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domingo, 17 de julio de 2011

XVI Domingo del T.O. (Mt 13,24-43) - Ciclo A: Increíble: Dios no nos da permiso para extirpar el mal...


Por A. Pronzato

Nuestra «incurable» vocación de jueces

Entran ganas, si no precisamente de acusar a Dios de ser un «juez injusto», como algunos se atreven a decir, sí de discutir al menos los criterios con que administra justicia. Nos parece que a veces se pasa al castigar al que se porta bien. Pero otras veces lo consideramos demasiado indulgente, sobre todo con los que se merecerían un castigo ejemplar.

Nos gustaría que utilizase más mano dura para aplastar la insolencia de algunos individuos. Pero él manifiesta habitualmente una mansedumbre insoportable y entonces no es raro que algunos se aprovechen de ello para realizar todo tipo de fechorías.

Y después de que los pecadores más desvergonzados se han manchado de culpas inequívocas, él espera no sé qué para pronunciar una sentencia definitiva de condenación, les concede siempre un plazo, una nueva prueba de buena voluntad, y aunque se muestren recalcitrantes, impenitentes, les ofrece una posibilidad de redención... y otra... y otra.

«Diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento».

No quiere convencerse de que de algunos individuos no puede esperarse nada nuevo..

Nos darían ganas de sugerirle, con el debido respeto: «Venga, un poco de severidad; si no, las cosas se irán poniendo cada vez peor». Se necesita un freno. No se pueden tolerar ciertas cosas. Tienes que intervenir con mayor decisión y más a tiempo. Y si la convicción no basta, como de hecho sucede, hay que persuadir con la fuerza, usar esos argumentos más concretos que todo el mundo entiende. La misericordia, la tolerancia, pueden ser interpretadas como síntomas de debilidad.

Y si tú no haces caso, si quieres reservarte para el final, permite al menos que intervengamos nosotros, aquí y ahora. Por otra parte ha habido épocas históricas en las que los dos poderes se han puesto de acuerdo, dividiéndose las tareas: yo descubro a los culpables, los juzgo y fulmino condenas contra ellos, y tú pones la argolla, el fuego y el verdugo, porque yo no quiero ensuciarme las manos... Y por lo visto las cosas iban mejor que ahora, a pesar de que algunos se avergüencen de ello con cierta hipocresía.

Sobre todo, sentimos una gran necesidad de aclarar las posiciones para siempre: los buenos por un lado, los sinvergüenzas por otro. Y no debería ocurrir que los chaparrones y las desgracias en serie caigan regularmente sobre la cabeza de los que se portan bien, mientras que los otros navegan viento en popa a toda vela.

La primera lectura y especialmente el evangelio de hoy sirven para denunciar nuestra pretensión incurable de erigirnos en jueces, nuestras impaciencias, nuestras intolerancias, nuestras simplificaciones abusivas, nuestra obstinada voluntad de castigo (frente a los demás).

Pero, quién sabe por qué, la palabra de Dios no estimula nuestra vocación de jueces. Al contrario, la purifica puntualmente, la hace fracasar. Y con un cambio de las posiciones muy frecuente en la Biblia nos obliga a dejar la toga del magistrado que sostiene la acusación pública, a abandonar el impulso irrefrenable del inspector de policía que no ve nunca la hora de entrar en acción para restablecer el orden y hace que nos metamos en el pellejo del acusado.



Nuestra especialidad criticada

La segunda lectura empieza acusándonos en el terreno concreto de la oración.

Sí, precisamente en ese sector de la oración de petición, en donde todos nos creemos un poco especialistas.

¡Qué cosas nos dices, Pablo!

Cuando oramos, lo hacemos casi siempre porque tenemos unas peticiones muy concretas que presentar a la atención del Señor.

La oración de súplica, en nuestro panorama religioso les roba espacio por desgracia a otros tipos de oración que deberían practicarse con mayor asiduidad: la alabanza, la bendición, la acción de gracias, la adoración, el ofrecimiento, la contemplación.

El hecho es que tenemos muchas, muchísimas cosas que pedir. Las necesidades son innumerables. Además de las ordinarias, están los imprevistos, los incidentes desagradables que no es posible prever de antemano, las desgracias, las emergencias. De la salud a la escuela, pasando por los problemas económicos y familiares, la lista de «gracias» por las que llamar a la puerta del Señor aumenta cada día más. Y no siempre él se muestra tan dispuesto a escuchamos como sería de desear y vemos cómo se quedan arrinconadas demasiadas cuestiones que nos gustaría ver resueltas con rapidez.

