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domingo, 22 de mayo de 2011

La presencia de Dios


San Ignacio de Loyola (siglo XVI) tuvo una fuerte experiencia mística de Dios, a partir de encuentros personales con el Señor y consigo mismo, que después condensó en su libro “Ejercicios Espirituales”.

“Con este nombre Ejercicios Espirituales se quiere significar todo modo de examinar la conciencia, meditar, contemplar, orar vocal o mentalmente así como de otras actividades que más adelante se explicarán. En efecto así como pasear, caminar y correr son ejercicios físicos, de la misma manera cualquier modo que ayude a preparar y disponer el alma para quitar los afectos desordenados y, después de quitados para buscar y encontrar la voluntad divina y salvar el ánima, se llaman Ejercicios Espirituales.” [EE 1].

La oración consiste en ponerse en la presencia de Dios con las manos abiertas y el corazón dispuesto. No resulta tan fácil vivir con las manos abiertas porque durante la vida se quedan pegadas muchas cosas. Hay muchas cosas en la propia vida que uno no está dispuesto a soltar: posesiones, trabajo, reputación, ideas, la propia imagen. Cuando se abren las manos, estas cosas se quedan pegadas. ¡Las manos se abren pero estas posesiones no se sueltan! La oración consiste en aprender a abrir las manos y soltar todo. El Señor puede sacar o poner.

La oración no es tanto una búsqueda cuanto una espera. La espera subraya la llegada del otro. La actitud de espera expresa la propia impotencia, la propia pobreza, la propia necesidad del otro. A todo ser humano le cuesta esperar, pero uno está dispuesto a hacerlo si el otro es importante para uno. Por ello, orar es esperar a Dios. La espera enseña a ser contemplativo, porque el que espera aprende a mirar bien para ver llegar al otro.

La oración es abandonarse totalmente en las manos de Dios sin desear sacar provecho de ella. Siempre llega el momento cuando uno siente que su oración no es escuchada, cuando se considera la oración como una pérdida de tiempo, cuando uno no siente absolutamente nada en la oración. Entonces, las razones presentadas no sirven de mucho. La oración es una perdida de tiempo, o, mejor todavía, una perdida de uno mismo.

Evidentemente, la auténtica oración produce frutos, pero éstos no son la finalidad de la oración.

Muchas dificultades en la oración surgen del hecho que uno no desea entregarse, que no hay entrega, que no se abren las manos. La verdadera dificultad se encuentra en el estilo de vida y no en la oración misma. El estilo de vida diaria no concuerda con la oración. ¿Cómo es posible rezar cuando no se está dispuesto a decir sinceramente que se haga Tu voluntad?

Orar no es fácil porque exige una relación en la cual dejas que Otro llegue al centro mismo de tu persona, descubra aquello que preferirías dejar en penumbras y toque aquello que preferirías mantener intacto. Al rezar, estamos invitados a abrir los puños apretados. Por ello, una primera oración resulta muchas veces dolorosa, porque se descubre que uno no quiere soltarse.

Uno se descubre diciendo: “¡Soy así! Me gustaría que fuera diferente, pero ahora ya no es posible. Soy así, y así tendré que dejarlo”. Pero esto significa que uno ha dejado de creer que su vida podría ser de otra manera, se ha abandonado la ilusión de que una nueva vida pueda comenzar. En el fondo, se siente que es mucho más seguro aferrarse al pasado, hasta a veces doloroso, que confiar en un futuro nuevo.

El desapego, en general, se concibe como un dejar perder aquello que es atractivo. Sin embargo, otras veces, también es necesario soltar aquello que es repulsivo y al cual uno se ha acostumbrado. De hecho, uno puede quedar pegado a fuerzas tan oscuras como el resentimiento y el odio. Siempre que se busque desquite, uno se aferra a su pasado.

Pero, ¿cómo es posible abrir los puños cerrados? Ciertamente, no es a través de la violencia, tampoco mediante una decisión forzosa y voluntarista, sino colocándose en la presencia del Padre y escuchar aquellas palabras: “No tengan miedo”. Es decir, no tener miedo de Aquél que desea ingresar al espacio más intimo de uno y presentarle lo que uno realmente tiene también en su lado oscuro: la amargura, la decepción, el deseo de venganza, etc.

En la oración a veces uno quiere recibir al Otro tan sólo en los espacios limpios sin jamás invitarlo a pasar en todo el espacio del propio hogar. Entonces, es sólo apariencia y limpieza porque se oculta la suciedad y lo malo. En estas condiciones Dios no puede entrar. Pero el abrir completamente la puerta del propio hogar no es fácil y se requiere tiempo y paciencia con uno mismo para ir abriendo de a poco las propias manos.

Es un largo viaje espiritual, porque detrás de cada puño se descubre otro y a veces el proceso parece no tener fin. Es que han sucedido muchas cosas en la propia vida para dar origen a todos esos puños y, en cualquier hora del día o de la noche, se han ido apretando fuertemente lo puños por temor. Seguramente, alguien te ha dicho que tienes que perdonarte, pero esto no es fácil. Lo que sí resulta posible es abrir lentamente las manos superando paulatinamente el temor porque se está en la presencia de Aquél que sólo saber amar, Aquél que puede perdonar los pecados. Solo entonces se comienza a rezar de verdad a partir de la propia realidad y en presencia de un Dios.[1]


[1] Párrafos extraídos del libro “Encontrarme frente al otro: Camino ignaciano”. Tony Mifsud SI. Colección Espiritualidad. Editorial San Pablo.

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