NO DEJES DE VISITAR
GIF animations generator gifup.com www.misionerosencamino.blogspot.com
El Blog donde encontrarás abundante material de formación, dinámicas, catequesis, charlas, videos, música y variados recursos litúrgicos y pastorales para la actividad de los grupos misioneros.
Fireworks Text - http://www.fireworkstext.com
BREVE COMENTARIO, REFLEXIÓN U ORACIÓN CON EL EVANGELIO DEL DÍA, DESDE LA VIVENCIA MISIONERA
SI DESEAS RECIBIR EL EVANGELIO MISIONERO DEL DÍA EN TU MAIL, DEBES SUSCRIBIRTE EN EL RECUADRO HABILITADO EN LA COLUMNA DE LA DERECHA

jueves, 7 de abril de 2011

V Domingo de Cuaresma (Jn 11, 1-45) - Ciclo A: Dejar la muerte a las espaldas



Primero Dios

«Señor, tu amigo está enfermo»
Y él no se mueve. Se entretiene aún dos días. Y dice cosas extrañas.
Cuando se decide a ir, Lázaro ya ha muerto.
Cuando llega ante el sepulcro, el cadáver está ya corrompiéndose, según la expresión realista de Marta: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días».
¿Es posible que Dios se encuentre siempre lejos cuando lo necesitamos cerca?
¿Cómo es que normalmente llega tarde?
¿Por qué su calendario no coincide con nuestras necesidades y sus intervenciones van a destiempo respecto a nuestras urgencias? «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano...». Marta, dentro de la confianza que se toma por su amistad con Jesús, se muestra aún demasiado correcta.

Otros dicen, y hasta gritan, brutalmente:

-Si Dios existiese, no podría permitir tanto dolor. O bien:

-¿Cómo es posible seguir creyendo después de haber asistido a una tragedia tan atroz como ésta, sin que Dios se haya dignado mover un solo dedo...?

Es en el momento del sufrimiento absurdo, es frente a la realidad desconcertante de la muerte, es ante la experiencia escandalosa del mal cuando Dios nos parece culpable por «omisión de ayuda».

Jesús no se justifica ni reprocha nuestros desahogos y nuestras protestas más violentas. Se limita a repetir:

-Si crees, verás la gloria de Dios.

Pero no establece un plazo, no precisa la manera de conseguirlo. «Creer» está en presente, mientras que «ver» se refiere al futuro.

En la distancia entre estos dos verbos, uno en presente y otro en futuro, se sitúa la esperanza cristiana.

Lo malo es que nosotros tendemos a invertir los tiempos de los verbos (algo así como: «si ves la gloria de Dios, entonces creerás...»). Primero pretendemos ver, controlar, constatar ahora, en el presente. Y luego, quién sabe, «creeremos» en la gloria de Dios.

Sometemos a Dios a continuos exámenes de bondad, de protección, de finura de oído, de solicitud, de prontitud en sus intervenciones, antes de promoverlo a la gloria, de reconocerlo digno de nuestra fe.

Si la fe viene después (después de las pruebas establecidas por nosotros, después de nuestros cálculos, después de nuestras medidas y controles minuciosos), no se puede hablar de fe, ni tampoco de esperanza. La verdadera esperanza no nace cuando Jesús está aún a tiempo, cuando acude enseguida, sino cuando ya es demasiado tarde. cuando «ya no hay esperanza»...

Si crees, verás...

La sorpresa, lo imprevisible, y hasta lo imposible, se conceden exclusivamente a la fe.

Y en medio, entre estos dos verbos, hay a menudo una espera interminable, una ausencia inexplicable, una lejanía desgarradora. Hay cuentas que no salen, hay vacíos espantosos, pérdidas en serie, heridas que hacen gritar.

Dios no nos pide la fe como recompensa debida al milagro, como precio que hay que pagar por sus prestaciones, sino como condición necesaria para que pueda obrar como Dios.

A nosotros nos gustaría ver primero cómo se porta, cómo actúa Dios -según nuestros esquemas- para otorgarle después nuestra confianza.

Pero él exige merecer nuestra confianza cuando nos engaña, cuando nos hace esperar más allá de los límites razonables, cuando no acepta nuestros plazos.

