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jueves, 14 de abril de 2011

Y POR ESO LO MATARON - Domingo de Ramos (Mt 26,14-27,66) - Ciclo A


Dios no es un sádico, sino un Padre. Por eso no podemos decir que la muerte de Jesús fue una exigencia de Dios para expiar los pecados de la humanidad. No fue Dios, sino la hu­manidad, la que exigió tal sacrificio: la torpeza de una huma­nidad que necesita ver morir a alguien para tomar conciencia de sus miserias, que necesitó ver morir al Hijo de Dios para descubrir el camino de su salvación.


DIOS NO ES UN SADICO

No. Dios no es un sádico a quien le guste el sufrimiento de los hombres. No. La pasión y muerte de Jesús no es la sa­tisfacción que Dios exige para conceder el perdón a la huma­nidad pecadora. La muerte de Jesús no es el castigo que se merecía la humanidad y que Jesús sufre en nombre de todos los hombres, sus hermanos. Dios no necesita ni exige que na­die sufra para perdonar. Dios perdona gratuitamente, no por­que nosotros nos lo merezcamos ni porque haya tenido que merecérnoslo nadie. Dios perdona porque es Padre, porque es amor, porque nos quiere y desea nuestra felicidad. Y eso sí que se manifiesta en la cruz de Jesús: el amor de Dios en el amor de Jesús, su hijo, quien, al enseñarnos a amar, se dejó la piel en el empeño.


Y POR ESO LO MATARON

«Es que sabía que se lo habían entregado por envidia».

¿Cuál fue, entonces, la causa de la muerte de Jesús?

Está claro, desde el principio del evangelio, que Jesús no se lleva bien con determinados grupos de la sociedad judía ni con los representantes de determinadas instituciones.

El gobierno autónomo judío estaba formado por tres gru­pos, con los que repetidamente había chocado Jesús: los sumos sacerdotes, responsables últimos del aparato religioso; los se­nadores, miembros de las grandes familias de terratenientes de Palestina, y los letrados, los teólogos oficiales del régimen, casi todos del partido fariseo.

Jesús se había enfrentado con todos estos grupos diciéndo­les cosas como éstas: que habían convertido -los sumos sacer­dotes- la religión en un negocio y que ellos eran unos bandi­dos (Mt 21,13); que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrara en el reino de Dios (Mt 19,23-24); que eran -los fariseos- unos hipócritas que, con el pretexto de la religiosidad, se aprovechaban de la gente (Mt 23,1-36)... Y no se lo perdonaron.


«ESTE ES JESUS, EL REY DE LOS JUDÍOS»

En el juicio que le hicieron los dirigentes de su pueblo lo acusaron de delitos religiosos. Para ellos tenían más importan­cia y, además, en su predicación Jesús había arremetido con fuerza contra aquella religión opresora que se habían montado. Pero como ellos no podían matarlo -los que allí mandaban de verdad eran los romanos (Roma era la superpotencia de entonces, lo llevaron al tribunal del gobernador y allí lo acusaron de delitos políticos: que pretendía hacerse rey (lo que no era verdad) y que defendía que no se debían pagar impues­tos a los invasores (y en esto se quedaron cortos).

A Jesús lo mataron porque estorbaba: a los religiosos, que se habían apropiado de Dios, y Jesús se lo devolvió al pue­blo; a los ricos, que agradecían a Dios sus riquezas, cuando en realidad Dios, según Jesús, estaba de parte de los pobres, víc­timas de la injusticia de la riqueza; a los teólogos oficiales, que hablaban de un Dios amo) dueño, mientras que Jesús mostró que Dios es Padre y Liberador; a los poderosos, que también ellos ponían a Dios en el origen de su poder, y Jesús, en cam­bio, decía que era el demonio el que ofrecía todos los reinos y todo su esplendor...

Les estorbaba. Y por eso lo mataron.


Y POR ESO SE DEJO MATAR

Jesús sabía que, desde el principio, le tenían ganas todos los que hemos citado antes. Pero no se echó para atrás. El ha­bía asumido un compromiso de lealtad para con Dios y de so­lidaridad con la humanidad y estaba dispuesto a llevarlo hasta el final, hasta la muerte si era preciso.

Porque su enfrentamiento con los ricos y poderosos de este mundo no se debía a su deseo de conseguir él los puestos que ellos ocupaban, como casi siempre ocurre, sino, muy al contrario, a su propósito de ofrecer a los hombres un modo alternativo de vivir, un modo de organizar la sociedad humana en el que no cabe ni la injusticia, ni la explotación de los po­bres, ni la opresión de los humildes, ni la alienación (aliena­ción comedura de coco) de los sencillos. El venía a revelar el verdadero rostro de Dios: dador de vida y amor, Padre que no puede soportar el sufrimiento de sus hijos y que quiere que los hombres sean verdaderamente libres, que sean dichosos y que construyan su felicidad compartiendo el amor y vi­viendo como hermanos.

Jesús tenía que enseñar a los hombres que lo que puede salvar al mundo de éstos no es ni el poder, ni el dinero, ni la violencia, ni la sabiduría que justifica todo esto; que lo único que puede salvar a la humanidad es el amor.

Y por eso se dejó matar: por amor. Para ser fiel a su com­promiso de amor y para enseñarnos cómo es posible amar has­ta la muerte.


«... Y EXHALO EL ESPIRITU»

Por eso, al exhalar su último suspiro, entregó su Espíritu

-el Espíritu de Dios, que el poseía en plenitud-, como el último y definitivo acto de su compromiso de amor con sus hermanos los hombres. Era parte esencial de su misión: tenía que ofrecer el Espíritu a los hombres para que, con la fuerza de ese Espíritu, fueran capaces de amar a los demás más que a sí mismos, para que, amando de ese modo, fueran haciéndose hijos de Dios y hermanos unos de otros. Y así, de su amor, llevado hasta la exageración en la cruz, nace la posibilidad para cada hombre de llegar a ser hijo de Dios y de vivir como her­manos de los hombres.

Así, lo que parecía su derrota se convirtió en la manifesta­ción de su gloria: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios».

Por Jesús Pelaez

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