguna declaración que hacer.
Queremos solamente, si nos aceptas, estar contigo en silencio, y esperar contigo este segundo y asombroso nacimiento.
Permite que tu silencio envuelva nuestras almas, caliente nuestros corazones, encienda nuestros rostros apagados o asustados.
No queremos molestar, ni hacernos pesados.
Sólo, respetar el carácter sagrado de esta noche, cantando quizás en silencio.
Haznos conscientes de que a la piedra no la derrumbará un trueno pavoroso.
Sólo se notará -como en el caso de Elías, en el umbral de la cueva del Horeb- el susurro de un «suave silencio».
Y tras ese susurro saldrán también, milagrosamente despertadas, prodigiosamente intactas, nuestras palabras, convertidas en palabras de la «nueva creación».
Saldremos a su encuentro con las puntas de los pies.
Tras esta trepidante vigilia de silencio quizás logremos no profanarlas, respetarlas, guardarlas celosamente, no empañar su resplandor. Las trataremos con delicadeza, con pudor. Ya no las manipularemos a nuestro antojo.
Si las palabras tienen que proclamar el anuncio pascual, el silencio constituye su necesaria preparación. Como si se tratara de un presagio del acontecimiento inaudito.
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