Paradójicamente, Dios debe ser Dios para nosotros, antes.

Su gloria se ha de proclamar en la oscuridad, no después de disiparse las tinieblas.

Su poder ha de admitirse en la derrota más íntima, no en el momento del triunfo.

Primero (en la soledad, en el abandono, en el desgarramiento, en la amargura más honda, en la falta de todo apoyo) hemos de creer en su amor y luego veremos su manifestación.

Cristo no es la resurrección y la vida después de abrirse el sepulcro de Lázaro.

Lázaro salió del sepulcro porque alguien, antes, se atrevió a proclamar:

-Creo.

No tiene importancia que lleve «cuatro días» muerto.

Lo que importa es que mi fe sea «de hoy».

Lo esencial es que el perfume de mi fe resulte más fuerte que todos los malos olores que enturbian el aire.

¿Cuando tendremos el coraje de susurrar, quizás con los ojos quemados por las lágrimas y la garganta seca de tanto gritar: «Creo», en vez del acostumbrado «ya veremos»?

«Yo soy el que llora»

«Yo soy la resurrección y la vida».

Pero podríamos añadir también: «Yo soy el que no se avergüenza de llorar».

En efecto, ante el sepulcro del amigo, Jesús «se emocionó profundamente» (digamos: se descompuso) y «se echó a llorar».

Entre las dos frases, «yo soy la resurrección y la vida», y Jesús «se echó a llorar», no hay ninguna incompatibilidad. Al contrario, las dos expresiones están ligadas entre sí.

La fe sin las lágrimas puede parecer incluso inhumana.

En medio, entre las dos frases, se despliega el complejo territorio de nuestra condición humana.

A la viuda de Naím que acompaña con lágrimas el féretro de su hijo. Jesús le ordena: «No llores».

Aquí, por el contrario, llora también él. Como María. Como los amigos.

Aunque sea la resurrección y la vida. Aunque dentro de poco arranque a la muerte su presa.

Jesús asegura: «El que cree en mí, no morirá para siempre»; pero no impide que lloremos.

Será Dios, en el último día, el que enjugue nuestras lágrimas. Sin embargo, aquí abajo, el llanto sigue siendo necesario. Para fecundar el terreno de la esperanza.



Creer en la resurrección significa amar la vida

El domingo pasado, en el episodio de la curación del ciego de nacimiento, asistíamos a una serie de interrogatorios, de procesos, de encuestas, y hasta de excomuniones. por aquel milagro.

En el evangelio de hoy, después de que Jesús resucitara a Lázaro, observamos esta nota desconcertante: los jefes de los judíos "a partir de aquel momento tomaron la decisión de dar muerte a Jesús" (Jn 11 , 53).

A quien se atreve a superar aquella frontera que se creía infranqueable, a quien se atreve a romper la barrera de la muerte, se le considera peligroso, revolucionario.

Los jefes no pueden tolerar que Jesús trastorne hasta tal punto los confines entre la vida y la muerte.

Increíblemente, la resurrección de Lázaro señala la condena a muerte de Jesús (y naturalmente, constituye también el anuncio de la resurrección).

Las fuerzas del mal son capaces tan sólo de matar, de quitar la vida o de mortificarla (como en el caso del ciego de nacimiento), y denuncian como una amenaza al que se hace portador de un mensaje y de una fuerza de vida.

Jesús resulta intolerable para ciertas mentalidades, porque ama la vida, porque bendice la vida, porque ve la muerte como un absurdo, como un insulto, como una cosa intolerable, ilegítima («ilegitimidad de anti-creación», según dice E. Balducci), y porque de ese modo comprende y comparte nuestra repugnancia ante el morir.

El no predica la aceptación de la muerte, sino que enseña a amar la vida.

Jesús, para hacernos comprender la belleza del más allá-, no necesita, como algunos hombres religiosos, despreciar el más acá. Al contrario, valora el más acá, le confiere una plenitud de significado.

Cuando Marta dice: «Sé que resucitará», él contesta: «Yo soy la vida».

Jesús despierta las ganas de vivir, da a la vida una amplitud, una intensidad y una profundidad insospechadas. El mismo goza del calor de la amistad. le gusta estar con los niños, comparte las alegrías sencillas de todos, le agrada el perfume, se muestra muy humano, tiene el sentido de la fiesta y del banquete.