Y Pablo nos dice que «no sabemos pedir lo que nos conviene». Probablemente, cuando escribía a los cristianos de Roma, no se practicaban aún ciertas formas devocionales, los creyentes no habían encontrado todavía los lugares más adecuados, las modalidades más idóneas y las ventanillas competentes donde presentar las peticiones. Basta con oír, hoy, ciertas «oraciones comunes». Completas, insistentes, definitivas, previstas de una minuciosa documentación, hasta un poco exigentes, no raramente indiscretas, exaltadas de tono y hasta un poco descaradas. Se especifica todo de manera detallada. Puesto que las cosas están así y así, teniendo en cuenta que la única solución es ésa, entonces Dios tiene la obligación de escucharnos ateniéndose escrupulosamente a nuestras informaciones e indicaciones.

En el fondo, le facilitamos la tarea. Ya hemos rellenado la hoja, por delante y por detrás, sin dejarnos nada. Lo único que él tiene que hacer es firmar y poner el sello: «Hágase».

Lo malo es que «no sabemos pedir lo que nos conviene».

Sin el Espíritu, que ora dentro de nosotros «con gemidos inefables», nuestras súplicas no llegarían nunca al Padre. Más radicalmente aún, la oración sería sencillamente imposible.

El conoce nuestras necesidades, pero a menudo no las «reconoce» Tres observaciones.

En primer lugar. No es que el Espíritu desempeñe el oficio de «tasador», que sirve de filtro o de cupo para dosificar debidamente nuestras exageraciones, nuestras pretensiones, nuestros abusos de la generosidad del Señor.

Pero puede que suceda precisamente lo contrario. Nuestra oración con frecuencia hace cálculos demasiado mezquinos. La hacemos más a medida de nuestras posibilidades que del poder de Dios, «dueño de lo imposible».

Y sobre todo, nuestra oración no siempre manifiesta nuestras verdaderas necesidades. No nos damos cuenta de las cosas esenciales que nos faltan.

Por eso el Espíritu, más que «moderador», es «instigador». Nos urge, nos invita a exagerar, a pedir cada vez más. Y puesto que nosotros nos mostramos demasiado tímidos y prudentes, él mismo procura reivindicar lo que nos corresponde en cuanto hijos.

Segundo. Ante un obstáculo, ante a una dificultad, frente a un problema cualquiera, habitualmente exigimos que lo resuelva él, allanando el terreno, quitando de en medio esas realidades desagradables.

No nos damos cuenta de que, por el contrario, «conviene pedir» que el Señor nos dé ánimos, inteligencia, fantasía para afrontar esa situación. Que nos haga comprender que la solución depende de nosotros.

Finalmente. La tarea del Espíritu no es la de «apoyar» nuestras peticiones, la de asegurarnos un resultado favorable, en breve plazo, de nuestra práctica. No. El Espíritu tiene que «inspirar»» nuestra oración, nuestras peticiones, no simplemente hacerlas suyas, recomendarlas autorizadamente.

Somos nosotros los que hemos de entrar en los planes del Espíritu, no al revés.

Creo que el equívoco de acudir muchas veces al Espíritu, incluso en ocasiones solemnes, está precisamente en que nos gustaría que el Espíritu nos dejase contentos, obedeciese a nuestras sugerencias, adoptase nuestras perspectivas, en vez de fiarnos de él, de abandonarnos totalmente a sus «gemidos inefables»» y a su juego imprevisible.

Invocamos al Espíritu para que nos lleve adonde nosotros hemos decidido ir, para que se manifieste libremente... según las opciones que ya hemos hecho nosotros y por las que hemos luchado abundantemente con todos los medios (incluso los menos limpios... ).

Deberíamos al menos tener la sospecha de que, si Dios nos oyese según nuestros gustos y no según los deseos del Espíritu, según nuestros proyectos y no según sus designios, tendríamos las de perder.

En resumen, al tratar de la oración, es preciso quedarnos al margen y dar la palabra al Espíritu, resistiendo a la tentación de sofocarla con nuestras peticiones petulantes y con alguna que otra corrección.

La única manera de no quedar insatisfechos de la acogida de nuestras oraciones, es hacer que nuestras peticiones -gracias a las sugerencias del Espíritu- no sean insatisfactorias.

La oraciones «inconvenientes» son las que se quedan muy cortas en comparación con las esperanzas de Dios... Son aquellas en las que el Padre no «reconoce» las necesidades de los hijos.

