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jueves, 7 de abril de 2011

V Domingo de Cuaresma (Jn 11, 1-45) - Ciclo A: LA MUERTE ES SUEÑO


La bolsa o la vida. Son los dos grandes miedos del hom­bre de todos los tiempos: el miedo a perder la bolsa y el mie­do a perder la vida. El miedo a la miseria y el miedo a la muer­te. El temor a estas dos realidades puede llegar a conseguir que nos hagamos esclavos de quien nos amenace con ellas. Jesús nos libera de ambos miedos. Del miedo a la miseria, invitán­donos a construir un mundo en el que reine la justicia de Dios, y del miedo a la muerte, el último de nuestros enemigos, di­ciéndonos que, no la vida, la muerte es sueño.


EL MIEDO

¿ Quién no ha tenido miedo alguna vez? Este sentimiento lo experimentamos todos los seres humanos, en todas partes, en todos los tiempos. Por eso muchos usan el miedo para do­minar a los hombres: al votante, en vez de informarle para que pueda votar sabiendo lo que hace, se le mete el miedo en el cuerpo para que, asustado, no arriesgue demasiado al elegir (¿verdad que recuerdan todavía el referéndum contra- acer­ca de-en favor de la OTAN que nos montaron?); al traba­jador para que acepte condiciones injustas de trabajo (sueldos bajos, sin seguro, horas extraordinarias...), y para que rompa la solidaridad con los suyos se le atemoriza con el paro; al es­tudiante, con el suspenso; al niño, con la oscuridad; al rico -al que lo es o al que busca serio-, con la miseria..., y a todos, pero especialmente a quienes están dispuestos a luchar para construir un mundo más justo -y ésta es el arma más usada por los sistemas opresores-, se nos amenaza con la muerte, la única desgracia verdaderamente irreparable.


EL ULTIMO ENEMIGO

El hombre no quiere sufrir e intenta evitar, como sea, el dolor, la desgracia y la destrucción de su persona. Por eso el miedo, hábilmente manejado por quienes pueden provocar aquello que el hombre teme, hace dóciles a los hombres y los convierte en esclavos. Pero ¿no es ya sufrimiento, desgracia y destrucción de la persona humana el miedo mismo y la escla­vitud a que el miedo lleva?

Dios, que no quiere que el hombre sufra (¿nos convence­remos alguna vez de que a Dios no le agrada que los hombres sufran?), nos envió a su Hijo para librarnos de todas nuestras esclavitudes, y nos ofrece por medio de él su propia vida, que nos hará superar la misma muerte -«el último enemigo», en palabras del apóstol Pablo (1 Cor 15,26) y, por tanto, el miedo a ella.


YA NO HAY RAZON PARA EL MIEDO

«Había un cierto enfermo, Lázaro, que era de Betania, de la aldea de Maria y de Marta su hermana... Las hermanas le enviaron recado:

-Señor, mira, que tu amigo está enfermo.

Se quedó dos días en el lugar donde estaba. Luego dijo a los dis­cípulos:

-Vamos otra vez a Judea.

Los discípulos le dijeron:

Maestro, hace nada querían apedrearte los judíos, y ¿vas a ir otra vez allí?»

Los discípulos de Jesús tenían miedo a la muerte y no se atrevían a ir a visitar a un miembro de una comunidad de se­guidores de Jesús que estaba enfermo, porque estaba en terri­torio hostil. El miedo, el miedo a la muerte, les impedía la práctica del amor y la solidaridad.

Jesús va a aprovechar la ocasión de esa enfermedad para mostrar a sus discípulos cuál es la calidad de la vida que él les está ofreciendo: una vida que vence a la muerte: «Esta enfer­medad no es para muerte, sino para la gloria de Dios; así se manifestará por ella la gloria del Hijo de Dios».

Las doctrinas fariseas hablaban ya de la resurrección de los muertos, y los discípulos de Jesús, como Marta y María, compartían esa esperanza. Pero la esperanza en una vida que, después de perdida, se recupera al final de los tiempos -¡que vaya usted a saber cuándo llegará!- casi nunca ha consola­do de veras a nadie: es dejarlo para muy tarde.

Marta y María sentían la ausencia de Lázaro, ausencia que creían definitiva, pues aunque habían dado su adhesión a Je­sús, todavía no comprendían cuál era la calidad de la vida que Jesús les había hecho compartir. Y seguían pensando que sólo un milagro podía devolverles a su hermano. Jesús, que tam­bién sufre por la muerte física de su amigo, les muestra a ellas y a todos los allí presentes (la mayoría partidarios de quienes habían intentado ya matar a Jesús) que Lázaro, el muerto, está vivo y que su muerte física sólo era una apariencia de muerte.


«YO SOY LA RESURRECCION Y LA VIDA»

«Dijo Marta a Jesús:

-Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano... Jesús le dijo:

-Tu hermano resucitará.

Respondió Marta:

-Ya sé que resucitará en la resurrección del ultimo día.

Le dijo Jesús:

-Yo soy la resurrección y la vida; el que me presta su adhesión, aunque muera, vivirá, pues todo el que vive y me presta adhesión, no morirá nunca. ¿Crees esto?»

La Buena Noticia que nos da Jesús es que la vida no se pierde y que, por tanto, no hay que esperar para recuperarla a la resurrección de los últimos tiempos, porque él es ya la resurrección y la vida. Y a todos los que le den su adhesión, esto es, a todos los que se pongan de su parte, los hará partí­cipes de esa vida, ya resucitada, que es la vida del mismo Dios y que, por tanto, es indestructible. Vida que él ofrece a cada hombre y que, una vez aceptada y recibida, convierte la vida humana en vida definitiva.

En el evangelio de Juan a Lázaro se le sigue llamando «el muerto» (12,1), pero todos saben ya que está vivo y que está con ellos. Y es que Jesús no va a eliminar el hecho de la muer­te física. Pero va a mostrar una realidad que cambiará radical­mente la experiencia del hombre ante este hecho ineludible. La realidad que Jesús descubre es que la muerte no es inven­cible, puesto que todo el que de' su adhesión a Jesús y practi­que el amor y la solidaridad según su estilo, todo el que esté dispuesto a jugarse la vida para que en este mundo se implante la justicia de Dios, aunque muera, no morirá.

¿ Un acertijo? ¿ Una paradoja?

No. Es sólo que el amor es más fuerte que la muerte (Cant 8,6).

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