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sábado, 23 de julio de 2011

CUANDO EL TESORO NOS ENCUENTRA


Por Enrique Martínez Lozano
XVII Domingo del T.O. (Mt 13, 44-52 ) - Ciclo A

¿Cuál es el “tesoro” de mi vida? ¿He descubierto mi “Anhelo esencial”? Las dos pequeñas parábolas “gemelas” que leemos hoy remiten a esa cuestión, básica y universal, que acompaña al ser humano desde el momento mismo de su aparición.
Ese Anhelo, que habita el corazón humano, es el que nos convierte en “buscadores”, aunque, como veremos más adelante, en realidad no hay nada que buscar, porque lo buscado es lo que somos.
Pero, entre tanto, ¿qué es lo que, consciente o inconscientemente, vamos buscando en la vida? Trataré de señalar algunas búsquedas en las que quizás podamos reconocernos.

En un primer momento, buscamos cambiar a los otros…, en la creencia (egoica) de que si ellos cambiaran, todo iría mejor. Como dijera Leon Tolstoi, “todos los hombres quieren cambiar el mundo, pero nadie quiere cambiarse a sí mismo”.

En un segundo momento, vista la imposibilidad e inutilidad del intento, buscamos liberarnos del sufrimiento, y para ello echamos mano de todos los “recursos” a nuestro alcance, según la lectura que haga nuestra mente y cuál haya sido nuestra historia psicológica.

Si tomamos un camino espiritual, en esta fase es muy probable que nos mantengamos en él, porque lo vemos como otro medio –además, “espiritual”- para dejar de sufrir. Algo nos dice que este camino nos proporcionará una “iluminación” que, finalmente, introduciéndonos en un estado “beatífico”, nos evitará todos los males.

Tampoco esto dura mucho: el dolor sigue presente, porque la ley de la impermanencia no cesa. Todo lo que experimentemos seguirá siendo pasajero. Y al placer sucederá inevitablemente el dolor.

Al final de todos esos intentos, forzados por los desencantos padecidos, podremos empezar a ver que sólo hay un camino: el de la rendición. Nos rendimos a la verdad de lo que hay, a la verdad de lo que es…, sin negar nada, pero sin quedarnos tampoco “a medio camino”.

Así, quitamos de nuestra mente la expectativa de “dejar de sufrir”, y la cambiamos por la de anclarnos y permanecer en la verdad. Ya no buscamos liberarnos del sufrimiento, sino encontrar la verdad de quienes somos.

En la práctica, cuando aparece el dolor, nos lo dejamos sentir –no lo evitamos; la evitación no hace sino incrementarlo-… y, sintiéndolo, nos dejamos acercar hasta su “núcleo”. Si no interrumpimos el proceso, y si no añadimos ninguna “historia mental”, descubriremos que el núcleo último del dolor es Algo que no es afectado por él. Eso que es consciente del dolor en todo momento, que no es alcanzado por él, y que está más allá de los pensamientos y de los sentimientos… es nuestra identidad más profunda. Descubrirla y permanecer en ella es el objetivo último de nuestra existencia.

Por este motivo decía más arriba que, en realidad, no hay nada que buscar: lo que andamos buscando ya lo somos…, aunque no nos hayamos enterado todavía. En una palabra: el buscador es lo buscado.

Y Eso que somos, ¿qué tiene que ver con el Reino de los Cielos, el “tesoro” de que habla la parábola? Jesús señala su descubrimiento como Gozo, que hace capaz, a quien lo encuentra, de desprenderse de todo con alegría: ha hallado, finalmente, lo único capaz de llenar su corazón.

En efecto, quien encuentra el Tesoro se desidentifica de su ego, y de todo lo que giraba en torno a él: valores, criterios, expectativas… Y puede hacerlo, porque ha descubierto una identidad, que trasciende la egoica, en la que se reconoce plenamente.

Esa identidad ¿coincide con el “Reino de los cielos”? Así planteada, más aún si se lee desde un modelo dual, la pregunta puede parecer un auténtico despropósito. Sin embargo, si trascendemos la dualidad, empezaremos a ver que todo cuadra de un modo tan coherente como sabio y armonioso, en el Abrazo de la No-dualidad.

La dualidad opera a partir de separaciones –sin separación se colapsaría la actividad mental- y de dicotomías: “o… o…”. Por el contrario, en un modelo no-dual, todo se halla totalmente interrelacionado, de modo que en cada “parte” encontramos el “todo”.

Esto no significa que la dualidad mental se resuelva en un monismo o panteísmo indiferenciado. No; se trata de algo infinitamente más sutil y delicado, que supera tanto el dualismo como el monismo: las diferencias son integradas en la Unidad. A eso llamamos, a falta de un término adecuado, imposible hoy para muestra mente, No-dualidad.

Cuando Jesús habla de “Reino de Dios” –que Mateo traduce como “Reino de los cielos”, para evitar, como buen judío, la pronunciación del nombre divino-, se refiere al sueño que llenaba su corazón, lo que constituía el eje de su vida y de su misión: él vivió para el “Reino”.

En nuestro lenguaje, podemos traducirlo como la propuesta de una nueva humanidad, caracterizada por relaciones de fraternidad, a partir de una experiencia profunda de filiación divina: quienes se sienten realmente hijos de Dios son capaces de vivir como hermanos.