Sí, el Padre conoce nuestras necesidades. Pero desgraciadamente no las reconoce cuando las exponemos en la oración.



Pero ¿de quién es ese campo?

El evangelio suele destacar nuestras posiciones habituales. «Mientras la gente dormía...».

Hoy se siembra la cizaña a manos llenas bajo la mirada de todos. El mal se exhibe, se celebra en las vallas publicitarias, se exalta a la luz del sol.

Se tratará entonces de sembrar el bien durante la noche, en todos los terrenos en los que parece triunfar la obra del enemigo. Silenciosamente, pero con tenacidad.
Sin necesidad de lanzar retos arrogantes, pero con plena convicción.

«¿De dónde sale la cizaña? ...».

¿Y si viniese también de nosotros? ¿y si nosotros contribuyésemos a su producción?

¿Por qué, cuando hablamos del mal y queremos discernir sus causas, nos situamos siempre fuera, como si no tuviéramos nada que ver con él, como si nuestra aportación al mismo no tuviera importancia, como si no fuésemos un poco responsables de su peso y de su difusión en el mundo? Deberíamos preguntarnos también: «¿De dónde sale el buen grano?». Probablemente el Señor nos dejaría intuir que el «buen grano» aparece en campos insospechados, que es obra de individuos que nosotros no tomamos en consideración.

...Y crece hasta en territorio enemigo.

-¿Quieres que vayamos a arrancarla?

-No...

Sin embargo, la prohibición del amo no significa que no tengamos que condenar el mal, que llamar pecado al pecado.

El «no» tajante no quiere decir que tengamos que quedarnos mirando, resignados, humillados, impotentes.

No nos toca a nosotros extirpar la cizaña -algo que haríamos muy a gusto-. Sin embargo, es lícito y obligado intentar derrotarla de la única manera eficaz: comprometiéndonos, personalmente, a sembrar con paciencia y a cultivar con pasión todo el bien posible.

«Al final del tiempo, el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán... a todos los corruptores y malvados... ».

Y se añade un preocupante y embarazoso: «... de su Reino». Así pues, la cizaña se sembró después. Nació dentro del Reino. No es que el cristiano encuentre el mal fuera de su campo, en lo que existía antes de él.

Por otro lado, la parábola trata del mal que crece dentro del campo de Dios.

Por tanto, los escándalos están en nuestra casa, no sólo en el campo del adversario, y seguirán estando allí hasta el fin del mundo. ¿Serán muchos más de cuanto les gustaría hacernos creer a los apologetas en servicio permanente? ¿o serán menos de los que nosotros sospechamos? Es inútil hacer previsiones en este sentido.

De todas formas queda en pie el hecho, declarado por el mismo Cristo, de que también hay basura en «su» Reino, en «su» Iglesia, en nuestro corazón.

Solamente los ángeles están debidamente cualificados para «arrancarlo».

Tengamos al menos la honradez de reconocerlo, sin esconderlo bajo la alfombra del vecino.

Longanimidad en vez de intransigencia Nosotros hemos aprendido la intransigencia. No dejamos de indignarnos.

Somos campeones de la protesta (que no cuesta nada).

Dios, por el contrario, con su ejemplo de indulgencia, quiere que nos opongamos absolutamente al mal y que lo combatamos sin tregua, con benevolencia para con todos y con «dulce esperanza».

Resultan sorprendentes, a este propósito, las expresiones del libro de la Sabiduría, que nos propone la primera lectura de hoy:

«Tu poder es el principio de la justicia,

y tu sabiduría universal te hace perdonar a todos...

Obrando así, enseñaste a tu pueblo

que el justo debe ser humano,

y diste a tus hijos la dulce esperanza».


A todo esto podemos darle un nombre particular: longanimidad. Que no hay que confundir con la connivencia con el mal.

¿Quién es, en la práctica, el individuo «longánime»? Podemos decir: es uno que tiene largo el aliento, la respiración lenta y profunda. O sea, tiene presentes la meta y los objetivos, pero no tiene prisa, no se deja dominar por la impaciencia, por la inquietud.

Sabe esperar, da tiempo al tiempo, intenta comprender y compadecer.

Soporta serenamente los contrastes, las oposiciones, hasta las persecuciones.

Sabe que Dios, incluso cuando calla, tiene la última palabra. Por eso vive en paz, aun en medio de la tempestad.

No adopta tonos apocalípticos, ni en los momentos difíciles. Día tras día, limpia un poco su propia casa, y no precisa ir a ver la suciedad que hay en otros sitios...

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