Por José María Maruri, SJ
1.- San Isidro nació hacia el 1080 y fue bautizado en la parroquia de San Andrés, en Madrid, claro. Fue pocero, buscador de agua, oficio que hizo al parecer con éxito, y que atrajo sobre él la mirada de Iván de Vargas, que le puso al frente su sus tierras, que iban desde la actual calle del Sacramento hasta el Manzanares.
Al poco de encontrar este empleo, y en una fiesta en Jarama, conoció a María Toribia (más tarde Santa María de la Cabeza) y se casó con esta guapa mozuela a la edad de 19 años. Y su hogar estuvo en una casita junto a la parroquia de San Andrés.
La jornada de San Isidro comenzaba a las 4 de la mañana asistiendo a misa en San Andrés y luego marchaba al campo. Su vida como la de tantos labradores castellanos, se pasó encorvado sobre la tierra y le corazón puesto en el cielo, pidiendo el agua necesaria para sus campos, o deseando que no cayese la piedra –el pedrisco—sobre las recién salidas espigas. En la mesa de su casa siempre se ponía un plato de más por si algún necesitado llamaba a sus puertas.
Alredor de esta vida sana, sencilla y piadosa nació la leyenda, verdadera o falsa, de San Isidro. Eso no importa. Porque el verdadero milagro no fue con los ángeles condujeran los bueyes mientras Isidro oraba. O que el agua del pozo creciera hasta el brocal para sacar de él, sano y salvo, al hijo de Isidro y María Toribia.
Porque Isidro fue fiel a Dios, fiel a los hombres y fiel a un trabajo que nunca le esclavizó. Porque el trabajo cuando se mira a la persona por quien se hace, no es esclavitud, sino servicio y amor. Como la creación, el gran trabajo de Dios, es simplemente el amor de Dios hecho visible. Así nuestro trabajo es también nuestro amor hecho visible.
Hoy, por unas causas o por otras, muchos no aman su trabajo, y si no se ama el trabajo se hace mal. Y cuando ese estado se generaliza se llega, como creo que hemos llegado en España, a la chapuza general.
2.- Hay trabajos que llevan en si mismos la marca clara de ser un servicio a los demás, y que vividos como servicio deben llenar de ilusión y alegría una vida. Así son la medicina, la enseñanza y todos los servicios dedicados a mejorar y embellecer el nivel de vida de los demás.
Pero hay otros trabajos sin brillo, monótonos, desapercibidos, que son, tal vez, la mayoría: el que está detrás de una ventanilla o de un mostrador, o el trabajo del ama de casa. Todos los días iguales al anterior y seguidos por otros siempre iguales. Monotonía, ocultamiento y silencio. Pero no olvidemos que todo lo verdaderamente grande se hace en silencio:
--el niño que se forma en silencio en las entrañas de la madre
--el cielo lleno de estrellas vive en silencio
--en el silencio de las noches florecen las florecillas del campo que al amanecer forman un maravillo tapiz de flores.
--Dios está junto a nosotros en silencio… y en silencio está el Señor Jesús en nuestros sagrarios.
Con Jesús, silencioso en la Eucaristía, vamos a pedir al Padre que nos conceda vivir siempre con alegría la monotonía de nuestro trabajo diario.
Al poco de encontrar este empleo, y en una fiesta en Jarama, conoció a María Toribia (más tarde Santa María de la Cabeza) y se casó con esta guapa mozuela a la edad de 19 años. Y su hogar estuvo en una casita junto a la parroquia de San Andrés.
La jornada de San Isidro comenzaba a las 4 de la mañana asistiendo a misa en San Andrés y luego marchaba al campo. Su vida como la de tantos labradores castellanos, se pasó encorvado sobre la tierra y le corazón puesto en el cielo, pidiendo el agua necesaria para sus campos, o deseando que no cayese la piedra –el pedrisco—sobre las recién salidas espigas. En la mesa de su casa siempre se ponía un plato de más por si algún necesitado llamaba a sus puertas.
Alredor de esta vida sana, sencilla y piadosa nació la leyenda, verdadera o falsa, de San Isidro. Eso no importa. Porque el verdadero milagro no fue con los ángeles condujeran los bueyes mientras Isidro oraba. O que el agua del pozo creciera hasta el brocal para sacar de él, sano y salvo, al hijo de Isidro y María Toribia.
Porque Isidro fue fiel a Dios, fiel a los hombres y fiel a un trabajo que nunca le esclavizó. Porque el trabajo cuando se mira a la persona por quien se hace, no es esclavitud, sino servicio y amor. Como la creación, el gran trabajo de Dios, es simplemente el amor de Dios hecho visible. Así nuestro trabajo es también nuestro amor hecho visible.
Hoy, por unas causas o por otras, muchos no aman su trabajo, y si no se ama el trabajo se hace mal. Y cuando ese estado se generaliza se llega, como creo que hemos llegado en España, a la chapuza general.
2.- Hay trabajos que llevan en si mismos la marca clara de ser un servicio a los demás, y que vividos como servicio deben llenar de ilusión y alegría una vida. Así son la medicina, la enseñanza y todos los servicios dedicados a mejorar y embellecer el nivel de vida de los demás.
Pero hay otros trabajos sin brillo, monótonos, desapercibidos, que son, tal vez, la mayoría: el que está detrás de una ventanilla o de un mostrador, o el trabajo del ama de casa. Todos los días iguales al anterior y seguidos por otros siempre iguales. Monotonía, ocultamiento y silencio. Pero no olvidemos que todo lo verdaderamente grande se hace en silencio:
--el niño que se forma en silencio en las entrañas de la madre
--el cielo lleno de estrellas vive en silencio
--en el silencio de las noches florecen las florecillas del campo que al amanecer forman un maravillo tapiz de flores.
--Dios está junto a nosotros en silencio… y en silencio está el Señor Jesús en nuestros sagrarios.
Con Jesús, silencioso en la Eucaristía, vamos a pedir al Padre que nos conceda vivir siempre con alegría la monotonía de nuestro trabajo diario.
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