En el mensaje evangélico queda claro, también, que el “Reino de Dios” no es otra cosa que el “actuar” de Dios, o Dios actuando. Por eso, el “reino” sería aquello que aparecería si los humanos actuáramos al estilo de Dios.

Fraternidad humana, Dios actuando…: “reino” es un término para expresar la Plenitud, es decir, el Misterio último de lo Real, aquello “donde todo está bien”.

En un modelo dual –más todavía si es en el nivel de conciencia mítico-, el “Reino de Dios” se ve como una realidad separada y proyectada a un futuro: es el modo que tiene el yo de ver las cosas.

En un modelo no-dual, sin embargo, se percibe que no hay nada separado de nada y que lo que llamamos “futuro” es sólo un producto de nuestra mente. Todo es aquí y ahora y todo está interpenetrado por todo.

En este modelo, el “Reino de Dios” puede nombrarse como la Mismidad de lo que es, aquello que constituye nuestro núcleo último –el núcleo último de todo lo real- y, por eso, nuestro Tesoro. Es, a la vez –¡qué pobre resulta el lenguaje!; ¡qué incapaz el concepto!- el Misterio y nuestra identidad, el agua que constituye tanto al océano como a las olas… No es extraño que llene de gozo.

El tesoro de la parábola no se refiere por tanto a algo “separado” que, desde fuera, vendría a “solucionar” nuestra existencia. El tesoro es lo que ya somos…, aunque todavía no lo hayamos descubierto. El día en que eso se produzca, estallaremos de gozo y “dejaremos caer” a nuestro ego.

Quiero terminar trascribiendo una doble experiencia vivida y narrada por un escritor y filósofo, David López, y que podéis encontrar en dos lugares de su blog: http://www.davidlopez.info/?p=1448
y http://www.davidlopez.info/?p=2555

“Hace veinte años fui allí [al Hoggar, Argelia] en moto. Y de pronto, una tarde, mientras el sol convertía el mundo en fuego seco, y mientras aquel cielo se llenaba de silenciosas hogueras blancas, sentí algo descomunal: todo lo visible (cielo, montañas, rocas, desierto) se transmutó en “alguien”: “alguien” de una belleza sobrehumana e insoportable -casi letal-, que se dirigía a mí. Que me amaba. Todo el cosmos se convirtió en presencia… de “alguien”. Digo “alguien” porque yo sentí que aquello era consciente de sí mismo.

Volví a sentir algo similar dos años después en Lyon, dando un absurdo y prosaico paseo por los alrededores de su aeropuerto.

Otra vez, de pronto, todo era “alguien”. Irrumpió en mi conciencia una presencia que, ahora, sólo puedo calificar como sagrada. ¿Por qué? Porque emanaba omnipotencia, sentimiento, cercanía, atención, magia, sublimidad…

Veinte años después -y no sé cuántas decenas de libros leídos desde entonces-creo que puedo decir que aquellos dos fenómenos fueron religiosos. Y lo fueron porque yo sentí un vínculo, una religación, con algo grandioso”.

“Hablaré de lo que se me presentó, lo que irrumpió de forma absurda e inesperada, dando un paseo nocturno por los alrededores del aeropuerto de Lyon, hace ya casi veinte años.

Algo gigantesco que no era yo, algo/alguien consciente, vivo, casi carnal, que me amaba de forma descomunal, lo tomó todo, lo fue todo, lo transparentó todo: los árboles, los postes de la luz, los surcos del sembrado que desdibujaba la noche, las estrellas, los edificios, los coches, los aviones… Fue una experiencia grandiosa que censuré durante años por exigencias sistémicas de mi caja lógica.

¿Era aquello lo que la palabra “Dios” pretende significar? ¿Era aquello mi yo esencial (Atman-Brahman) que se traslucía a través de las imágenes de “mi” mente?

Yo no estaba rezando, no rezaba nunca, ni había texto alguno entre mis manos fabricando prodigios metafísicos. El único credo al que estaba adscrito era el cientista-ateísta. “Aquello” que tenía delante no me pidió ni me prometió nada. Sólo se mostró. Descomunal. Glorioso. Omnipotente. Omnisintiente. Siendo todo lo existente: ahí, ante mí… y amándome de una forma casi insoportable.

Años después, estudiando textos de pensamiento místico (o de “meta-Mística”) descubrí que aquella experiencia, absurdamente sobrevenida, la habían vivido otras personas a lo largo de la Historia (dentro y fuera de sistemas religiosos)”.


He subrayado intencionadamente la frase en la que habla de su “único credo”, para que abramos nuestro horizonte ante la gratuidad, la omnipresencia y la libertad del Misterio, que nos sorprende en cualquier momento, sean cuales sean nuestros “credos”, religiones o “ateísmos”.

Me siento completamente reflejado en las experiencias que relata David López, incluso en su necesidad de nombrar como “Alguien” a lo experimentado.

En el relato queda claro que no es alguien “separado” de nada –un Individuo aparte-; sin embargo, eso no significa que sea algo “impersonal”… Trasciende todos los conceptos y categorías mentales. Es, siempre, Más…, es el Tesoro que todo lo constituye, el “Reino de Dios” de que hablaba Jesús.



www.enriquemartinezlozano.com

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