Por eso, cuando proclama «yo soy la vida», nos da a entender que para estar con él hay que saber saborear la vida en toda su plenitud.

La fe en la resurrección («yo soy la resurrección y la vida») no sintoniza -como piensan algunos enterradores de la alegría pascual con el instinto de muerte, sino con el amor a la vida, con las ganas de vivir.

El mismo consuelo, si no quiere reducirse a palabras hipócritas, tiene que ser comunicación de vida.

«Consolar significa dar vida al afligido, dirigirse al que llora y dejarle participar, hacerle participar de mi vida, mostrarme atento a lo que sostiene la vida de aquel a quien consuelo» (H. Weder).

Yo consuelo al que llora, al que se encuentra agobiado, sólo cuando le comunico el calor, la riqueza, el coraje y la ternura de mi vida.

Cuando me encuentro alguien que está afligido o desesperado, sólo puedo consolarle si logro que su vida, herida, apagada, rota, disminuida, se apoye en la misma confianza que sostiene la mía.

Resulta más fácil asustar con el miedo a la muerte que dar esperanza comunicando la vida.



Un nuevo motor para dejar la muerte a las espaldas

Pasa Jesús y me grita también a mí, como a Lázaro: «Ven afuera».

La vida en sentido biológico es sólo un soporte de lo que constituye realmente la vida. Yo puedo decir que vivo solamente cuando estoy despierto, cuando experimento que soy amado, cuando soy capaz de amar, cuando me hago solidario de las miserias y de las exigencias de los hombres, cuando salgo del cubil confortable del egoísmo, cuando participo de las grandes aspiraciones del mundo, cuando no acepto vivir en la estrechez, cuando soy creativo.

Se tiene la impresión de que ciertos individuos empiezan a «encogerse», a achicarse, incluso antes de morir, como si quisieran adaptarse de antemano a las medidas del ataúd.

«Lázaro, ven afuera...».

Sal del sueño, de la inercia, de la pasividad, de la pesadez, de la mentira, de la imitación. Deja de morir. Es hora de vivir, de participar de la vida del Resucitado.

Es necesario que sobre tantas existencias áridas, sobre tantas comunidades apagadas, amorfas, se pose el «soplo» (como en la célebre visión de Ezequiel), que las sacuda, las agite, las levante, las ponga en pie.

San Pablo (en el pasaje fundamental de la Carta a los cristianos de Roma) nos recuerda que el Espíritu es el artífice de nuestras posibles resurrecciones.

El Espíritu desciende a nuestras profundidades. Habita en nosotros. Es el Espíritu quien nos hace vivir.

Al cristiano no le está permitido «ir viviendo».

Se trata de «dejarse vivir» bajo el impulso poderoso del Espíritu. Nuestra vida no está ya bajo la dirección de la «carne», sino bajo el impulso del Espíritu.

El Espíritu guía nuestra vida tomando posesión del corazón. Entonces nuestra personalidad se hace espiritual, sin dejar por ello de ser plenamente humana.

Nuestros mismos cuerpos no son ya para la muerte, sino para la gloria.

Renunciando a las obras del pecado y por tanto a las de la muerte (egoísmo, codicia, violencia, esclavitud de los sentidos, desórdenes) y dedicándonos a las obras de la vida, experimentamos ya ahora la realidad de la resurrección.

Según la imagen que nos propone A. Maillot, hay que decidirse a abandonar como chatarra el viejo cacharro gastado por el pecado que tenía como motor a la «carne», para acoger otro «motor», el Espíritu, que dirige nuestras personas hacia la vida, la justicia, la libertad, la paz.

Entonces también nuestro «cuerpo mortal» queda impregnado del «soplo» de vida, participa de la vida, ya que el Espíritu no puede condenar a la nada lo que constituye su residencia.

«Lo que ahora es vida, será vida eternamente» (A. Séve).

En una palabra, gracias al Espíritu tenemos la posibilidad inaudita de dejar la muerte a las espaldas...

Entonces, ¿queremos comenzar a levantar alguna de las piedras que impiden la vida?

No hay comentarios: